Miraba al suelo atentamente. No porque tuviese que comprobar el camino a seguir, ni por miedo a tropezar con nada. Sabía perfectamente que, a veces, sólo de vez en cuando, la suerte hacía que algo tirado entre toda aquella suciedad, tuviese algo de valor. No un valor de oro, algo que no había visto en su corta pero intensa vida, ni nada así, pero simplemente encontrar una bellota, una pequeña nuez o cualquier cosa que hubiese podido caérsele a alguien, y que poder masticar un ratito, le alegraría el día. Ya era un gesto automático, su gesto, siempre mirando al suelo.
También estaba el tema de que, cuando tienes siete años, ningún sitio donde caerte muerto y nadie que se preocupe demasiado por ti, es mejor ir con la mirada baja. Lo sabía por experiencia... Cuántos cachetes y patadas se había llevado por mirar a los mayores... Simplemente mirarles, a veces, provocaba su enfado; los mayores eran tan complicados, estaban tan ocupados siempre, y tan de mal humor... Un niño canijo y lleno de suciedad no tenía derecho a mirarles hacer aquello que fuese que estuviesen haciendo, a no ser que quisiese llevarse un golpe.
Pasó por encima de un charco algo más grande de lo habitual. No solía molestarse en evitarlos ahora que hacía mejor tiempo, el agua al menos le refrescaba la planta de los pies, y no es que le preocupase mucho mancharse, como demostraban sus piernas mugrosas. Surcos blancos brillaban entre la mierda por donde algo de líquido había caído unos días o unas semanas antes. Pero hoy los evitaba. El charco tenía mala pinta, un color y un tufillo peculiares y conocidos... la gente no solía molestarse en ir muy lejos para orinar por allí.
No recordaba haberse bañado en la vida, a no ser que fuese en verano en el río que corría cerca del pueblo. Pero había que tener cuidado, tampoco eso parecía gustarle mucho a los adultos. Esperaba escondido hasta que no había nadie, y entonces se metía en el agua e intentaba a duras penas lavar su jubón. Le llegaba por las rodillas, y tenía un color indefinido entre marrón y gris... En su día le había venido más largo, y no tenía agujeros, creía recordar, pero de eso hacía mucho tiempo...
Caminó por la calle con precaución, siempre mirando al suelo, sorteando los charcos y la gente que circulaba a su alrededor, esquivándolos para no chocarse con nadie. Su pelo largo, grasiento y enmarañado, le daba un aspecto a la vez fiero y frágil. Estaba plagado de ramitas, arena y piojos. Su cara pequeña, pecosa, sus ojos marrones verdosos y sus labios apretados eran todavía muy infantiles para distinguir claramente si era un niño o una niña.
Tampoco es que a nadie le importase demasiado su sexo, su suciedad o su destino. Recordaba levemente, porque era muy pequeñito, el día que murió su padre. Intentó, como cada mañana, despertarle para que pusiese en marcha el molino. Pero ese día no se despertó, ya estaba tieso como un palo. Él no comprendió muy bien qué pasaba, aunque en el pueblo la muerte era algo que aceptabas desde muy pequeño, pero era su padre...y salió despacio del molino que era su casa, caminó hasta el pueblo hasta que encontró a una mujer, cargada con un gran cubo de agua, y le dijo: "Mi padre no se despierta...". Después de eso no se acordaba de mucho. Sólo que su padre estaba muerto –eso le dijeron- y que su nueva casa era ahora la de sus tíos, ya no podía volver al molino.
Tampoco era tan malo, pero sus tíos no eran su padre, sus tíos le cuidaron, le dieron de comer, pero un día no volvieron a casa y volvió a quedarse sólo... A veces, difusamente, pensaba que quizás él era la razón de que toda su familia muriese o desapareciese. A lo mejor era muy feo, o muy malo, y nadie le quería tener como hijo y se morían. Él no recordaba haber sido malo... pero los adultos eran así, ellos veían cosas que él no comprendía ni quería comprender. Por lo menos, se decía, ya no tengo más familia, así que puedo estar tranquilo, nadie más tiene que morir.
Iba tan atento a los charcos que casi le atropella el carro del herrero, que venía bien cargado de paja para los burros. Lo sorteó en el último segundo y se escabulló entre dos chozas, saliendo del pueblo como pudo. Cerca estaba el linde del bosque, pero le daba un poco de miedo, el día estaba nublado y sólo de pensar en entrar ahí, con esos árboles altos y musgosos, y el suelo lleno de raíces que salían de la tierra como dedos enormes de algún gigante enterrado en el suelo, dispuestos a convertirse en garras en cuanto él pasase por su lado, y atraparle por un pie, y llevarle ahí debajo, con ellos, para siempre, en el bosque oscuro... Era mejor no acercarse demasiado, no.
Miró a su alrededor, precavido, asegurándose de que no había nadie alrededor que pudiese verle. Cuando comprobó que estaba sólo buscó debajo de su jubón. Contempló el tesoro que el viejo panadero le había dado: un pequeño trozo de pan. No era grande, pero no estaba duro, ni lleno de hollín como los que la gente solía tirarle en la calle, como si fuese un perro. El viejo se lo había dado con una sonrisa en los ojos, diciéndole: "Corre, corre, esconde esto... ¡corre, antes de que te lo quiten!".
Cogió su pan con ambas manos, mirándolo, dándole vueltas, casi sin creerse que estaba ahí, que era real. Lo acercó a su nariz para olerlo y su estómago empezó a protestar, no había comido nada desde el día anterior, y fueron unos tristes nabos que encontró cerca del río...
Estaba deleitándose en el olor y el peso del pan en sus manos cuando el sol salió entre las nubes, dándole de lleno en la cabeza agachada y la espalda. Uff... cerró los ojos deprisa, pensando rápido que no tenía que pensar en nada. Disfrutando el momento de soledad, de olor a pan, del calor en su nuca y de felicidad y libertad absoluta. Sintiéndose pleno, único en el mundo, sin preocupaciones, sin problemas, sin suciedad y sin necesidades.
Allá todo el mundo con sus prisas, con sus patadas y con sus gritos. Allá los adultos con sus mulos renqueantes, con su mal humor y sus despensas llenas. Él era feliz, aquí y ahora. Y nada más importaba ni existía.
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