Percibo a lo lejos el poderoso coro de centenares de multicolores cigarras,
el siseo del fuerte viento al atravesar el enmarañado ramaje de los viejos sauces,
el siempre alegre gorjeo de los juguetones sinsontes que sobrevuelan la vasta pradera,
las traviesas carcajadas de las que sólo son capaces los niños más pequeños…
Me descubro sonriendo, absorta, hechizada ante esta exquisita sinfonía,
casi adormecida, extática, como si escuchase la más dulce de las canciones de cuna…
Comienzo a girar y saltar, me dejo llevar, empiezo a sentir que me elevo,
casi soy etérea, me permito enamorarme de esta inusitada mezcolanza de cantos y risas...
Sorpresivamente, un estentóreo silbido resquebraja mi embeleso y me hace estremecer…
Intento adivinar la razón de semejante disonancia entre toda la perfección que me rodeaba,
y es entonces cuando, tras el intenso crujir de mis dientes y el temblor en mis miembros,
caigo en cuenta de que mi bella fantasía me ha sido arrebatada por un desalmado adversario.
Un martilleo acelerado, que acaba de golpe con esta mi muy querida utopía, es el que día a día
me despoja de mis horas de mayor regocijo, y me llena de la más grande desazón.
¿Por qué he de abandonar este incomparable paraíso de tan suaves melodías?
Ha de ser por el llamado de ese infame guardián del tiempo, quien no tiene corazón.