Volver a vivir

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Algunas personas creen que los sueños son la puerta a otro mundo, otras especulan que son el reflejo de nuestros mayores deseos y anhelos. Suponen que la vida es el mundo irreal del ser humano y los sueños son la realidad. Piensan que cuando una persona muere en realidad está naciendo, que apenas comienza a vivir. Mi padre decía que quien muere en un sueño nunca vuelve a despertar, que sólo el alma de una persona puede estar entre ambos mundos. Morir en el mundo de los sueños, es morir en el mundo real.

Hubo un tiempo en el que creí todas aquellas anécdotas, crecí con la idea de que algún día encontraría respuesta a todas mis dudas, y que al fin comprendería todas esas cosas que me inquietaban. Pero el tiempo pasó; y con él, todo el mundo de fantasías que un día creí se desmoronó sin dejar rastro.

Mi padre era el único familiar que tenía, la única persona que me importaba y amaba, el ímpetu con el que vivía lo mantenía firme y positivo ante todas las adversidades. No fue fácil para él criar una niña sin la ayuda de su esposa. Fue un dolor inmenso perder a la mujer que amaba al mismo tiempo que daba luz a su hija. Tampoco fue sencillo para mí crecer sin el amor y los consejos de una madre, aun así, mi padre supo sacarnos adelante sin el apoyo de nadie. Pero un sufrimiento tan grande siempre deja estragos amargos, cicatrices que nunca se cierran, un vacío gigantesco que va consumiendo la vida de una persona.

La mañana era muy cálida y el sol resplandecía. Todo pintaba para ser un día perfecto. Mi padre preparó el desayuno y después me llevó a la escuela como de costumbre. Al despedirse pronunció las palabras que jamás olvidaría.

— Elena, nunca pierdas la alegría que tiene tu rostro, ese brillo que ilumina tus ojos y la esperanza para creer en aquellas cosas que parecen imposibles.

De momento no entendí lo que trataba de decirme, las palabras yacían en mi boca sin intenciones de salir, atrapadas como un prisionero en un calabozo oscuro y sin escapatoria, provocando un silencio dominante. Después, sólo me abrazo y al despedirse lo miraba partir caminando por la calle, con la cara viendo al cielo sonriendo, las manos en sus bolsillos y la espalda completamente erguida. Jamás imaginé que ese abrazo sería el último que nos daríamos y esas palabras las últimas que me diría. La vida me jugaba una cruel broma, en la mañana miraba a mi padre completamente sano y en la tarde lo veía postrado en un ataúd sin vida a causa de un derrame cerebral.

Tarde o temprano el sufrimiento se vuelve una carga tan pesada que ya no se puede levantar, por muy fuerte que sea una persona, llega el momento en que se queda sin fuerza. Incluso la roca más grande termina cediendo ante el brío del aire y se convierte en polvo. Gran ironía de la vida, ninguna persona sabe sus límites hasta que los rebasa y muere. Nunca vive para conocerlos.

La noticia se divulgaba y algunos vecinos mostraban lastima ante mi situación, creían entender por lo que estaba pasando pero no sentían el mismo dolor que yo. El panorama se pintaba cruel, una niña de solo 12 años quedaba huérfana sin ningún familiar que se hiciera responsable de ella. No tardó más que unas semanas para que me llevaran a un orfanato. Al cabo de un mes, una pareja se interesó en mí y optaron por adoptarme. El destino parecía estar a mi favor, tuve la suerte de ser adoptada por buenas personas que me brindaron todo, casa, alimento, estudio, amor y a pesar de ello, sentía que no tenía nada.

Pasó el tiempo. Terminé la carrera de medico cirujano en una de las mejores universidades y continúe mis estudios hasta tener un doctorado. Las últimas palabras de mi padre siempre retumbaban en mis oídos recordándome que creyera en lo imposible, y las utilizaba como incentivo para superarme a diario. Me convertí en la doctora más importante y reconocida de todo el país. Tenía todo lo que cualquier persona anhela, fama, dinero, pero nada en esta vida podía llenar el enorme vacío que sentía. Mi cuerpo vivía, pero mi alma estaba muerta.

Una noche al llegar del trabajo, abrí una botella de whisky, por primera vez probaba el sabor del alcohol sintiendo sus alucinantes efectos. Perdí la compostura de dama bien portada, que no mostraba emoción ni sentimiento alguno y comencé a llorar gritando insolencias a la nada. Me acerqué a la ventana y observé el cielo oscuro que marcaba la noche. ¡De pronto! pude divisar el brillo fugaz de una estrella que se desvanecía de inmediato. Me reí al recordar mis viejas creencias, pero puse a prueba su veracidad pidiendo un deseo. Ahogada entre los efectos del alcohol, me recosté en mi cama y perdí el conocimiento.

La luz del sol apuntaba directa a mis ojos, informándome que era de día, la cabeza aún me daba vueltas. Por fortuna no iría a trabajar, así que me quedé acostada en la cama hasta que un ruido en la cocina me hizo sobresaltar. Me levanté y me dirigí de inmediato descalza, sosteniendo un zapato con la mano. El ruido se hacía más claro, era obvio que alguien estaba en mi cocina,  mis piernas comenzaban a temblar de miedo con cada paso que daba, pero seguían moviéndose. Me asomé y de reojo vi la figura de un hombre. De inmediato lancé el zapato con todas mis fuerzas, tomé lo primero que encontré y lo estrellé en la cabeza del sujeto.

— ¡Ay! ¿Qué te sucede hija? ¿Por qué me golpeas? — Dijo tras haberlo sacudido con un sartén.

¡Era él! ¡Mi padre! No podía creerlo. Tardé un par de minutos en asimilar la situación y después comencé a llorar.

— ¿Pero qué te pasa Elena? Por qué lloras, si has sido tú quien me ha golpeado.

— No lo entiendes, cómo es posible que estés aquí si tú... — Dudé en contestar.

— Estás muy extraña hija, ven, siéntate, vamos a platicar.

No lograba comprender qué estaba pasando, pero la emoción de ver a mi padre de nuevo me hacía inmensamente feliz. Pasamos horas platicando, no podía quitar la mirada de su rostro, era exactamente igual. No me explicaba por qué de repente yo tenía nuevamente 12 años. Mi apariencia era de niña pero mi mente seguía consiente que yo era una mujer de 39 años. Fuera lo que fuera, mi deseo se había cumplido, ver a mi padre de nuevo era todo lo que quería en la vida.

Salimos a la calle a caminar. El día se pintaba maravilloso, pero seguía sin entender muchas cosas. Al ver mi reflejo me veía joven como cuando era niña, pero mi sombra demostraba la mujer adulta que ya soy. La tarde parecía interminable, pasamos el tiempo comiendo helado, yendo al cine y jugando en los juegos del parque. Creí que habían transcurrido muchas horas, sin embargo, la luz del sol no se ocultaba ni un poco. No cabía la menor duda, era el mejor momento de toda mi vida. Ni toda la riqueza se comparaba con la idea de tener a mi padre de regreso. Cualquiera que haya sido la razón de lo ocurrido, el deseo que pedí a aquella estrella estaba hecho. Volvía a vivir.

De pronto, la luz del atardecer parecía pintarse de un color rojizo, el juego de luces era perfecto, en el aire se podía respirar una tranquilidad acogedora y la compañía de mi padre lo hacía aún mejor.

— Querida hija. No había notado cuanto haz crecido. Te has quedado muy callada ¿Qué te ocurre?

— No sabes cuanto te extrañé, no te imaginas cuantas veces quise volver a verte y decirte tantas cosas, repetirte mil veces que te amaba y estaba orgullosa de ti. Poder responder a aquello que me dijiste la última vez y que callé mientras sólo te vi partir mirando el cielo.

— No necesitabas decirlo, yo lo sabía y por eso miraba el cielo, porque agradecía el tenerte como hija. Pero tenía una duda. Dime ¿Eres feliz?

— Ahora soy feliz porque estás conmigo— contesté sonriendo.

— Elena, yo siempre he estado contigo y seguiré estando junto a ti mientras sigas creyendo. ¡Pronto, abrázame hija! — Exclamo efusivamente cortando al instante la conversación.

— ¿Cuál es la prisa padre? — Respondí jovial.

— Estás a punto de despertar.


Palabras del autor

No me queda nada, y no me refiero a lo material. No me queda amor ni esperanza, tan sólo tengo mis cuentos, mi soledad y las cenizas de lo que una vez fueron mis sentimientos. 

No sé si tengo talento, no sé si alguna vez alguien llegue a leer lo que escribo y le guste. Pero si un día una persona extraviada llega a este lugar y los lee, comprenderá el dolor de mis letras y hablará de ellas.

Después de todo, un escritor vive hasta que sus letras desaparecen. Yo anhelo que las mías perduren por siempre. 

  —  Edward Jiar

Cuentos con sabor amargoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora