Capítulo Único

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Ella sabe que es infinitesimal, apenas un micro segundo de un micro segundo, viviendo una vida que no es más que el número uno del índice de la historia más grande jamás contada.

Cuando arranca el coche, un impala viejo y sucio, la gasolina empieza a correr de la misma manera que la cuenta atrás del salpicadero; hora a hora en vez de segundo a segundo. Es un cronómetro que está incrustado en el viejo cromado plateado, insultando su inteligencia con su desastrosa presencia. Hoy es el primer día que enciende el motor.

—Jódete... —masculla antes de pisar el embrague a fondo y quemar rueda a través de un camino desierto y recto, como una línea perfecta, trazada con regla, escuadra y cartabón.

La arena rojiza bordea el camino, y el viento, presente la mayor parte del día, revuelve el cabello oscuro de Clementine como si fuesen manos amables y cariñosas. Huele el mar en el ambiente que impregna la tapicera del coche, pero no hay olas en el horizonte. Sólo están ella, la espada y el coche. La carretera es una compañera ingrata, en la que no hay cabida para baches, pero si para piedras y surcos en el asfalto de brea negra. Lleva allí más años que ella, ha visto más cosas y se regodea en el desconocimiento que embarga a la mujer.

No tiene destino ni lo quiere tener. Si tienes un destino, tienes una meta y si tienes una meta significa que vives para cumplirla y eso te ata, con nudos, amarres y cuerdas metálicas. Bien lo saben ella, la espada y la cruz que porta al cuello. No quiere volver a tener raíces que plantar en tierra de nadie, ha tenido suficiente con una sola vida y no necesita abono de nadie más para satisfacer sus necesidades. Se acuerda de cierta bruja que vivía con el viento del norte y el sexo del sur y cree que es el momento de empezar a vivir un poco más como Destiny y algo menos como Juana de Arco. Maldita y todo, Clementine siente que se merece algo de confianza por parte del Universo, una mota de «chica, lo has hecho bien», el llamado descanso del guerrero.

Su plan de batalla no es otro que seguir en la carretera todo el tiempo posible, disfrutando del silencio —¿Dónde se ha ido la voz de Dios?— del maletero lleno de cerveza y comida barata, y de la comodidad de no tener que sentir la respiración de nadie en el asiento del copiloto. Quiere creer que Michael lo entendería, después de todo tenían cierta afinidad, un pedazo de camaradería que iba más allá de compartir sangre, sudor y vertebras rotas los viernes por la noche mientras se extrañaban a kilómetros de distancia, durmiendo en moteles baratos entre sábanas ásperas y secas.

El cronómetro señala que han transcurrido tres horas cuando Clementine para el coche en una vieja y polvorienta gasolinera. El edificio, viejo y marchito, alberga fauna y vida en el lado de la cafetería. A través de la sucia ventana ve asientos de vinilo de los cincuenta y caras que ríen o lloran por los ojos. Al entrar, The Beatles la saludan con el sopor de los años y la frescura del que hace décadas que no escucha tocar a los cinco de Liverpool.

Se sienta en una de las mesas y pide café, zumo de arándanos y donuts. El café es para mantenerse despierta a pesar de no sentirse cansada. El zumo de arándanos le trae un lejano recuerdo llamado hogar al mismo tiempo que le deja, en la boca del estomago, un sentimiento de culpa y rechazo que no desaparece ni cuando ingiere los tres donuts glaseados, desmenuzados bajo el peso de sus dedos y uñas.

Antes de pagar y marcharse, se chupa los dedos uno a uno y observa a la gente a su alrededor. No busca peligros ni espera encontrarlos. Su única arma es la espada que está en el coche, relajada bajo el sol de la tarde, durmiendo apaciblemente mientras ella paga la cuenta con la gran cantidad de monedas que tiene en los bolsillos y sale del restaurante descansada, con paso apacible. Se detiene un rato al borde la carretera, con las manos en los bolsillos, el cabello revuelto por el aire y los ojos puestos sobre el tramo de carretera que ha dejado atrás.

Ritos FunerariosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora