Mundo de algodón

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Cada vez que el liquido cristalino hacia presencia dentro de su cuerpo se aseguraba que su pequeño hijo no estuviese cerca. Primero le ponía el trinquete a la puerta. Después miraba a través de la ventana para estar segura de que nadie estuviese cerca. Por último se sentaba en una esquina del frio suelo. Entonces una vez que todo estaba listo estiraba su brazo y con la ayuda de la otra mano impulsaba a la aguja dentro de su pálida piel. El efecto primario era una relajación de músculos que le permitía cerrar los ojos y respirar con mayor facilidad. Luego un mundo hecho a base de motas de algodón le cubría el cuerpo provocando que se sintiese alejada del mundo real. Absolutamente todo quedaba atrás: El llanto de sus familiares, el olor a lejía, las horas que pasaba apegada contra su cama, las incontrolables ganas de vomitar cada vez que otra sustancia aun más dañina abría paso dentro de su cuerpo. Todo daba una vuelta en de ciento ochenta grados despidiéndose por un momento.

El efecto era transitorio. A veces era de unas horas, sin embargo, como ya se había hecho un poco más resistente a la sustancia las horas habían pasado a ser minutos. Unos fugaces sectores de tiempo que le permitían reposar su cuerpo ante el sufrimiento incontrolable que cada vez más pronto le asaltaba. Ya no eran dos veces a la semana que le hacía falta la sustancia sino que ahora era a lo menos dos veces por día. Tal situación prontamente le había alejado de su hijo más aun. También las ansias por sentir el efecto del liquido dentro de su cuerpo había provocado que no fuese tan precavida. Es decir, no se aseguraba de ponerle trinquete a la puerta, tampoco revisaba la ventana sino que su cuerpo urgía y se acercaba en un rictus tiritón hasta ese sector que había catalogado como la gloría. Entonces estando allí el liquido ingresaba de inmediato.

Escuchó como su hijo le llamaba detrás de la puerta. Y recordó que no le había puesto el trinquete a esta. Intentó ponerse de pie y no permitirle la pasaba sin embargo sus intrépidas ansias de niño pequeño fueron más vivaces. Un golpe sordo le avisó que el alguien había abierto la puerta. No fue necesario despegar el rostro de su brazo donde la aguja aun colgaba de su piel pues los gritos juguetones de su hijo le informaron quien era. Por ende, ya sin más retaguardia que una sonrisa le miró y le pidió que saliese un momento porque mami necesitaba arreglar un asunto. Sin embargo, cuando se propuso ponerse de pie un dolor agudo le atravesó la espalada y supo que el efecto había acabado. Precipitadamente unos pasos apurados provocaron que la madera crujiera y con el paso de estos una mujer vestida de blanco se abrió paso. Misma que la tomó desde el suelo y la llevó hasta su habitación asegurándose previamente de sacar la aguja de su piel.

La mujer vestida de blanco le acarició la desnuda cabeza. Y le miró.

-No-Musitó pues sabía que significaba esa mirada. Era la mirada de una enfermera. Abatida pero no así fuerte.

-Cariño-Le dijo la enfermera suavemente- Debes volver al tratamiento. La morfina ya no te está haciendo efecto. El cáncer ha avanzado muchísimo.

-No-Volvió a musitar y el mundo de algodón que segundos atrás le había envuelto quedó apartado porque un crudo dolor le envolvió el cuerpo por completo.


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