La escritora tamborileó los dedos en el escritorio blanco; este se encontraba frente a la ventana que daba al patio trasero de su casa. Pasó el dedo por el mueble y comprobó que no lo habían limpiado. Fue a la cocina en busca de un trapo húmedo.
―Tengo que limpiar esta casa mugrienta yo misma ―se repetía con rabia, ya que todos los días pagaba a una señora para que limpiara y sin embargo, la casa se encontraba igual.
Limpió con cuidado el escritorio, tomándose su tiempo, retrasando cada segundo.
Esta vez le estaba costando. Con sus anteriores libros, las ideas habían surgido sin ningún problema. No había necesitado mayor concentración para sus novelas, ni para empezarlas, desarrollarlas o terminarlas. Y esta falta de esfuerzo era lo que impedía su éxito. Al menos, eso era lo que pensaba.
Nadie podía negar su talento, porque no era nada más que la verdad. Escribía con una narrativa decente, el argumento era creíble y el desarrollo del tema estaba prolijamente planificado. El problema radicaba en que no ponía la esencia de su alma, no sentía, ni intentaba sentir sus historias. Y eso se traducía en las novelas. Por esa causa, si bien era admirada por la escritura, no muchos leían sus novelas más de una vez, porque no lograba conmover a nadie.
Así había sucedido los últimos diez años, desde que publicó su primera obra, hasta ese día.
Diez años, nueve novelas, dos casas, un departamento, miles de supuestos fanáticos, un marido trabajador que la quería. No se quejaba, es más, se sentía satisfecha, plena y feliz. Trabajaba de lo que le gustaba, no todos podían decir lo mismo. Sí, quizás no tenía el éxito previsto, pero no era eso lo que más le importaba. Su único lamento siempre había sido su escritura, no por sus colegas, su editorial, o sus fanáticos, sino porque a ella misma le molestaba. Pero no sabía exactamente qué era lo que le faltaba y nadie le daba una crítica constructiva.
Quería escribir algo que importara, algo que tuviera un significado especial, y eso se lo expresaba a su marido, que también era su mejor amigo y estaba siempre dispuesto a ayudarla, a escucharla.
En fin, a esa rutina se había acostumbrado. Pero ese décimo año y décima novela algo había cambiado. No venía a su mente ninguna idea que sirviera para escribir un libro. Y eso la molestaba muchísimo, odiaba los bloqueos. Por esta razón retrasaba el horario de escritura―desde las nueve de la mañana hasta las doce, y luego retomaba de las tres hasta las seis de la tarde―para dedicarse a banalidades y distraerse de la rabia y el fastidio que sentía por tener un bloqueo.
―Necesito una inspiración― murmuraba en voz baja mientras iba a la cocina a lavar el trapo. Cambió la lista de reproducción, a una lenta sin letras, para relajarse. Se sentó en el sofá del living, respiró profundamente y con los ojos cerrados, esperó.
Y esperó.
Y esperó.
Finalmente, perdió la paciencia y salió disparada al comedor. Empezó a dar vueltas alrededor de una mesa, sin darse cuenta de que el mantel de la misma, se había enganchado en el cinturón de su pantalón y se estaba deslizando junto con las fuentes de porcelana que había sobre él.
Entonces sucedió.
La vajilla se estrelló contra el suelo y se rompió en pequeños pedazos. Siempre había reprendido al marido, para que tuviera cuidado con ésta, ya que era su preferida. Pero en ese instante no estaba pensando en la porcelana. El ruido atronador de la vajilla rompiéndose la había enfrascado en su propio embotamiento. Miró los trozos esparcidos en el suelo, como si se encontrara en trance, totalmente fuera de sí. Se agachó para observar de cerca el desastre.
Una frase, un recuerdo, una persona vino a su mente.
Risas, conversaciones y bailes se reprodujeron a la velocidad de la luz en su mente y la escritora sufrió un escalofrío, tan pero tan profundo que su cuerpo se estremeció durante largos instantes y se le puso la piel de gallina.
Corrió hasta su escritorio y se sentó precipitadamente frente a él, en su silla acolchonada. Observó su computadora con detenimiento, como si esperara que el aparato comenzara una conversación.
―¿Cómo empiezo? ¿Cómo empiezo? ¿Cómo empiezo?
Cerró los ojos hasta llegó una idea de cómo iniciarlo.
Circunscribiendo las fronteras de su memoria y evocando imágenes, abrió los ojos, exaltada y comenzó a mecanografiar en la notebook.
La escritora tenía que concentrarse y tomarse su tiempo para pegar los trozos rotos de ese pasado turbulento, del que ella había sido partícipe y en parte testigo. Sabía que los detalles se olvidaban y que si no se apresuraba a ponerlos en papel, el tiempo terminaría por borrarlos por completo.
Escribió unas cuantas oraciones. Pero luego de tipear las últimas palabras, dejó de escribir y arrugó la frente durante unos instantes, consumida por la preocupación y la tristeza. Releyó los párrafos y los borró enseguida.
―No―dijo para sí misma.
―No, ¿qué? ―respondió uno de sus recuerdos, que había aparecido delante de su persona. Ella la observaba y esa mirada era tan intensa que era capaz de atravesar las paredes.
―No puedo hacerlo― le contestó la escritora al recuerdo―no puedo profanar tu vida.
―¿Alguna vez escuchaste el dicho "los escritores se benefician de la adversidad"?―retrucó el recuerdo, insistente.
―Sí― susurró la escritora con desgano.
―Entonces no me rompas la paciencia y hacelo―reprochó el recuerdo. Los ojos de la escritora brillaron por las lágrimas, decididas a abrirse paso.
"Ese día estaba lloviendo y Sofía golpeó la pelota de básquet contra la pared del inquilino. Sabía que no se encontraba en su casa y por lo tanto no se molestaría con los revotes de la misma.
La lluvia era refrescante y calmaba sus frágiles nervios. Había discutido con su madre porque no la dejaba quedarse a dormir en casa de sus amigas. A veces se enervaba con la neurosis de esa mujer, que primero la instaba a hacer alguna cosa, pero cuando Sofía le hacía caso, cambiaba de opinión y la desanimaba de la tarea. Por ejemplo, con el tema de las amistades.
―Me molestó durante meses para que tuviera amigas....―se quejaba mientras picaba la pelota―ahora que las tengo, no me deja salir nunca con ellas. Al final no sabes qué hacer para tenerla contenta...
Su hermana mayor salió con el paraguas. Se paró a su lado, sin abrir la boca.
―No voy a pedir perdón―se adelantó Sofía―yo no hice nada malo...―la sonrisa en el rostro de su hermana hizo que se interrumpiera y pusiera cara de perro. Pero solo consiguió que su hermana riera a carcajadas como una loca―¡¿Qué?!
―Tu cara, es graciosísima―explicó riendo.
Sofía se enojó más allá de la locura, pero empezó a reírse de ella misma. Había aprendido que la mejor manera de combatir las burlas, era la risa propia. Funcionó, su hermana calló.
―Vamos arriba, ya fue―dijo Sofía, rindiéndose.
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Un Final Para Mi Recuerdo
Short StoryUna frase, un recuerdo, una persona vino a su mente. No todo era feliz en la vida, y ella lo sabía por experiencia. ... (Aclaración: La historia está compuesta por dos relatos. El de la escritora esta con la letra normal y la novela que ella escribe...