Cuando Valentín se vio encerrado en el colegio sintióse poseído de terrible impotencia, acrecentada por no tener contra quien descargar su rabia y su odio. ¡Qué rabia y qué odio! En su casa había ya sentido alguna vez esta rabia y este odio, pero allí los desahogaba en alguno: en un perro, en una chica sirviente... Ahora, en ese momento, se hallaba en el despacho del director, un viejo alto y barbudo que le imponía. Y estaba solo. Su padre acababa de salir, acompañado del director, y dejándole solo, pupilo en aquel colegio de altas paredes y enormes patios. ¡Pupilo! La palabra que tantas veces le oyó a su madre, cuando él le contestaba mal. ¡Pobre su madre! Bien sabía él que sólo era una amenaza que ella no cumpliría nunca. ¿Acaso podría haber estado sin su Valentín, sin su muchachote barullero? ¡Pupilo! ¿Que sería estar pupilo cuando tanto lo amenazaban? Pronto lo sabría, porque ahora él, Valentín, el muchacho libre y caprichoso, acostumbrado a hacer su voluntad, mimado por la madre como a único hijo, hasta el punto de que jamás lo había mandado a la escuela, él, ahora, se hallaba pupilo. ¡Pobre su madre! Pensando en ella, sintió que se le enturbiaban los ojos, que iba a llorar como unos días antes, cuando se la llevaron, muerta. ¡Qué sola le pareció la casa al volver del cementerio! ¿Cómo su madre calladita, pequeña, enfermucha, podía ocupar tanto sitio en la casa? Una gota caliente que le quemó la mano. Valentín se puso de pie y sacudió la cabeza. ¡No quería llorar! Un sentimiento de orgullo le hizo que dejara de pensar en aquellas cosas tristes. Y no pensó. Porque él, en ese instante, no lloraba por hallarse pupilo, lloraba por la madre muerta. Pero si lo veían llorar, creerían... ¡No lloró! Era el mismo sentimiento de orgullo que unos minutos antes le impidió correr detras del padre y suplicar que no lo dejara allí, solo, con extraños, solo en aquel caserón triste, ¡solo y pupilo! ¿Pero suplicar él? Por el contrario, hosco, casi no respondió al cariñoso saludo de su padre. No se entendia con este hombre autoritario. Frente a su madre, tan cariñosa, Valentín se sentía niño, pequeño y blando; pero frente al padre, hombre agrio y poco expansivo él también se sentía hombre y fuerte. Sus trece años se ponían en puntas de pie para mirarlo a la cara. ¿Y le iba a suplicar?...
Entró el director, interrumpiendo sus cavilaciones:
-He hablado con su padre- le dijo-, no me ha dado muy buenos informes. Me dice que usted es un rebelde, un niño mimado. ¡Mal, mal, amiguito! La culpa de esto la tienen las madres; las madres no saben educar a los hijos. En Esparta... ¿Ha oído hablar de Esparta?
Con la cabeza, Valentín hizo señas: ¡no! El director continuó sonriendo:
-Ya ve usted. ¡Trece años y no sabe si Esparta era una mujer o una nación! ¿Pero qué le han enseñado los profesores particulares- y recalcó las palabras agresivamente- que su madre le llevaba a casa? ¡Qué error!...
Continuó hablando, Valentín ya no lo oía. El tono del director lo humillaba, lo erizaba de altivez. ¿Y sus reproches a la madre, a la manera como su madre lo había educado? ¡Qué rabia y qué odio!
-Bien, amiguito, vamos a la clase-terminó el director-; usted esta muy atrasado, apenas si sabe dividir por una cifra. Deberia ir a segundo grado. Lo voy a poner en tercero, para