Salía el sol por las montañas y Amanda ya llevaba media hora con el cuerpo en levante. Su desayuno favorito eran las tostadas con mermelada de fresa, era una adicción que heredó de familia, y un vaso de leche fría. Al terminar el desayuno, se dirigió a coger su abrigo, sus guantes, bufanda y gorro a juego, cogió un pequeño monedero de lo alto de la encimera y lo guardó cuidadosamente en el bolsillo de su pantalón.
Amanda no era una niña que llamase mucho la atención, por así decirlo, era una niña rara, siempre vestía con botas, medias color carne, una falda azul muy coqueta, una blusa morada, un collar con el símbolo de la paz y siempre se abrigaba con un chaquetón rojo que le llegaba hasta las rodillas, un gorro blanco y unos guantes y bufanda a juego. Su pelo era de color negro y ondulado, le llegaba por la mitad de la espalda, era morena de piel y le hacían a juego sus brillantes ojos color marrón. Era bajita en comparación con el resto de su familia, todos pertenecían a una familia con "genes de gigante", afirmaba Amanda.
Se despidió de Rufus, su gato pardo, cogió una mochila de cuero marrón que estaba en la entrada, justo al lado de la puerta, y las llaves, abrió la puerta y salió a la calle. Paseando por el centro, Amanda veía todo tipo de tiendas a cada lado de la calle, ninguna desataba su interés, todas eran iguales; zapatos, ropa, ópticas, alguna que otra farmacia... Y de las personas lo mismo, ninguna llamaba su atención, también sería porque Amanda pasaba desapercibida por todos lado por el que pasaba, muchas veces se frustraba y pensaba si alguien la veía o algo, porque casi nunca la veían pasar y la pisaban o la golpeaban con alguna extremidad al pasar al lado de ella.
Cuando estaba a punto de darse por aburrida, Amanda vio algo que le llenó la mente de luces y colores aleatorios y embobada se dirigió hacia allí, hacia ese lugar que le había encandilado por completo. Era una tiendecita al final de la calle, era muy coqueta y a la vez siniestra puesto que era muy estrecha y con colores vivos. Amanda sintiéndose atraída por aquella tiendecita entró sin demora ninguna, al entrar, se quedó fascinada por cada una de aquellas estanterías que había empotradas contra la pared de aquella tiendecita y eran nada más y nada menos que magdalenas, magdalenas de todos los tamaños y sabores, Amanda estaba alucinando, no cabía en sí misma que tal cosa pudiese existir. Rosas, azules, amarillas, violetas, verdes, con relleno, sin relleno, había de todo tipo, por su cabeza pasaban muchas cosas de una sola vez, cuando todo parecía perfecto e inalcanzable, vio el premio gordo, la reina de las magdalenas, la magdalena perfecta.
Dirigiéndose hacia el mostrador, no paraba de mirar esa asombrosa magdalena, cuando llegó intentó llamar la atención de la mujer del mostrador, pero no hacía ni caso.
- Ejem...- carraspeó.- ¿Puede decirme el precio de esa magdalena, por favor?
Inclinándose hacia adelante, la señora le indicó: seis mil.
Alucinada, respondió: ¿seis mil euros?
La señora, sin gesticular palabra, asintió, la miró de reojo y siguió leyendo una revista de cotilleos amorosos. Retirándose muy decepcionada del mostrador, miró a la magdalena y se le ocurrieron muchas formas ingeniosas de conseguirla; pero, sin embargo, lo único que hizo fue a darse un rodeo por la tienda para que nadie sospechase de ella y cuando nadie se lo esperó ¡zas! Agarró fuertemente la magdalena entre sus manos y salió disparada de aquella tiendecita. Sin mirar atrás esquivaba a la gente para no tropezar ni caerse con nadie y sobre todo, para no perder esa increíble magdalena.
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El increíble pero cierto caso de la niña que robaba magdalenas.
Adventure¿Qué podría salir mal de robar una magdalena? Amanda se verá involucrada en una aventura un tanto agridulce al descubrir un mundo que ni sabía que existía.