Los huéspedes de mi historia

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  Cuando era niño leí un artículo sobre lapiceras, hojas viejas y sin valor, fotografías o quizás algún elemento cotidiano que inesperadamente dejamos olvidados en nuestros libros. Recuerdo —quizás con escasa precisión— que el artículo llamaba a estos artefactos huéspedes de los libros; esta historia trata sobre los míos. Debo admitir que mi torpe manejo de internet no me ha posibilitado el encontrar al autor de dicho texto, mas aún mi torpe manejo de la memoria me imposibilita recordar con exactitud las reflexiones que este buen hombre dedicó al objeto de su obra, no obstante elijo acentuar ciertos detalles que me vinieron al pensamiento en la medida que divagaba entorno a este tema.

Cuando abrimos un libro nos adentramos en la realidad del libro. Los huéspedes de los libros nos permiten que por primera vez sea el libro quien se adentra en nuestras realidades y así como los libros nos cuentan una historia, los huéspedes nos traen a la memoria historias completamente diferentes. Sería raro encontrarme en medio de mi ejemplar de El libro de las tierras vírgenes la garra de un tigre o el colmillo de un lobo, mas no me resultó extraño encontrar una vieja poesía ya amarilla por el tiempo que llevaba hospedando ese lugar, donde declaraba un amor jamás confesado a cierta muchacha de quinto que me había cautivado con su hermosa figura juvenil de aquellos días. Mío era el libro pero ajena era la historia. El huésped era del libro, pero esta vez la historia era mía. Es como si nuestras líneas se fusionaran y ya no hubiera un libro y un hombre sino una mezcla de ambos dando dos historias que se unen en un intervalo de tiempo muy exacto... Es por esto que elijo contar mi historia a través de los huéspedes de los libros que la marcaron. ¿Te parece raro? Pues no lo es en absoluto.

  Permitime primero presentarte al hombre que soy: podrías imaginarme como el tipo más normal de esta bella ciudad y no te equivocarías; tengo la cara más normal, con mis ojeras de trasnochador y mi barba sin bigote, el cabello castaño que no sobrepasa la línea de los hombros, sin anteojos ni cicatrices... no sabría decir algo de mi rostro o de mi cuerpo que destaque lo suficiente como para citarlo con relevante obligatoriedad. Te preguntarás quizá si trabajo con libros, y la respuesta es: no. Mentiría si te dijera que no lo deseé más de una vez, pero mezclar el placer y el trabajo es quitarle al placer su lado placentero. No me mal interpretes, amo mi trabajo, solo decidí no restarle interés a otras áreas de mi vida como lo es la lectura obligándome a disfrutarlas para poder conseguir el pan. Soy un fotógrafo en mi ciudad natal, la Buenos Aires que albergara también a mis padres y abuelos. Ya me dediqué a numerosas áreas dentro de mi profesión pero hoy estoy en una que particularmente me atrae mucho.

Quizás esta no sea la mejor manera de comenzar con esta historia, permitime nombrarte algunos otros detalles que te faciliten el entender mejor hacia dónde quiero ir sin restarle interés a lo que más tarde pueda compartirte.

Lo que debés saber sobre mi historia tiene su comienzo a mitad de la década del 90. Cuando tenía 8 años, me encontraba leyendo algún libro infantil sobre una cebra astronauta cuando un ruido brusco me interrumpió: mamá y papá estaban peleando. A pesar que esto no era normal, no quise prestar atención, creí que no era de mi incumbencia y además no podía interrumpir mi libro, pero un segundo ruido más contundente aún me hizo bajar la guardia y decidí marcar la página con mi primer huésped: los cordones sueltos de una zapatilla —era lo primero que tenía a mano—. Bajé por las escaleras y pude ver como los cristales de un plato volaban por la habitación tras estrellarse estrepitosamente contra la pared. Esa fue la última vez que vi a mi madre. Lo sé, no empecé esta historia contándote algo que desees oír, no es mi intención deprimirte, creo, pero te prometo que esta no es una historia triste. ¿No me creés? Solo confiá en mí.

  Mi papá es doctor, él fue un gran padre para mí; algo obsesionado con la religión, un poco solitario y huraño de vez en cuando, pero definitivamente un buen padre. Cuando era adolescente me había apoyado en todo, incluso cuando confesé mi amor por la fotografía en ningún momento me desestimó ni trató de sofocar mis sueños. Él nunca me pediría cosas que yo no deseara.

En ese entonces vivíamos los tres —mi padre, mi hermano mayor y yo— solos en una casa humilde pero acogedora en el barrio de Paternal. Fue en aquellas épocas, cuando yo tenía aproximadamente doce años, que tuve mi segundo huésped importante. Me encontraba como siempre encerrado en mi habitación con las luces prendidas y un libro entre mis manos, en esta oportunidad se trataba de El sabueso de los Báskerbille, una deliciosa obra de Arthur Cónan Doyle que me habían incitado a leer como tarea escolar cuando unos ruidos provenientes del piso inferior turbaron mi lectura. Recuerdo haber estado enviándome mensajes de texto con un amigo que no quería leer el libro y me preguntaba sobre las respuestas a los cuestionarios de la clase cuando mi hermano irrumpió en la casa.

Por las voces pude notar que no estaba solo: lo acompañaba la voz aguda y nerviosa de una de sus compañeras de curso. La escuché preguntar si había alguien en la casa o no, a lo que mi hermano reaccionó llamándome en voz alta. No sé por qué pero opté por no responderle. Creo que me consumió el misterio y pronto escuché ruidos de pasos en la escalera y la puerta de mi hermano abrirse abruptamente como si llevaran prisa en lo que hacían. Presté especial atención a cada sonido mientras comentaba la situación con mi amigo del colegio y luego los golpeteos cesaron para dar paso a un lapso de silencio que fue dando espacio a una serie de gemidos magníficos en la voz de la muchacha que había conversado con mi hermano.

No sabía cómo reaccionar, le envié un mensaje de texto a mi amigo con la frase en mayúscula «¡¡ESTÁN TENIENDO SEXO!!» a lo que él en la brevedad me respondió con un simple «sacales una foto».

Vaya uno a saber de dónde saqué el valor para esta hazaña heroica, mas aún sabiéndome un chico introvertido, casi con determinación salí de mi pieza y atravesé el corto trecho que me separaba de la habitación de mi hermano, me escondí tras el cerrojo de la puerta y pude ver sobre la cama el torso de la muchacha completamente desnudo erguirse con su inigualable belleza adolescente deslumbrando ternura al exhibir una espalda cubierta únicamente por unos risos dorados que realzaban el brillo de su piel blanca mientras gemía despacio y decía el nombre de mi hermano, el cual permanecía fortuitamente tapado por las sábanas de su litera.

Con algo de temblor metí la mano por la puerta entreabierta sosteniendo el celular y apunté lo mejor posible para sacar una borrosa fotografía de esta situación la cual guardaría para la posteridad. Esa fue mi primera foto.

Al día siguiente en el colegio me rodearon de elogios y, presurosos, los jóvenes deseaban ver la imagen de la muchacha regordeta montando como una mancha blanca, borrosa y fantasmal a mi hermano en un éxtasis de placer virginal.

Ellos se baboseaban y decían no haber visto algo mejor en la vida pero yo no compartía esa emoción. La foto era borrosa, era turbia, era nada. No lograba transmitir la perfección ni la locura de esa muchacha a la cual le estaban haciendo el amor y ella lo disfrutaba moviendo majestuosamente su cadera mientras su cuerpo y su pelo danzaban en el aire, y sus brazos se aferraban a las sábanas desarmadas por la brutalidad amante con la que ella las estiraba, su voz repleta de placer me revolvían la cabeza... me temo haberla olvidado con el tiempo, o haberla confundido quizás con muchas otras voces apasionadas que más tarde tuve el privilegio de oír y ocasionar, pero esa imagen jamás pudo borrarse de mi mente.

Necesitaba lograr que tampoco se borrara de la mente de quienes yo quisiera transmitírselas. Necesitaba ser fotógrafo.

(+18) Huéspedes de los librosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora