Capítulo I

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Me llamo Eli. Os voy a contar una historia. Mi historia. Os diré que ante todo hay que ser realistas. Porque la luz al final de un túnel puede ser un tren. Que probablemente sea una de las personas más pesimistas de las que vais a oír hablar, pero como Mario Benedetti dice, las personas pesimistas, son optimistas bien informados,¿Qué os parece?
Si es verdad que cuando me caigo, a veces ya no sé cómo levantarme. Pero es que todos tenemos nuestras subidas y bajadas. Días mejores y días peores. Algunos mas apocalípticos que otros. Claro que hay que caer y levantarse. Aprender de las mejores lecciones como son los errores. Llorar cuando haya que hacerlo, y sonreír cada vez que haya un motivo por muy pequeño que sea. Sin darle explicaciones a nadie, al fin y al cabo, las consecuencias no son para nadie más que para uno mismo, pero los logros también.
Hay que perdonar, perdonarse. Y perdonar que no nos perdonen. Espera...me estoy liando. Vamos a empezar de nuevo.
Soy una chica cualquiera de dieciséis años y cuatro meses. Indiferente por mucho que digan lo contrario. Vivo con mi padre apenas hace cuatro años. Mi madre vive con mi hermano en un pequeño, muy pequeño, pueblo de Madrid, Mira Flores. Y si, están divorciados hace casi quince años. Yo vivo en el centro de Madrid, y el instituto del que tanto vais a oír hablar se llama García Lorca. Y por ciertas preguntas que recibí durante momentos difíciles, ni he estado, ni estoy ni espero estar deprimida. Y esto es todo. Ya os he dicho que soy muy indiferente, formo parte de ese montón de la gente corriente a la que no suele pasarle nada interesante.
Martes por la mañana.
Paso lento y cabeza agachada. Todavía estaban las farolas encendidas. En el triste aparcamiento de todos los días.
-¡Buenos días, mi niña!-dijo la reconocible voz de Sara irrumpiendo en mi largo bostezo.-
-Buenos días.
-Con más ánimo, cariño.
Y me dio un cariñoso beso en la mejilla. Como siempre, llevaba sus gafas negras con las patillas llenas de purpurina a modo de decoración, con el tamaño perfecto para sus ojos, la sonrisa puesta, su característica mochila azul y blanca, y sus sobrenombres de siempre bajo la lengua.
-Sara,¿Cómo es posible que a estas horas de la mañana tengas ese humor?
-Pues bastante sencillo, porque no soy tú.
-Es verdad.
-Joder, Eli, era una broma, no te lo tomes así.
-Ya.
No sé si era parque era muy pronto, y no me apetecía discutir, porque no quería seguir teniendo conversación con mi amiga, o porque sabía que tenía razón. Pero hasta que Marta se unió a nosotras, no intercambiamos palabra.
Marta, en cambio, era de esas chicas que prefiere guardarse los sentimientos para sí, porque así nadie sabía como usar sus puntos débiles en su contra. Pero igual que reservada, era alguien muy especial. Las dos lo eran. Pero no estaba en mi mejor momento. Cosa que por otro lado, compartíamos.
Íbamos con el abrigo bien abrochado para cuando llegamos a la puerta del instituto. Ya que era pronto y octubre, todo se me juntaba. Siempre he dicho que octubre no es un mes fácil para nadie y mucho menos para la gente que está sola. Vuelta a la difícil rutina tras el verano, curso nuevo, con profesores, compañeros, aulas e incluso pasillos nuevos. Aunque para mí ninguno de los últimos meses habían sido buenos. Cuando Sara y Marta me dirigían la mirada, me limitaba a asentir con la cabeza, y fingía una sonrisa. De esas que solo ella entendía. También entendían que no acabara de estar bien del todo. Creo que sin Bea ninguna acababa de estarlo. Veréis, Bea llevaba casi cuatro meses en coma después de un trágico accidente con la moto. Digo trágico porque ocurrió la noche en la que acababa el día de mi cumpleaños, cuando salíamos de una desastrosa fiesta en la que nos pasamos con el alcohol. Ella, esa chica de la que el sentimiento de culpabilidad me hacía olvidar su rostro, la que sabía mi verdadera historia con la que no hacía falta guardar secretos, porque ella los sabía todos,con la que llevaba tres años, era mi mejor amiga. Y me hacía falta.
Todos los jueves hacia las ocho, íbamos las tres al hospital Infanta Leonor, a verla y echarle alguna sonrisilla que le demostrara que seguíamos ahí, y lo muchísimo que la echábamos de menos. Los médicos nos animaban y nos decían que cualquier estímulo que pudiéramos crear, cualquier cosa, podría ayudarla, asíque le contábamos nuestro día a día sin tener ni idea de como iba el suyo. Para ninguna de las cuatro había sido un buen año. Nos necesitábamos.
Ocho y veinte en punto. Un pequeño patio de la calle Ruiz, todavía el capó de los coches guardaba una fina y cristalina capa de hielo que los hacía brillar. Un montón de jóvenes esperaban a que comenzasen las clases. Cuando sonó el molesto ruido que indicaba lo esperado, entramos por la puerta hacia nuestras respectivas clases. Aquél decadente estilo de vida nos estaba haciendo inmunes a futuros golpes. Sin saberlo, nos estábamos haciendo fuertes y nos manteníamos unidas. Lo vacía que me sentía me hacía ser cruelmente realista. Echaba de menos a Bea y a prácticamente todas las personas que se fueron cuando habían dejado de soportarme antes de que dejara de hacerlo yo misma.

Punto Y ComaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora