La escapada

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Tengo un problema.
Y cuando tengo un problema, mi cerebro se lanza inmediatamente a la búsqueda sistemática de una solución, que suele ser buena casi siempre. No es por nada, pero soy buena encontrando soluciones.
En este caso, la solución me fascina y me aterra a partes iguales, mientras espera escondida en una mochila pequeña, rosa, de aspecto inofensivo, junto con el resto de equipaje para el fin de semana que hemos planeado en la montaña.

Seguro que voy a necesitarla, por la advertencia que he recibido en un mensaje de texto esta mañana, "Te voy a hacer pedazos". Simplemente esa advertencia, cruda y sin adornos, que me ha tenido en un estado de extraña desazón toda la mañana, porque cuando dice algo así, lo cumple. Qué suerte.

Llega a buscarme y protesta, refunfuña y me lanza una mirada airada.

-Nos vamos un fin de semana al Cajón del Maipo, no tres meses al Himalaya -murmura cogiendo mi equipaje, mochila inofensiva incluida, y echándoselo a la espalda. Yo cojo mi bolso y mi parka, sin poder esconder mi entusiasmo.

El viaje no es demasiado largo, una hora y media de ascenso en coche enfrentando Los Andes, que se hace corta poniéndonos al día del trabajo de la semana, escuchando música y disfrutando de la caída de la noche. Se nota la altura en los oídos y en el termómetro, que marca tan solo cuatro grados.

-¡Qué frio! -me estremezco de sólo pensar en salir al exterior.

-Ya te mantendré yo bien caliente -me asegura él, nuevamente escondiendo en su tono una amenaza velada.

El coche discurre por una pista de tierra, llena de baches y una cerca de alambre de púas, bastante deteriorada, nos impide el paso.

-¿A dónde me estás llevando? -pregunto suspicaz, cuando entra aterido de frío, frotándose las manos y resoplando tras abrir la puerta. No contesta, sólo sonríe, mete la mano entre mis muslos para calentarla y sigue conduciendo. Odio que haga eso, yo necesito respuestas y me dedico a bombardearlo con preguntas sobre el lugar que él pelotea como puede, ¿A qué viene tanto misterio?

Seguimos dando tumbos por un camino aun peor hasta que de pronto, aparece una avenida de álamos temblones y la carretera mejora ostensiblemente. Por unos segundos, las luces largas iluminan las hojas amarillas, rojizas y marrones, para después volver a respetar la oscuridad de la noche. Aparcamos junto a un par de coches, un tractor y una camioneta desvencijada y observo con curiosidad la casa revestida en piedra, que emite una luz cálida por la puerta de entrada. Las contraventanas, de madera, están cerradas a cal y canto y aportan cierto aura de misterio.

Dentro, la casa es maravillosa. El revestimiento de piedra es diferente en el interior, más pulida, menos rústica. Gruesas alfombras de lana cubren el suelo de madera que cruje con nuestros pasos, y la chimenea del salón invita a compartir en los mullidos sofás.

-Es precioso -murmuro de manera casi inaudible, pero él está atento.

-Espera a ver la habitación, -me dice en tono cómplice. Eso hace que me mueva, intrigada, por el estrecho pasillo.

Subimos al piso superior por una escalera de madera siguiendo al dueño de la casa, que por fin abre una pesada puerta tallada. No puedo evitar dar saltitos como una niña pequeña, y veo de reojo cómo él sonríe. Sabía que me iba a gustar.

Nuestro anfitrión intuye las ganas que tenemos de quedarnos solos y nos da un pequeño tour informativo: el baño con hidromasaje, la habitación con cama king size, el pequeño salón con chimenea propia y la posibilidad de prepararnos un té o un café en la minúscula cocina. Nos da veinte minutos para que estemos en la mesa y él protesta, pero yo lo mando callar. Son más de las once de la noche y nos han estado esperando.

-Me voy a echar un rato, estoy roto -me avisa, quitándose los zapatos y tendiéndose en la cama. Su gruñido osuno de satisfacción me hace reír y a los pocos minutos está durmiendo.

Aprovecho de ordenar el equipaje, quitando de en medio bolsas y maletas, y colgando los vestidos que pese a estar perdidos en la montaña, mi coquetería se ha empeñado en incluir. Levanto mi maleta y la mochila inofensiva cae provocando un estruendo metálico, totalmente desproporcionado a su aspecto. Miro de reojo al bello durmiente, que se mueve en sueños, y la guardo en el armario. Por ahora, no la necesito.

Me cambio rápidamente, ya han pasado los veinte minutos pero no tengo el coraje para despertarlo. Durante la semana, duerme poco y mal. Elijo mi vestido de punto azul marino sobre el conjunto de encaje también azul, medias incluidas. Un fular en tonos grises y unos salones de tacón. Una cena es una cena.

Me siento al borde de la cama y froto la yema de mis dedos contra su mentón.

-Hay que bajar a cenar, grandullón -anuncio en voz baja. Él se despereza y tarda en enfocar su mirada azul en mí.

-No me gusta que te tapes el cuello -protesta con la voz rasposa, aún atenazada por el sueño y deslizando el fular lentamente sobre una de mis clavículas. Sus dedos expertos siguen el mismo camino después. Yo los aprieto en mi mano, frenando su avance hacia mis pechos.

-Venga, vamos a cenar.

La mesa, al lado de la enorme chimenea y junto a una ventana que da hacia las montañas, nos invita a sentarnos y comer con apetito. Machas a la parmesana, lomo a la brasa y un buen merlot. Compartimos confidencias y risas y tras el postre, huimos de allí robando las dos copas y lo que queda de la botella de vino. Nadie presencia nuestra travesura pero nosotros corremos como niños hacia la habitación.

La soluciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora