Capítulo I

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Oí ruido abajo y, aunque llevaba varias horas despierta, por primera vez me di cuenta de cómo la aurora asomaba lentamente por entre las montañas. Me levanté de la cama y me asomé a la ventana, sucia y resquebrajada por culpa de las temperaturas tan bajas. Amaba el invierno, amaba la nieve y sobre todo, amaba el frío. Era incapaz de vivir en un sitio donde el constante calor del sol me derritiera por dentro. Mi madre y yo éramos completamente idénticas. Ambas éramos leales al frío mientras que mi padre y mi hermano pequeño eran leales al calor. Aún encantándome la brisa otoño-invernal, me vestí con un jersey grueso y negro y unos vaqueros rotos. Cuando fui a salir de la habitación para dirigirme a la cocina, mi reflejo en el espejo llamó mi atención. Ahí estaba yo, con mi pelo rubio (aunque más bien, era blanco) y los ojos azul intenso observándome con el ceño fruncido. Probablemente, la próxima vez que me mirara en aquel espejo de nuevo, no sería la misma. Crecería unos centímetros, al igual que mi pelo, que ahora llegaba por encima de mí pecho. Y mi rostro infantil pasaría a ser más maduro. Me acaricié el pelo desde la raíz hasta las puntas y me hice una trenza de lado. Después de darme el visto bueno, bajé a la cocina, a desayunar por última vez con mi familia en mucho tiempo.

. . .

Tras bajar las extensas escaleras, me encontré con toda la familia despierta. Mi hermana Marie-Anne descansaba adormecida en los brazos de mi padre mientras este le hacía sonido relajantes en un tono apenas audible. Mi hermano Clayton, que tenía dos años menos que yo, observaba con ceño fruncido como mi madre preparaba el desayuno del siglo. Eran huevos con bacon, cosa que jamás habíamos comido. No éramos una familia adinerada.
Hasta ayer, yo tenía que trabajar con mi padre en un pueblo cercano limpiando las calles y las fachadas de las casas. Siempre me rompía alguna uña o me salían grietas en los dedos por la cantidad de productos que utilizábamos. Y mientras veía como los ñiños de diferentes edades correteaban por entre las calles, sin prestar atención a lo que mi padre y yo hacíamos para poder llevar un mísero sueldo a casa, con tal de que mis hermanos y mi madre, enferma desde hacía unos meses, tuvieran algo que llevarse a la boca, una enorme ira crecía dentro de mí. Me asqueaba la gente rica y sin consciencia de lo que hacían los menos afortunados por ellos.
Así pues, observé a mi madre en silencio, mientras con sus delicadas y frágiles muñecas, movía la sartén donde se cocinaban los huevos. Entonces, Clayton se percató de mi presencia, y pude ver como una enorme tristeza asomaba a sus ojos grises. Yo lo miré un instante con la misma expresión y un segundo más tarde, le saqué la lengua mientras me ponía vizca. Para mí sorpresa, no se rió. Siempre se reía cuando me ponía a hacer el tonto, pero supongo que es de entender que, el pasar un año sin su mejor amiga, iba a ser un poco duro. Aún así, me regaló una sonrisa un poco falsa, pero que me alegró enormemente. Por lo menos entendía que era importante para mí todo esto.
-Buenos días. -dije con tono apagado. Mi madre sonrió sin mirarme y se limpió las manos en el delantal.
-Buenos días, cielo. -cuando mi madre se acercó a mi para darme un beso en la mejilla, noté lo fría que estaba su piel y me asusté, cosa que debió notar en mi rostro. La miré desolada y ella, con una sola mirada, me pido que estuviera tranquila. Y aunque me costó al principio, poco a poco el pulso de mi corazón se restableció.
Después de haber dado a luz a Marie-Anne, mi madre contrajo una enfermedad que mataba cada día un poco más que el anterior. El dolor aumentaba por momentos, lo sabía, pero nunca se quejaba.
Entonces, Marie-Anne me sacó de mi ensimismamiento con una gran llorera. Me acerqué para cogerla, y al segundo después de mecerla entre mis brazos, los lloros cesaron.
—Sabe que te marchas. -dijo mi padre. —Espera, Marie. Déjame que te ayude. —le quitó de las manos a mi madre cuatro platos que más tarde colocaría en la mesa.   Yo jugueteé con los mofletes de mi hermana mientras la pedía por favor que no creciera nunca.

Desayunamos tranquilamente y en silencio absoluto. Cada uno disfrutaba de la comida, ya que no volveríamos a comerla en mucho tiempo. Pero yo no dejaba de mirar fijamente a cada uno de ellos. Quería grabar su imagen en mi cabeza, para que siempre que necesitara verlos, me bastara con cerrar los ojos.
Cuando mi plato y el de los demás estuvo completamente vacío, me levanté y subí a mi habitación, para coger la maleta. Me llevaba sobretodo ropa de mi padre, ya que me encantaba vestirme con sus camisas granjeras y camisetas dos tallas la mía. Cuando entré en mi habitación, oí el relinchar de un caballo. Corrí hacía la ventana y con una horrible expresión, salí con una exhalación de mi cuarto. Bajé las escaleras con la maleta al hombro y al llegar abajo, la solté en el suelo. Antes de darme cuenta, ya había llegado al corral donde estaba encerrado nuestro caballo percherón. Crucé la puerta del establo y me metí dentro con él.
-Tranquilo Fleur. -intenté tranquilizarlo, pero era obvio que mi mejor amigo sabía que me iba a marchar un tiempo. Así que le acaricié la cara y después le di un beso en el cuello. Su pelo negro contrastaba de forma única y mágica con mi cabello blanquecino. Me separé de él mientras se me partía el corazón. Mis últimas palabras:«Jamás me olvides» quedaron suspendidas en el aire mientras corría de vuelta a mi hogar.

Nada más llegar a la puerta, me di cuenta de lo mal que estaba nuestra casa en realidad. Más bien, parecía una choza. Las paredes estaban desgastadas y resquebrajadas, se caía a trozos.
Era la única casa en kilómetros, y a pesar de estar expuesta a la Liga de Tánatos, me sentía más segura que en ningún otro sitio. Y ahora me iba a ir, a un mundo paralelo donde hay gente idéntica y completamente distinta a mi al mismo tiempo. Jamás en mi vida había estado tan asustada.
Cuando entré en casa, no había nadie en el comedor, así que bajé al sótano, donde el portal ya estaba abierto y preparado para llevarme a mi nuevo hogar.
Jamás utilizábamos el portal, por eso tenía tan mal aspecto y estaba tan poco cuidado. Mi padre tenía una camioneta en la que íbamos al pueblo a trabajar. Pero para desplazarme a Hespérides, no había otra manera de llegar.
El portal hacía ruido. La luz azul violeta que desprendía nos daba un tono de cabello azulado a mi madre y a mi. Se la veía tan triste y cansada, que me apostaba lo que fuera a que no había dormido en días. Mi padre, sin embargo, me sonreía con fuerza, transmitiendome su calor a distancia.
Clayton, que ya estaba llorando, no pudo contenerse y en cuanto se fijó en que mis ojos estaban posados en los suyos, corrió a darme un abrazo. Había crecido tanto estas últimas semanas, que casi éramos de la misma altura, aunque él me llegaba por la barbilla.
Le di un beso en la coronilla y acto seguido, volvió a su sitio en la fila. Observé a mi familia reunida y triste y el corazón se me partió.
-Si alguna vez quieres volver, te estaremos esperando, cariño. -dijo mi padre, con tono apagado. Le sonreí mientras una lágrima resbalaba por mi mejilla. Entonces, mi madre se acercó y, metiendo la mano en el bolsillo del delantal, sacó un colgante con una enorme piedra del mismo color que mis ojos. Yo negaba con la cabeza, pues sabía que mi abuela se lo dio a mi madre poco antes de morir.
-No puedo aceptarlo mamá. -pero mi madre ya me había colgado el amuleto en el cuello.
-Claro que lo aceptarás. Y lo vas a lucir. -hizo un breve pausa. -Cielo, va a ser un año difícil, se que lo sabes. Pero siempre que nos necesites o que te sientas sola, solo tienes que girar la piedra entre tus manos y apretarla fuerte. -asentí con la cabeza mientras ella me tocaba la trenza con sus manos huesudas.
-Salta, Lyra. -dijo mi padre, y antes de que pudiera darme cuenta, la luz del portal los cegó, mientras yo me sumergía en un mar de destellos azulados.

¡Hola a todos! Me encantaría que me dijerais si os a gustado para que suba más capítulos y que votarais. ¡Muchas gracias y besos!

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⏰ Última actualización: Aug 27, 2015 ⏰

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