José se levantó temprano como todos los días. No existe razón banal para que falte a su trabajo. Se sirvió su café, pues sin él no puede comenzar su día. Dos de azúcar. Esa es la medida. Al salir de su casa, siempre revisa hasta tres veces que esté bien cerrada la puerta. Saludó a su vecina:
-¿Todo está bien?
-Ya todo está mejor. Él se ha ido y no ha vuelto a molestarme- le responde ésta.
- Si necesita ayuda, no dude en llamarme- se despide.
- Gracias. Lo tomaré en cuenta.
José va caminando hacia su trabajo mientras recuerda el suceso de anoche. Tuvo que intervenir. No podía permitir que el hombre alcoholizado que estaba con su vecina la golpeara. Y eso hubiera hecho por cualquiera.
Entró 10 minutos antes al salón de clases. Esperó ansiosamente a sus alumnos mientras revisaba los temas que verá ese día. En punto de la hora, ya todos sentados él comenzó a hablarles.
- Este cuadro que ven en la pantalla, se trata de La Caída de Ícaro. En el cuadro, se revela la leyenda griega del joven Ícaro quien volaba con sus alas de cera, creadas por su padre Dédalo. A medida que se fue acercando al Sol, las alas se derritieron y cayó al mar -dijo.
Comentaba a sus alumnos sobre el tema de la indolencia humana ante el sufrimiento de los demás, algo que refleja esa obra.
- Allí, apenas se ven los pies de Ícaro en el agua junto a un barco -continuó-. Y cerca de la escena se ve un pastor que cuida su rebaño. Un labrador aparece arando la tierra con la cabeza inclinada hacia el suelo y otros hombres pescando.
- Así pues -afirmaba mientras recorría el estrado de un lado a otro-, todos continúan con sus actividades cotidianas, sin mostrar preocupación alguna por Ícaro.
Al terminar su jornada matutina, se dirigió a su casa. Eran las cinco de la tarde, y sólo había caminado unas calles cuando, de repente, observó que un automóvil viejo y herrumbroso se detuvo. Salieron dos hombres gordos y sucios con unos tubos oxidados en las manos. Se acercaron a la vereda donde se encontraban unos niños de la calle; tomaron al más pequeño de ellos (alrededor de tres años de edad) y lo subieron al viejo Maverick amarillo en el que aguardaba una mujer gorda y desarreglada. Los demás niños trataron de impedir que se llevaran al chico, pero sus intentos se vieron frustrados ante los hombres grandulones, quienes los ahuyentaban con los pesados tubos.
Todo sucedió en escasos minutos. José no supo qué hacer. No sabía si debía intervenir. Ignoraba el motivo por el que se llevaron al infante, sin embargo, a él le pareció un robo. Miró a todas partes, esperando ver una patrulla o a los policías municipales, y ninguno había cerca. Estaba confundido, se sintió culpable por su actitud despreocupada, y recordó la clase de ese día.
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