Tráiganme el fuego

10 2 1
                                    

El autobús con destino Lemín efectuará su salida en breves instantes.

Fornóvill era un lugar horrendo. El aire, cargado de tormentas secas, podía masticarse. Las personas sin oficio lo rebozaban y lo tiraban a mares de aceite sucio, para vendérselo luego a las máquinas jubiladas de la calle principal. Los raíles para los carros de las minas iban puestos por encima de la ciudad y provocaban continuas lluvias de carbón. Los niños dominaban la urbe con sus mafias de juguete y su picardía a granel. Los padres, prisioneros en el Reino de las Sillas de Plástico en la Acera, se dedicaban a quejarse de la falta de lluvia.

Por alguna razón, aquel día tenía una cola inmensa frente a la puerta del bus. Un matrimonio de relojes a punto de divorciarse jugaba a tocar melodías enervantes. Martina llegaba con dos vasos de café. Resultaba extraño siendo que creía que no salías de las cuevas de Mauvéstaton. Me preguntó algo preocupada: «¿Seguro que no quieres que te coja el turno hoy?» y le contesté que no con una sonrisa fabricada al momento.

–Abre ya la puerta, que la gente prepara tridentes y antorchas

–Que en esta ciudad que no te extrañe. Venga, sube, que no te me quiten el sitio.

Pura gente de la campaña subió en aquella estación. Ninguno lucía tranquilo. Me terminé el café frío y puse en marcha el motor y el letrero luminoso. «Dos minutitos más y nos vamos», me dije para mí mismo. Martina toqueteaba su cuaderno (no es necesario en realidad que lo pongas, porque siempre estás con el cuaderno).

Cerrar maletero. Cerrar puertas. El autobús con destino Lemín efectuará su salida en breves instantes. Embrague. Primera. Martina, en serio, que esta narrativa no va así, que no es realismo. La única carretera asfaltada de la ciudad estaba llena de baches, pero por una vez en la vida no se oyeron las quejas de los pasajeros.

Mira que es poco frecuente que se suba gente en las paradas menores, pero aquel día una pareja de mujeres ya creciditas estrenaba una parada en medio de los pastizales de la frontera de Campaña Fría.

–¿Tienes ustedes el DNI? ¿Han comprado el billete por insernet?

–Sí, sí. Aquí los tiene –dijo una de ellas, la que iba con los pañuelos polka.

–Búpolis, de acuerdo... Asientos 19 y 20, por favor.

Siempre me encantaron las paradas en medio de la nada. Tan tranquilos y solitarios los carteles allí en medio... Seguro que de noche hacen cosas malas. Son las que dan más sorpresas estas paradas. Me viene a la cabeza cuando se montó aquella Lang con su familia. Un poquillo caraduras eran, aunque fue curioso verlos correr hasta la parada a cuatro patas.

Sudsarrera, con lo estática que es la vida en Eirre, aún parecía el puesto de guardia del que hablaban los mecanoviejetes. Las casas de madera, enojadas con el tiempo, se mantenían de pie a pesar de estar deshechas. Esperaban, decía la gente de allí, algo de justicia para sus ojos cristalinos. En una parada en medio del pueblo se me subió una familia de hermosas mujeres morenas.

–¿Estás bien? –volvió a preguntar Marina.

–No te preocupes tanto por mí, se me pasará. Hoy está subiendo mucha gente, al menos vale mi trabajo por el momento.

***

Yo sabía que en realidad Mauricio tenía la vida harta. Nunca querría que dijera esto, pero los últimos tres años que llevo escribiendo para él no me han salido más que relatos amargos. No sé si contrató alguna maga para hacer que sus ojos brillaran al leer mis letras, pero yo sé que ya no se emociona.

Tráiganme el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora