No me quedaban muchas fuerzas ya, pero decidí seguir subiendo. No podía parar hasta no encontrarla.
Hacía ya semanas que había comenzado este viaje. Cuando Olivia tomó el tren para escapar de la enfermedad me dije a mi mismo que haría lo que hiciese falta para volver a verla, para volver a tenerla conmigo y decirle que todo iba a estar bien. Naturalmente, no podía mentirle de esa forma. Ella nunca me lo perdonaría. Nada estaba bien; no había noticias de sus padres aún y su hermano no había logrado sobrevivir a La Epidemia, en realidad, muy pocas personas lo habían hecho. Los que no habían muerto lo estaban haciendo, La Epidemia los volvía locos, iba de dentro hacía afuera, hasta que sólo quedaban huesos donde antes había una persona. Quedábamos treinta sanos en el refugio. Todos hombres. Las mujeres habían sido destinadas a un lugar mucho más seguro, higiénico, donde no había posibilidades de contraer esta horrible enfermedad. Con los niños había sucedido lo mismo. En el refugio era seguro también, pero siempre había posibilidades de que alguno de mis compañeros volviera con la enfermedad sin siquiera saberlo.
La Epidemia había comenzado hacía dos meses ya cuando, accidentalmente, el padre de Olivia, un respetado científico, había dejado escapar una pequeña mutación. O lo que él llamaba "pequeña mutación"... Se suponía que este virus iba a mejorar nuestras vidas, salvarlas. Pero aún no estaba perfeccionado y todo salió al revés. El virus logró reproducirse, creció, evolucionó y terminó por enfermar al hermano de Olivia. Sus padres creyeron que era una gripe, algo normal. Pero entonces él empezó a comportarse agresivamente, golpeó a su hermana e incluso intentó asesinar a su madre. Fue entonces cuando lo supieron: La Epidemia había comenzado. Aislaron al muchacho antes de que contagiara a alguien, pero fue demasiado tarde. Los padres de Olivia fueron desterrados de la ciudad, no se les permitía volver. Y su querido hijo falleció. Olivia aún no lo sabe, no quiero ser yo quien se lo diga, pero pienso que no le queda nadie más.
Me sentía muy cansado, me había pasado dos días enteros escalando. Solo me detuve para tomar agua y comer. Sentía que si seguía escalando no iba a poder llegar al otro lado, iba a morir. Pero lo necesitaba, ansiaba verla desesperadamente. Decidí entrar a la primera cueva que encontré. Debía descansar... Muerto no le serviría de mucho.
La cueva era amplia y seca, no hacía tanto frío como afuera. Las Montañas del Sur eran demasiado heladas y las rocas estaban cubiertas por hielo, lo cual dificultaba más la subida. Del otro lado de estas montañas estaba el lugar más seguro en este momento: La Jaula. Le decían así porque había sido una cárcel y estaba cercada por alambres eléctricos. Solo había una forma de entrar y una de salir. Los más experimentados tenían el privilegio de conocerla, y yo era uno de ellos. Si al amanecer seguía subiendo necesitaría unas cuantas horas más para llegar. Decidí dejar esa noche a la suerte y descansar lo más que pudiese. Me acurruqué contra las rocas y apoyé el cabeza en mi mochila, dispuesto a dormir.
El sueño cayó sobre mí rápidamente y tuve una de las peores pesadillas. Había contraído La Epidemia. Estaba en la cima de las montañas, mirando abajo hacia La Jaula. En la entrada estaba ella... Me miraba con sus ojos grises, su pelo dorado ondulaba en el viento y llevaba un vestido azul, el mismo que el día que la vi por última vez en el tren. Estaba tan hermosa como siempre y me sonrío desde abajo, llamándome con su mirada. Corrí desesperadamente a su encuentro, la necesitaba, la adoraba y quería tenerla entre mis brazos de nuevo. Cuando llegué a su encuentro, algo me detuvo. Sentí un tirón en el estómago y comencé a retorcerme. Miré la cara de mi amada y vi el horror en sus ojos antes de darme cuenta de lo que había pasado, me estaba convirtiendo en huesos, La Epidemia me atacaba... Desperté de golpe, sobresaltado, asustado. Me miré las manos esperando encontrarlas puro hueso, pero no. Eran normales, con mi piel pálida. Había sido tan real...
Salí de la cueva y me dispuse a seguir con mi camino. Unos pasos mas adelante me encontré con un arroyo, me miré en el agua, asustado nuevamente por lo que podía encontrar. Pero seguía siendo yo, un chico normal de corto pelo castaño y ojos azules. Traté de enfocarme en otros pensamientos y olvidarme del sueño.
-Es imposible- pensé. –No puedo contraer el virus, me vacunaron...- recuperé la calma. Si tenías la vacuna estabas salvado. Decidí apresurar el paso, mientras más rápido llegara a La Jaula, más tiempo podría estar con Olivia.
Luego de horas de caminata, por fin divisé La Jaula. Era enorme y podías ver la estática que emitía el alambre a su alrededor. Corrí desesperado hacía la entrada, igual que en mi sueño. Estaba tan cerca de ella, mi corazón podía sentirla. Sólo un poco más y sería feliz. Llegué a la gran puerta de metal, a un costado estaba el aparato donde debía introducir el código. Antes de partir lo había conseguido y lo había memorizado, no pensaba olvidarlo. Saqué mi mano de uno de los guantes y apreté los números suavemente. Uno detrás de otro. "2-2-1-3-7-8-6". Luego de presionar cada botón se escuchaba un suave pitido. Al completar el código, una luz verde se encendió por encima de la puerta y esta se abrió.
Vi un largo pasillo blanco, como de hospital y muchísima gente caminando de aquí para allá. Me encaminé hacia un mostrador que supuse debía ser la recepción. Pasé por delante de una sala donde se encontraban todos los bebés, estaban tan tranquilos, sin ninguna preocupación. Era la tranquilidad del ignorante. También vi muchas mujeres jóvenes, algunas un poco dormidas (o tal vez drogadas por la vacuna). Me detuve delante del mostrador y esperé, algo impaciente, a que alguien me atendiera. No veía ningún hombre mayor, sólo niños. –Que extraño...- pensé. –Alguien debería estar cuidando de estas mujeres-. En el fondo se veía una puerta como la de la entrada, enorme y reforzada con metal. En un cartelito se leía "Cuarentena: SOLO PERSONAL AUTORIZADO". Esperé no tener que entrar ahí. Entonces una mujer pequeña, de unos 35 años se acercó al mostrador. Su altura engañaba pero su mirada era dura, severa. Me miró de arriba abajo y me preguntó con una vocecita extraña.
-¿A quién busca?-
-Olivia Blossom, por favor. ¿Podría decirme donde está?- pregunté con un dejo desesperado en la voz.
Miré a un lado y otro mientras la mujer chequeaba sus papeles. –Por aquí, acompáñeme.- Agarré mis cosas y la seguí por el pasillo. El recorrido me parecía interminable. Cada vez estaba más cerca de ella. Pasamos puertas y más puertas hasta que por fin frenó frente a una puerta de madera marrón que tenía el número 213 escrito en letras blancas. –Necesitarás esto- me dijo y me tendió una mascarilla. – ¿Para qué es?- pregunté. Ella solo me miró, puso los ojos en blanco y se fue por donde había venido. Me guardé la mascarilla en el bolsillo y me dispuse a entrar.
Era una habitación chiquita pero cálida. Con dos camas, una de ellas estaba tapada por una cortina y la otra, vacía. Supuse que Olivia se encontraría del otro lado de la cortina. Había pocos muebles y una puertita donde estaba el baño. Solté mis cosas y caminé apresuradamente hacía donde se encontraba Olivia. Corrí la cortina y allí la vi. Estaba dándome la espalda y podía ver su hermoso cabello dorado.
-Olivia,- le dije- Olivia, llegué, date la vuelta, ya estoy acá- ella no reaccionaba, me estaba desesperando. Entonces la giré y me atravesó con sus ojos perdidos. Me asusté con su tacto, frío como el clima afuera. Ya no era Olivia, no la chica que yo amaba, algo le había pasado. Caminé hacia atrás, horrorizado por lo que veía y choqué contra la otra cama. Entonces me di cuenta de lo que pasaba.
Había estado tan distraído que no me fije que, en el camino hacia la habitación, habíamos entrado en la zona de cuarentena...
FIN