Labios rojos

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Aquella noche era oscura, de alguna forma resaltaba un color escarlata en particular. Las estrellas no habían brillado así en años, él las admiró desde su habitación, su habitación era grande, ordenada y de un blanco que inundaba la casa entera. Sabía que era una noche especial. Ella, por otro lado, lo ignoraba, sólo podía pensar en lucir bien, esa noche no podía verse imperfecta, pero para ella sólo era otro jueves de mayo. Tardó al rededor de cuatro horas para poder salir de su departamento; llevaba un vestido rojo, las mangas le cubrían los brazos, su cabello era castaño claro, sus vecinas la envidiaban por su cabello y su cara, todos los hombres al mirarla se enamoraban de su hermosa cara. Siempre llevaba los labios de color carmín, ese color sólo se conseguía con sangre humana.
Al salir notó que había brisas, pero no podía regresar, ya iba una hora tarde.

Él la espero afuera del restaurante. Miraba su reloj constantemente, ella no llegaba. Esperó unos minutos más. Siguió mirando las estrellas un buen rato. Ella lo vió, sintió un calor en las mejillas, no creía lo que estaba sintiendo, él la miró, sólo sonrió, la invitó a pasar.
La noche avanzaba, no podían hablar, sólo encontraron dos temas en común: su estrecha relación con la fría soledad y su amor hacia el café por las mañanas.
Pasaron horas, ella no podía dejar de sentir algo en el estómago, pensó que estaba enferma, pero no, ¿qué demonios podía ser? La respuesta era obvia pero no la descubrió hasta la mañana siguiente.
El restaurante estaba a punto de cerrar, así que un mesero les pidió que se retiraran.
Caminaron uno al lado del otro, ninguno de los dos se atrevía a decir algo, caminaron callados durante un par de horas, se dirigieron al parque de la ciudad. El viento soplaba cada vez más fuerte, él le ofreció su chaqueta y ella la aceptó, sus mejillas seguían rojas. Eran pasadas de las once de la noche, era hora de despedirse, ella se le acercó, le dió un beso en los labios, fue tan ligero, pero ella sintió que el beso había durado más de cinco minutos pero en realidad no habían pasado más de dos segundos. Acto seguido ella se fue hacia su casa. El se quedó ahí parado un par de minutos mirándola hasta que la perdió de vista.

En la mañana siguiente ella empezó a pensar en la noche anterior, sintió cosas nuevas, recordó lo que se sentía estar a su lado. Claramente no podía ser amor. Pero lo extrañaba. Ella lo quería cerca. Él pensó en ella, se veía hermosa, se arrepintió de no habérselo dicho. No podía dejar de pensar en ella.
Volvieron a verse, tuvieron un total de 21 citas.
Ella no podía dejarlo libre, se le estaba acabando la sangre. No podía, no sabía que hacer. Por más que lo amara, tendría que matarlo. Decidió que en la cita número 21 tendría que empezar a matarlo para poder tener su sangre y así continuar con sus labios rojos. Nadie más que ella sabía la importancia de eso. Excepto yo, era porque al ser más joven maldecía a los hombres, los detestaba, los creía seres inferiores, decía que ella no los necesitaba, una bruja le hizo un hechizo en el que le quitaba la sangre del cuerpo, y sólo podía recuperarla usando la sangre de hombres en sus labios. Desde ese día ella dependía de los hombres.
Esa cita sería su última noche de él

Él no podía dejar de pensar en ella, la adoraba, su eterno aroma a flores, su cara tan clara y limpia, su cabello largo, la amaba. Decidió que esa sería la noche.

Decidieron verse en una colina, se llamaba la colina ideal, que gran nombre. Ella no podía verse mejor. Llevaba un vestido negro, el cabello suelto, tacones negros y un pequeño bolso de mano de color beige en el que llevaba un pequeño cuchillo de plata con sus iniciales talladas, S. W.
Él se veía perfecto, que curioso decidir llevar un traje negro a una colina. Pero esa era la noche y el lugar.
Las estrellas brillaban, la luna sonreía, no había brisas ni hacía calor, era su clima prefecto.
Él llevaba un mantel para sentarse, platicaron un rato sobre su pasado, ella veía un brillo en sus ojos, no podía matarlo. Al menos ella moriría a su lado.

Hubo un silencio, pero no el silencio incómodo sino romántico, apasionado, no había necesidad de palabras para saber que se amaban. Ella se le acercó, sus manos se unieron. Ella estaba a punto de confesarle todo, sobre la bruja, su necesidad de la sangre de hombres, sobre matarlo. Pero algo se lo impedía, no podía dejar que se alejara de ella, haría lo que fuera para seguir juntos, hasta morir.
Notó que él se le acercaba, cada vez más y más, era un beso. Se iban a besar. Sería perfecto, mil cosas le pasaron por la cabeza en un sólo segundo, él sólo podía pensar en una cosa.
Entonces él se acercó y le arrancó la cabeza con una mordida.

Esa es la historia de Sofía y Cárter.

Fin.

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