Deseos Ocultos

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Hermione Granger había retornado a Hogwarts, la heroína de guerra declinó un matrimonio mediocre con Ronald Weasley y prefirió una conveniente soltería para hacer lo que más la gustaba: estudiar y aprender. Por poco tiempo había trabajado en el Ministerio de Magia, pero la burocracia del lugar la asfixiaba; por eso, solicitó a su antigua mentora y hoy Directora del colegio de magia, Minerva Mc Gonagall, que la aceptara dentro de la plantilla de profesores. Sus amigos pensaron que su aceptación se debía a su naturaleza de sabelotodo insufrible; que disfrutaba mostrando cuanto sabía de todo; oh sí, después de tanto tiempo, no había podido librarse del sobrenombre puesto por Severus Snape en su primer año.

Lo que nadie sabía era la verdadera razón de volver al ancestral castillo; la misma que en medio de la Batalla Final la llevó a retornar a la casa de los gritos: Severus Snape, a pesar de toda la naturaleza repelente del hombre, su innata curiosidad la llevó a algo impensable para todos: enamorarse.

Esa era la verdadera razón de alejar a Weasley y a cualquier pretendiente de ella: amaba al amargo y sarcástico jefe de Slytherin y maestro de Defensa Contra las Artes Oscuras. Por eso en cuanto supo de la jubilación de Horace Slughorn no dudó en pedir el puesto. Aunque desde que puso un pie dentro del viejo edificio se dio cuenta que la situación sería más difícil de sobrellevar de lo que ella esperaba.

Por su parte, Severus Snape hizo un esfuerzo sobrehumano para no mostrar cuanto se alegraba de tener cerca nuevamente a la joven bruja. Ni bajo todos los cruciatus de Voldemort y Bellatrix juntos, ni bajo efectos de veritaserum admitiría jamás que en determinado momento antes de la guerra había desarrollado una especie de sentimientos hacia la chica; que se habían incrementado notablemente luego de que ella misma le había salvado la vida, cuando todo el mundo mágico deseaba verlo muerto. No es que estuviera demasiado contento con su vida, pero ella alivió el horrible dolor producto de la mordedura y el veneno del asqueroso reptil mascota de Tom Riddle. Ella con sus propias manos lo había curado, meses antes había preparado un antídoto para el veneno del asqueroso bicho, a partir de muestras de sangre de Arthur Weasley; no le sorprendía para nada; ella fue sin duda la mejor estudiante que alguna vez tuvo como maestro de pociones.

Cada noche la observaba desde las sombras; como el espía que era, el mejor que el mundo mágico había conocido; había memorizado cada expresión, cada gesto, cada sonrisa de la mujer. No, ya no era una chiquilla, era una mujer hermosa, inteligente, talentosa; y quizás una bruja tanto o más poderosa que la mismísima Minerva. Para su confusión, se había percatado que ella lo observaba discretamente, lo cual le llevó a espiarla más detenidamente, llevándose una enorme sorpresa.

Ella, a pesar de ser veterana de una de las guerras mágicas más sangrientas de la historia, era mucho menos suspicaz que Severus; por eso, a pesar de ser discreta, no pudo escapar a la atenta vigilancia del ex mortífago; posiblemente de lo contrario, hubiera extremado sus precauciones.

Viendo desde lejos al hombre que despertaba sus más lujuriosos instintos, sabiéndolo inalcanzable; cada noche realizaba un ritual que hacía meses era costumbre:

Luego de la cena abandonaba el salón y dirigía a sus dependencias, tomaba un baño largo y relajante, pensando en él mientras sus manos recorrían sus muslos subiendo por su vientre hasta ahuecar en la palma de sus manos la curva de sus senos.

Y así continuaba acariciando su femenina silueta, los ojos entornados, los labios entreabiertos y suspirantes, anhelando besos inalcanzables que jamás serían suyos.

Presionaba un poco rudamente sus pechos imaginando las manos fuertes de su amor secreto, mientras mordía sus labios ahogando sus propios gemidos, descendía lentamente una vez más, disfrutando del contacto de sus propias manos en su piel desnuda, hipersensibilizada por el agua tibia y aromatizada de su bañera; el cabello, antes recogido, caía ahora en una cascada de rizos castaños, enmarcando su rostro ruborizado por la excitación y el calor del agua

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