PRÓLOGO - El beso de la muerte

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Las risas de la familia Kasslin se oían aquella noche fría noche de diciembre.

El padre con sus dotes culinarias preparaba la cena para su impaciente familia. El olor a las empanadillas de Karelia inundaba el comedor. Allí la madre, unos años más joven, bromeaba con sus hijos sobre el desastre que su marido estaba organizando en la cocina, mientras sopesaba el trabajo que le supondría limpiar todo eso.

―¿Aún no, querido? ¡Nos haremos viejos si seguimos así! ¡O me comeré a tus hijos! ¡ñam, ñam, ñam!―decía risueña mientras daba besos a sus hijos pequeños.

―Mamá, ¡para!―decían entre risas para lograr deshacerse de los fuertes abrazos de su madre.

Se escucho la risa amortiguada del padre en la cocina y poco después apareció con una fuente a rebosar de empanadillas.

­―Déjame algo a mi, que yo también tengo hambre- tras dejar la fuente se acercó a hacer cosquillas a los pequeños.

―¡Que guay, papá! ¡Empanadillas de Karelia! ―dijeron al unísono. Luego se miraron mutuamente con ilusión- ¡Nuestro plato preferido!

Los gemelos aplaudieron emocionados por la situación. Sin esperar mucho más la familia al completo se sentó al comer con apetito. No pasaron muchos minutos antes de que la mitad de la fuente hubieran desaparecido. Fue entonces cuando la madre se levanto para buscar la tarta de chocolate.

La dispuso delante de los niños con diez pequeñas velas que encendieron una a una.

El ambiente de festividad inundaba la habitación. Los niños eufóricos se adelantaron para soplar las velas. Fue entonces cuando el frío viento del invierno apagó de golpe algunas de ellas.

Extrañado el padre busco con la mirada el origen de esa ráfaga, sin embargo, las luces tras unos intermitentes parpadeos definitivamente se apagaron, dejando como única luz 4 velas encendidas sobre la tarta.

Los niños asustados, buscaron el apoyo de su padre que los miraba en la penumbra.

Un agudo silbido metálico cruzó la sala seguido de un desagradable sonido. Ellos que continuaban mirando al padre, notaron como algo caliente los salpicaba desde esa dirección.

El cuerpo, ya sin vida del padre, cayó sobre la mesa apagando las pocas velas que sobrevivieron. Las luces volvieron a encenderse y en esos momentos pudieron contemplar el horror de la escena sobre la mesa del comedor.

La madre los agarró de manera protectora, alejándolos de la monstruosa imagen del padre, sin embargo esa estampa los acompañaría el resto de sus vidas.

Aún en shock, sintieron como su madre los empujaba hacia la salida el recibidor. Allí los metió en el armario de la entrada intentarlo ocultarlos. Antes de irse, hizo que les prestara atención:

-No salgáis de aquí y no tengáis miedo. Protegeos mutuamente, seguid siempre adelante ­-con lagrimas en los ojos los abrazó -. Papá y mamá os querrán siempre.

Los besó por última vez y les cerró la puerta a la realidad de la casa.

Un gran estruendo se escuchó en la otra estancia. La voz amortiguada de la madre se filtró entre las rendijas de la puerta y no pudieron evitar acercarse para observar lo que acontecía.

Vieron como un grupo de personas tenían a su querida madre rodeaba y como ésta los encaraba. Como último recurso se arrodilló a modo de plegaria.

Desde su escondite, pudieron ver cómo con un cuchillo cortaba lentamente el cuello de su madre, dejando que la sangre cayese como una cascada sobre la inmaculada moqueta.

El grupo de extraños recogieron el cuerpo inerte de la madre y salieron de la casa. Los niños escucharon la puerta de entrada cerrarse. El chico agarró a su hermana gemela de la mano, y con sumo cuidado salieron del armario.

―El teléfono está en la cocina, cuando pasemos por el salón no mires a papá, Yulene ―le insistió el chico a su hermana.

―Papá y mamá están muertos, Eirik ―respondió la chica aún en shock.

―Lo sé, pero recuerda lo que ha dicho mamá.

De la mano avanzaron hasta la cocina, pasando por el salón donde no se atrevieron a mirar a la mesa. Cuando llegaron, Eirik alargó la mano que tenía libre para encender la luz. Cuando ésta iluminó el espacio, se dieron cuenta de que no estaban solos. Un hombre desconocido elegantemente vestido los esperaba.

Los niños asustados intentaron huir, pero unas manos los apresaron fuertemente.

―¿Estos son los niños de Edvin? ―preguntó con un acento extraño. Perfectamente peinado, vestía un abrigo negro hasta las rodillas. Con parsimonia, cogió un cuchillo largo y cortó la tarta―. De chocolate, mi preferido, una lastima que la sangre la haya manchado.

Tales palabras, afectaron al pequeño de manera, que con rabia contenida mordió la mano de su captor para liberarse. Cuando lo dejaron caer al suelo, se abalanzó sobre el cuchillo con el que había cortado la tarta. Arma en man, intentó atacar al hombre del abrigo ante la atenta mirada de su hermana.

―¡Vaya, vaya! No se si eres muy valiente por querer matarme, o muy tonto por intentarlo ―dijo después de quitarle el cuchillo y ponérselo al niño en el cuello.

Yulene empezó a gritar estruendosamente llamando a su hermano. A eso le siguieron un sin fin de patadas y cabezazos intentando liberarse y alcanzar a su gemelo.

Estuvo a punto de conseguirlo cuando un fuerte golpe cayó sobre su cabeza, dejando todo su mundo a oscuras.

Y el negro beso de la muerte marcó su vida para siempre.


Dark LipsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora