A la larga la explosión fue lo mejor.
Entre insondables alternativas fuimos capaces de bordear la linea. De una mirada hicimos tierra y mar. Dichosa armonía. Y dichosas chispas que caían de aquellos besos ya oxidados.
Repartirnos los papeles y tocar una canción al mismo tiempo, pero en distinto lugar. Colgarnos y olvidar. Sólo. Porque para qué más si en nuestro mundo ya llovía todos los días.
Decías que te gustaba ver correr a las agujas mientras me robabas la ropa y te empapabas en tu soledad. También que preferías el gélido aliento de las montañas. Y yo observando desde mi almohada caer tu pelo en catarata. Intentando averiguar dónde esconderme del tic tac.
Agonizábamos cuando frágiles oteábamos nuestras heridas. Sin embargo, siempre conseguías amainar mis tormentas, disipar mis dudas y conducirme a una mar llana. Aunque allí no estabas, porque siempre has sido vendaval.
Llegué a encontrarte, durante aquella vida que pintabas en mi espalda. Decidías que los días fueran meros trámites. Despertar por las tardes. Y acentuarme, cada noche, lo bonito que es soñar despierto.
Siempre nos decidimos por desenfocar lo correcto. Por respirarnos en verso. Por acordar que cada segundo era un preciado mineral.
Entre tanto, tropezábamos siempre en el mismo puto punto del pasillo. Ése que nunca conseguí identificar. Porque tu sonreías. Y yo me perdía. Y otra vez vuelta a empezar.