Un plan ideal

1.5K 81 20
                                    

Nochevieja. Asomado a la ventana de mi dormitorio, admiro ensimismado el pintoresco panorama de las calles, cuyo estruendo hace vibrar mis oídos de forma reiterada y casi dolorosa, tentándome sin remedio. Desde una de las cómodas que custodian mi cama, el despertador digital emite su característico y perturbador silbido, provocando que mi vientre cosquillee de temor y nerviosismo. Es la hora.

Me aproximo al cuarto de baño a paso ligero, y una vez allí coqueteo con el espejo, vitoreando mi propia labor. Tras haberme sumergido entre sales aromáticas y pastillas relajantes, maquillado minuciosamente, dejar un mechón enredado en las cerdas del cepillo, agotado mi perfume favorito y saqueado el armario, mi trabajo se ve recompensado: Estoy espectacular. Sin embargo, saber que la imagen proyectada en el cristal no corresponde enteramente a mi reflejo me deprime por un breve instante, haciéndome sentir ridículo. Ridículo y anormal.

Tengo dieciséis años: por lo general, mis inquietudes deberían reducirse a coleccionar victorias en la PlayStation y fugarme de las clases; sin embargo, aquí estoy, cambiando de identidad sexual para ligarme a un tío con el que a penas he intercambiado un par de miradas y saludos mañaneros y que, además y por lo que he podido comprobar a sus espaldas, es hetero hasta la médula, razón por la cual me apalearía hasta el cansancio si descubriese el «pequeño» secretito que se esconde entre mis rasuradas e hidratadas piernas. Al menos, el hecho de llevar melena y maquillarme a diario me permite vestir con mi ropa habitual —omitiendo, claro, el detalle del sostén repleto de algodón que Natalie, una buena amiga, me ha proporcionado—. Sin duda, es un pequeño consuelo después de tanta humillación.

Escucho a lo lejos el sonido de apertura de un cerrojo. Imaginar al causante hace que mi respiración se acelere y, tras un par de retoques y comprobaciones de última hora (quiero asegurarme de que todo, absolutamente todo permanece en su debido sitio), salgo al exterior cual potro desbocado, atravesando el rellano tan raudamente como me permiten las plataformas de medio metro bajo mis pies. Después de varios y dolorosos encontronazos con las paredes, logro alcanzar a mi objetivo antes de que ingrese en el ascensor, vociferando para captar su atención:

—¡Hey, chico!

No puedo evitar reprenderme mentalmente mientras que, sofocado, comienzo a arrastrar los pies en su dirección. Por cómo le he llamado, podría tomarme fácilmente por una maestra cincuentona de secundaria a punto de amonestar al alumno «estrella» del centro. Para mi sorpresa, después de liberar un dulce «hola», sus labios se curvan en una sonrisa deslumbrante, provocando que el color blanco pinte mi mente.

Tom Kaulitz es mi vecino de en frente desde hace casi dos años. Atractivo, varonil, maduro, ocurrente e increíblemente cultivado a sus recién estrenados dieciocho, perturbó mis sentidos desde el preciso instante de su llegada. Estoy convencido de que, si mis sueños pudieran materializarse, lo harían en un «Tom». Si, soy un ñoño y un perfecto ingenuo, pero no puedo hacer nada al respecto.

—Espera, ¿tú no eres...? —le escucho murmurar, saliendo de mi pequeño trance con brusquedad—. Te pareces mucho a... ¿nos conocemos de algo? —pregunta, visiblemente desorientado. Y no le culpo.

—No, yo... creo que es la primera vez que nos vemos. —Sonrío con nerviosismo.

—Ahm... ¿Vives aquí?

—No... Quiero decir, si, justo en frente tuya —titubeo, afinando la voz tanto como puedo—. Soy Billie, la hermana mayor de Bill, ¿le conoces?

—¿Bill? No sabía que tenía una hermana; siempre le he visto sólo o con su madre... —No necesito una confirmación visual para advertir el brillo de mi faz en estos momentos. No solo me había notado, sino que, además, recordaba mi nombre.

Un plan idealDonde viven las historias. Descúbrelo ahora