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Hacía un día soleado y caluroso, que invitaba a la siesta y al buen humor. Los gatos se estiraban perezosos, y las chicharras llenaban de vida el ambiente. Will caminaba sin prisa, dejando atrás las últimas casas del pueblo y saludando con un gesto a los vecinos que se relajaban en el porche. La gravilla del camino crujía agradablemente a su paso, y él tarareaba una melodía sin darse cuenta. Desde que Iris había vuelto, todo le resultaba más alegre y sencillo.

Iris, por su parte, había llegado hacía ya rato al punto de encuentro, y no había tardado en encontrar una interesante distracción mientras esperaba a su amigo. Para cuando Will llegó, casi veinte minutos después, ella estaba encaramada a las ramas de un viejo árbol, y se inclinaba peligrosamente buscando las moras más grandes en los arbustos que tenía debajo. Su trenza rubia se balanceaba al compás de sus movimientos.

-¡Tardón!-Le gritó sin volverse, sujetándose con un brazo a la rama que la sostenía.

-¿Son moras?-Preguntó el chico sin molestarse en disculparse. Sabía de sobra que Iris no estaba molesta.

Ella bajó del árbol de un salto. Asintió con la cabeza y le dedicó una sonrisa radiante que a Will le pareció encantadora. Le ofreció un puñado de frutos recién cogidos y echó a andar.

Él le devolvió la sonrisa -el entusiasmo de Iris siempre había sido contagioso-, se metió uno en la boca y lo saboreó. Estaba delicioso.

Caminaron durante un rato, conversando con la confianza y la facilidad de quienes han crecido juntos. Reían con frecuencia, y sus miradas se cruzaban a menudo. Eran jóvenes y estaban llenos de energía.

Finalmente, llevados por la costumbre, sus pasos les llevaron al río. Amodorrados por la merienda y el calor, se quitaron los zapatos y se sentaron en una piedra a la orilla, dejando que el agua les mojase los pies.

Aquel arroyo que pasaba cerca del pueblo había sido el santuario de Iris y Will desde que tenían memoria. Era el lugar más hermoso que ambos habían visto jamás. Quizás se debía a la belleza natural del lugar, a sus pozas transparentes y rebosantes de vida, a las pequeñas cascadas que caían cada pocos metros o a los frondosos árboles que se alimentaban de su agua pura. Quizás era simplemente porque aquel río los había visto crecer. El arroyo había sido testigo de como, primero acompañados de sus padres y más tarde los dos solos, construían su amistad y formaban sus personalidades. Allí habían tenido lugar sus primeros juegos, sus primeras aventuras en bosques encantados, sus primeras discusiones y las posteriores reconciliaciones. También las amargas lágrimas que los dos derramaron a escondidas los días previos a la partida de Iris.

Aquellos momentos que pasaron junto al río aquel día fueron muy importantes para los dos. Para Will supusieron la aceptación definitiva del regreso de Iris. Solo mientras la miraba sentada junto a él, con los ojos cerrados y los labios curvados en una leve sonrisa, se atrevió a creer que realmente había vuelto. Él no había visitado el río con frecuencia mientras ella estuvo fuera. Temía contagiar aquel lugar con su tristeza; no quería que los recuerdos dolorosos empañaran la felicidad vivida allí. Afortunadamente, no había sido así.

Para Iris volver a aquel lugar mágico en el que sentía que nada malo pudiera suceder fue como un bálsamo para su añoranza. Se reencontró con cientos de recuerdos felices, con fragmentos de su vida que había creído perdidos. Se la notaba emocionada, porque al fin se sentía en casa. Su refugio no había cambiado en absoluto, y eso la tranquilizaba. Pensó también en Will, y en lo mucho que se asustó el día que a ella se le ocurrió hacerse la muerta tras saltar al río. Siempre había sido inocente. También tranquilo y sereno, pero aquella vez realmente se enfadó. Recordó la mezcla de ternura y arrepentimiento que la invadió al comprender lo pesada que había sido su broma y la preocupación que había invadido al chico, y el abrazo sincero y cálido que siguió a la pelea.

Día de veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora