La dama de marrón

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Al final de una calle sin salida, en una tiendita pequeña y mal alumbrada, Margarita Jídor vendía sueños enfrascados a precios sin lógica. Los había adquirido en esas horas derretidas en las que hacía de llorona por el cementerio municipal y por las calles. Después de lagrimear, se acercaba a los familiares con cara de engrudo y les mostraba un tarro con la etiqueta de «Sueños rotos», en el que los quisieran dar sus sueños escupían. No buscaba ganarse la vida de ese modo, sino que le ponía en cierto modo contento ver todos los frascos colocados pasivamente en las estanterías, con sus bichitos luminosos pululando en el interior.

Un día de marzo, mientras cosía etiquetas, sintió notas de piano gotear desde su techo. Era la tercera vez durante la semana que ocurría. Subió hasta el 2º y tocó la puerta A. Le atendió un muchacho moreno y corpulento, una especie de ronso.

–Joven, revise las tuberías, que sus melodías baratas se escapan a borbotones.

–¡Julio, una mujer quiere hablar contigo!

Las notas dejaron de espolvorearse. Apareció desde el salón un chico rubio, con la piel manchada de ronchas, rellenito y mal vestido. A Margarita le recordaba a una nube rechoncha, blanquecina y llena de truenos. Le respondió con una voz grave, taladradora de paredes.

–¿Hay algún problema, siño–, digo, señora?

–Sí, se me está inundando la tienda, y me gustaría vivir seco a ser posible.

–Es de la tienda de abajo, ¿cierto? ¿Le molesta tener banda sonora de fondo? A los clientes les suelen gustar esas cosas.

–No tengo clientes nunca.

–Pues quizá la música le ayude a vender.

–No quiero vender nada.

–¿Entonces qué hace ahí todo el día?

–Intentar no brillar.

El muchacho se rascó la cabeza.

–Bueno, pues verá: tengo un incendio en unos pocos días y no me queda de otra que practicar como lluvia.

–Pues modérese igualmente o llamaré a los municipales –dijo Margarita mientras se largaba escaleras abajo.

–Qué mala ostia, ¿no? –comentó el muchacho moreno.

–Se habrá tomado el colacao muy rápido.

***

En medio de una pradera gigantesca, sentada sobre una roca grande y redonda, Margarita Jídor pinta pájaros que vuelan lejos de casa y mancha sus nidos con negro para que no vuelvan jamás. Después de un rato de haberse quedado muda porque se le acabara el negro, se limpia el trasero y camina pendiente abajo hacia el pueblo. En el puentecillo verdoso se encuentra con Juan José Santapaciencia e intenta evadirlo, pero el puente, con cara pícara, adelgaza y los acerca.

–Buenos días, Marga –saluda Juan José.

–Vaya, ¿cómo es que aún no te has marchado a la ciudad? Si te quedas más tiempo, te vas a secar y te confundirán con el trigo. Además, los brillitos no te durarán por siempre –deja en el aire Margarita con sensación enciclopédica.

–Pero eres tú la que...

–Arriésgate, si hagas lo que hagas tienes asegurada la fortuna.

–Pero que, Marga, quiero que tú...

–Mejor no hablemos de brillar.

En aquel pueblo la gente brillaba cuando iba a tener suerte en un futuro cercano, y durante un día al año, normalmente cuando las Lágrimas de Lorenzo, brillaban por las cosas de las que se habían arrepentido en su vida. Entonces todo el pueblo se iba a las colinas del norte y bailaban bajo el cielo estrellado para fomentar la hermandad astral. Margarita Jídor, sin embargo, desde pequeño supo que él nunca brillaba por la suerte, sino siempre por el arrepentimiento. Hasta el más mínimo. En su casa ni usaban electricidad gracias a él. En esas noches de fiesta astral tarareaba en voz baja alegremente: "Somos todos iguais nesta noite".

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