Justicia

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Al llegar a casa lo primero que hago es quitarme los zapatos, cambiarme de ropa, hacer la comida y finalmente encender el televisor; pero hoy todo fue distinto. Al llegar a casa encendí el televisor para conocer la respuesta a lo que había estado dándole vueltas durante todo el día, al rato me quede dormida en el sofá, sin todavía saber todo el final. Al despertar, me encontraba en una sala desconocida. Delante de mí había un hombre alto, un poco gordo, con una toga, sentado en el estrado. A mi lado tenía a un hombre con gafas, vestido con un traje de seda italiana. Al otro lado, lo tenía a él con su peinado de siempre, con un traje hecho a medida y, como no, en su cara había esa sonrisa que tanto me gustaba, me estaba mirando con sus ojos verde claro, y con su mirada me decía “todo va a salir bien”.

Hacía solo cinco meses  que nos conocíamos pero sabía, desde el primero instante en que lo miré, que él era el amor que siempre había esperado.

Fue un 12 de febrero, uno de esos días fríos de invierno. Yo estaba comprando unos regalos cuando resbalé  en medio de un callejón y se me cayeron todas las bolsas. Al ir a recogerlas oí de repente un ruido detrás de mí, me giré y vi a dos hombre altos, robustos y con una imagen poco fiable, que me ofrecieron su ayuda; a pesar de haberlos visto muy extraños decidí aceptarla.

Al recoger todas las cosas me fui otra vez a las calles principales, pero aún así tenía la sensación de que me seguía, aunque decidí no hacer caso de mis miedos. Seguí andando hasta llegar a mi casa pero, al ira a cerrar la puerta, escuché detrás de mí una voz que me dijo: “Perdón, pero me parece que se la ha caído esto”. Me giré y lo vi. Llevaba unos tejanos, unas zapatillas deportivas y una camisa negra, y en su cara lucía esa sonrisa tan tierna; pero lo que realmente me alucinó fueron sus ojos verde claro. Ese día, en ese momento, me di cuenta de que él era el amor que siempre había esperado, así que no dejé escapar ese momento y decidí hablar con él. Al día siguiente teníamos nuestra primera cita.

De repente oí el golpe de un martillo picar en una mesa de madera y volví a la sala. Esto solo podía significar dos cosas, o que se aplazaba la sesión o que se había dictado una sentencia. Al mirarlo, vi que se le borraba la sonrisa de la cara, y me di cuenta de que las cosas no iban bien. Ahora llegaba la peor parte, ¿cuál había sido la sentencia?; se lo pregunté al abogado y me dijo que había pasado lo pero. No me lo podía imaginar, no podía ser, me eché a llorar, lo había condenado a MUERTE. A él, a la apersona con la que había pasado los mejores meses de mi vida, a la persona que me había hecho llorar de tanto reírme. Era imposible, él era inocente.

Sólo faltaba conocer el día de la ejecución; era al día siguiente. Él, al verme tan triste, e abrazó y  besó, con tal ternura que al separarnos de aún más difícil decirnos adiós. Esa misma noche no pude dormir, aún no podría creerme que fueran a ejecutarlo.

Al día siguiente lo primero que hice fue ira a la prisión para verlo y decirlo lo mucho que le quería y que lo iba a echar mucho de menos. Pero él solo me dijo: “cariño, no te preocupes”. Me quedé muy parada. ¡Cómo podía decir eso si tan solo quedaba dos horas para que lo ejecutasen! Él, al ver mi cara de confusión, me dijo: “siempre estarás en mi corazón, te quiero”. Estas palabras no me tranquilizaron.

Ya solo quedaban diez minutos para que pasara lo peor. Recuerdo como si fuera ayer cuando lo llamaron para decirle que tenía que ir al juzgado…

De golpe llamaron a la puerta con una energía que hasta salté del sofá. Me levanté y al abrir la puerta me encontré con dos hombre altos, con uniforme, que enseñaban una placa que llevaba escrito: POLICÍA NACIONAL. Al verlas me quedé sorprendida. ¿Qué querían estos agentes de mí? Yo no había hecho nada. Uno de los agentes me miró fijamente a la cara y me preguntó si estaba él. De repente apreció como un fantasma detrás de mí y  me dijo: “tranquila, no es nada”. Ese tono de voz no me gustó pero le hice caso. Los dos agentes le pidieron que les acompañara a comisaría y salieron por la puerta dejándome con muchas preguntas sin respuesta.

 

Un altavoz anunciaba mi nombre, señalándome que fuera a una sala, la 12. Me reclamaban para que pudiese presenciar la ejecución. Me dirigí corriendo a la sala.

Al entrar lo primero que vi fue el garrote vil con el que iban a ejecutarlo. Con la mirada lo busqué desesperadamente. Al final lo vi en un rincón rodeado de policías que le estaban sacando lo grilletes y las esposas. Al liberarlo, él me miró y por primera vez vi en sus ojos una pizca de miedo. Nos besamos y nos abrazamos pero, en el momento más dulce, nos separaron. Lo sentaron en la silla, lo ataron al garrote vil y el verdugo empezó la ejecución. No podía soportar verlo morir, pero él me lo había pedido. Él era muy fuerte, no opuso resistencia en ningún momento. Me miraba intentando esconder la verdad, pero yo podía leer en sus ojos la mezcla de miedo y dolor. Al final, la vida que tenían sus ojos se apagó, estaba muerto.

Salí corriendo hacía el exterior sin quitarme de la mente su cara en el momento de la muerte. Al salir empecé a llorar y a gritar con todas mis fuerzas. Pero en el momento en que mejor me estaba desahogando me llamaron por el altavoz para que fuera otra vez a la sala. ¡A lo mejor había sobrevivido! Al llegar a la sala me dijeron que acababan de llamar del Gobierno para reconocer su inocencia. Esto significaba que habían matado a un apersona inocente: ¿Cómo la justicia puede fallar tanto como para haber matado a otra persona? Y lo peor de todo es que nunca más volvería a verle sonreír y tampoco volvería a escuchar su voz, nunca más.

Me puse a llorar y todo mi mundo se me vino abajo al saber que la persona a la que amaba había sido asesinada cuando se podía haber salvado si la llamada hubiese llegado dos minutos antes. Los agentes se aproximaron a mí e intentaron animarme, pero los rechacé. Me fui llena de rabia y tristeza hacía MI casa.

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