Amanecía de nuevo en la mansión de los Macflarry. El día se presentaba soleado, el cielo desprovisto de nubes y el aire cargado del dulce piar de los pájaros que empezaban a despertar.
El que llevaba ya un rato despierto era George, el mayordomo personal del joven Conde Macflarry, Bonifacio.
George tenía la misma edad que su joven señor, unos 25 años. Nunca había visto otra cosa que no fuese esa gran mansión, ubicada en las afueras de Londres, en la que vivía desde que nació.
Nació y creció allí junto con su padre, Sebastian, que a su vez era el mayordomo del padre de Bonifacio, el Sr. Bizancio. Nunca conoció a su madre. Por lo que le contó su Sebastian, fue una bailarina de un club de streptease, a la que dejó embarazada en una noche de juerga. No la volvió a ver hasta que tiempo después se presentó en la mansión en un estado avanzado de embarazo, exigiéndole que se hiciese cargo de ese niño que había arruinado su carrera como gogó. Sebastian la acogió en una pequeña casetilla adyacente a los establos y, cuando George nació, la mandó a tomar por culo.
A pesar de no haber tenido madre, George había tenido una infancia decente, a pesar de haber sido preparado desde muy niño por su padre para ser el mayordomo del Bonifacio. Esa fue la condición que el Sr. Bizancio le impuso a Sebastian a cambio de acogerlo en la mansión.
George, en todos los aspectos, había salido a su padre. Sus cabezas cuadradas evidenciaban su parentesco, sin contar la permanente mirada de póker que les adornaba la cara todo el día. No sonreían nunca, y por supuesto, su sentido del humor era inexistente. En resumidas cuentas, los mayordomos más secos de la historia.
Volviendo al principio, George se encontraba preparando el baño del Conde Macflarry, Bonifacio, el verdadero protagonista de la historia. George nos importa un pimiento.
Al contrario que a los demás, a nuestro querido Conde Macflarry el día se presentaba horrible y oscuro, o así se lo señalaba su despeinado bigote. Su bigote no perdía elegancia y siempre se encontraba perfecto aun cuando no era peinado, a no ser que algo malo fuese a ocurrir. En ese caso, se encrespaba y perdía su usual brillo.
Desistiendo de mirar en el espejo de su habitación su esférica cabeza decorada por un desaliñado bigote, se encaminó al baño a despejarse entre champú especial para bigotes y pompas.
Nada más entrar lo primero que vio fue a su amigo y mayordomo George, siempre impecable y perfecto, a un lado de la humeante bañera.
- Hola, George -saludó.
- Buenos días, mi señor.
- Mmm...huele...huele a...-olfateó en el aire en busca de aquella sustancia que hacía que la habitación oliese tan bien-. ¡A rosas! Ohh...George...le has echado esencia de rosas al agua. Solo tú sabes que es lo que me gusta.
- Por supuesto, mi señor.
Bizancio fue quitándose el sobrio pijama de cuadros (su padre le obligó a ponérselo. A él le gustaba su antiguo pijama, el de ovejitas) bajo la atenta mirada de George, que en algunas ocasiones, llegaba a incomodarle. Así, poco a poco, quedó como un monigote desnudo e indefenso y se metió en el agua.
Sin esperar a estar un rato en remojo, George empezó a enjabonarle el largo palo que constituía su torso y espalda. Mientras, nuestro amado Bonifacio se entretenía haciéndose peinados raros y extravagantes en su cabeza desprovista de pelo, con ayuda de la espuma que poco a poco, empezaba a formarse con el incesante frotar de George. Desgraciadamente, en un movimiento le cayó espuma en un ojo, sintiendo inmediatamente un picor insoportable. Maldijo ser demasiado mayor para los champúes infantiles. Mientras se aclaraba el jabón, reflexionó sobre su vida.