4. La caja de Pandora

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Sumisión.

Haz de mí lo que se te antoje.


ERIC

—Quiero follar contigo.

Coño.

Acababa de soltárselo, así sin más.

No me extrañó para nada la cara que puso.

Me quedé embelesado, contemplándolo durante unos breves y preciosos instantes. Aquel muchacho era una increíble mezcla exótica, una belleza oriental de felinos ojos rasgados y altivos pómulos, pelo negro como el carbón y figura delgada y de aspecto elegante. Sus sorprendentes iris verdeazulados, de tonalidad imprecisa, me observaban con una colérica desconfianza.

Joder, cabreado estaba aún más guapo.

—Bueno, dime algo, ¿no? —Me impacienté ante su prolongado mutismo.

Sus enérgicos pasos resonaron en las baldosas de la acera cuando el chico se giró bruscamente y reanudó su camino, dejándome plantado. Mi polvo soñado se alejaba y yo no estaba dispuesto a perder aquella maravillosa oportunidad.

—¡Eh, espera un momento!

Siguió caminando impasible, ignorándome con deliberada osadía. Encima era orgulloso, cualidad que yo también apreciaba mucho en mis selectos amantes. Sobre todo cuando lo dejaban a un lado y se me ofrecían sin remordimientos.

—¿Acaso no me recuerdas? Estuve en el Koi...

No, claro que no podía recordarme. Durante todo el rato que estuvimos allí, había tenido los ojos vendados. No obstante, al oírme vaciló. Una milésima de segundo. Aproveché para alcanzarlo y agarrarlo del brazo, obligándolo a detenerse. Nada más sentir el contacto se revolvió como una fiera, apartándome airadamente de un iracundo empellón.

—¡No me toques! ¡No vuelvas a tocarme! ¡No sé de lo que me estás hablando!

Respiraba deprisa, evitaba mirarme a los ojos y se había ruborizado de forma brusca. Mentía descaradamente. Lo sabía tan bien como yo.

—Puede que ahora pretendas pasar por un empollón universitario, con tus gafas de niño bueno y tus insoportables aires de principito encantado. —Me incliné amenazadoramente sobre él, acercándome a su oído para poder moderar a mi antojo la arrolladora intensidad de mi voz—. Pero no finjas. Ambos sabemos perfectamente lo que te gusta.

Reaccionó como esperaba, aunque no de la manera en que me hubiese gustado.

—¡Vete a la mierda, gilipollas!

Alzó el puño dispuesto a golpearme, acorralado como un ratoncillo asustado frente al gato hambriento. Y yo, que de niño había participado activamente en casi todas las peleas de mi distrito, intercepté su brazo sin el menor esfuerzo sujetándolo fuertemente por la muñeca. De forma inesperada, exhaló un doloroso gemido y se dobló hacia delante. Sabía que no le había hecho ningún daño, pero tampoco parecía un truco. Lo entendí enseguida cuando vi las marcas rojizas bajo su jersey arrugado.

—Lo siento... —farfullé, casi arrepentido. Casi.

Se supo definitivamente descubierto, y fue como si en ese preciso instante hubiese despertado a una nueva realidad. Una realidad oscura que él se esforzaba en mantener oculta bajo frágiles capas de ropa. Creo que ambos viajamos al mismo tiempo a la macabra sala del Koi. Cegado, sometido, con las muñecas colgando del techo y su espalda convertida en un lienzo pálido surcado de dolor. El terrible susurro del látigo acariciando su miedo, el olor a cuero, a sexo y a sudor. El suplicio al que se opuso aquel desesperado grito de rabia contenida.

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