17 de abril, 2014

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La semana había pasado casi sin que Tom se diese cuenta. El fin de semana volvía a asomarse en el lejano horizonte temporal, y aún recordaba la enorme cogorza que había cogido el viernes pasado al llegar a casa del trabajo. Apenas recordaba haber pegado bocado a ningún alimento en esos dos días y medio, pero siempre que llegaba el lunes su cabeza se reprogramaba para volver a ser un hombre responsable a lo largo de la semana. A pesar de no haber comido casi nada ese fin de semana, sí que recordaba haber bebido como si le fuese la vida en ello. Se sentía tan desdichado que no podía borrarse la tristeza de la cara ni siquiera con una botella de whisky entera. Necesitaba, por lo menos, dos. Entonces empezaba a perder el conocimiento, y los rostros que aparecían en le televisión acababan tan difuminados que no sabía quién hablaba, ni quien era hombre o mujer. Con la tercera botella caía sumido en un profundo sueño del que no despertaba hasta bien entrada la tarde del día siguiente, cuando se levantaba para volver a agarrar la misma botella, cuyo adictivo licor llegaba ya por la mitad. Así pasaba los días libres, pues no encontraba ninguna forma mejor de poder olvidar a su mujer.

Aquella tarde, la misma mujer que había acudido a su consulta hacía una semana volvía a aparecer por la puerta. Al verla, Tom rezó para que no se tratase del mismo asunto que la última vez, y deseó con todas su fuerzas poder despacharla a gusto, sin remordimientos. Pero él no era así, no cuando estaba sobrio. Sin embargo, aquella vez la mujer parecía más preocupada de lo normal. Unas incipientes y oscuras ojeras decoraban ahora su enjuto rostro. Parecía no haber dormido en años, y caminaba delicadamente, como si temiese que, al dar un paso más, fuese a morir repentinamente.

Nada más apreciar aquellos detalles, Tom supo que algo no iba bien. No era como las otras veces en las que aquella mujer había llegado, le había dicho cuatro problemas absurdos y se había largado. Aquel día parecía estar realmente preocupada por algo.

– Por favor, siéntese. No tiene buena cara, ¿qué sucede? – preguntó en un tono que reflejaba curiosidad.

En lugar de responderle, la pesarosa mujer se echó a llorar mientras hacía un gran esfuerzo por no ahogarse entre sollozos. Aquello no hizo más que acrecentar la preocupación que estaba empezando a invadir a Tom. Estaba casi seguro de que aquello tenía algo que ver con aquel hombre soñado, y estaba dispuesto a averiguarlo.

Le propinó un par de suaves palmaditas en la espalda mientras intentaba consolarla con palabras inútiles. Al poco tiempo, la mujer empezó a calmarse y a respirar más pausadamente.

– Relájese – dijo Tom. –. Sí, eso está mejor. No se preocupe, tiene todo el tiempo del mundo. Usted tranquilícese y, cuando esté preparada, hablaremos del asunto.

– Estoy bien, estoy bien – intervino ella. –. No necesito más tiempo. Siento haberme puesto como una loca, y sé que muchas de las veces que he venido a verle han sido por tonterías o simples conjeturas mías.

<<Por no decir siempre>> pensó Tom.

– Pero le aseguro – prosiguió la mujer. –, que esta vez es algo serio. Se trata de mi marido.

– ¿Qué le ocurre? – Tom había visto a su marido una única vez. Fue una de las muchas ocasiones en las que la mujer había acudido a la consulta. El hombre la había llevado hasta allí. Tan solo intercambiaron unas breves palabras de cortesía.

– Murió antes de ayer. Le atracaron por la noche cuando iba a comprar algo de cenar. Cuando vi que tardaba tanto empecé a cabrearme, pensaba que me había dejado y se había marchado huyendo. Así que decidí bajar al restaurante en el que siempre compramos la cena, el que está en la esquina de nuestra calle – explicó, como si Tom supiese exactamente dónde decía –. Y entonces lo vi – los ojos de la mujer comenzaron a inundarse de lágrimas. –, estaba tumbado boca abajo. Cuando le di la vuelta vi un charco de sangre que salía de su estómago.

El Hombre soñadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora