Al sur de Francia

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Maurice intenta besarme otra vez y yo avanzo por la orilla del rio para esquivar sus movimientos. No es que su besos no me gusten, pero estoy pensando en aquel que me dio por primera vez; pocos meses atrás, el día que cumplí los quince años.

Como era mi cumpleaños, me compró un regalo absurdo e insistió en acompañarme a casa. Y allí, bajo el marco de la puerta, tras mirarme con sus ojos melosos y curvar sus labios en una preciosa sonrisa, me besó. Y como si ese acto tan imprevisible fuese lo más natural entre nosotros,  cerré los ojos para saborearlo.

Hasta ahora, ninguno de los dos ha encontrado nada más interesante que hacer durante las innumerables horas libres que nos corresponden por vivir en un lugar como Laruns. Maurice y yo nos conocemos desde siempre. Ya éramos amigos incluso cuando ninguno de los dos había aprendido a hablar. Y a pesar de la abrumadora tranquilidad que se respira en este pueblo, ninguno de los dos querría vivir en otro sitio.

Porque Laruns es un lienzo pintado por un artista. Una mancha marrón, blanca y gris rodeada del verde más puro. Un soplo de aire fresco para los pulmones. Es el sonido de mis botas andando por sus calles, la sonrisa de mi madre al mirar las cumbres nevadas en invierno, es el rostro de mi padre cuando descansa en el jardín, Maurice cuando me viene a buscar por las mañanas, la risa de mi abuelo cuando llueve y nos mojamos, es mi abuela caminando despacio hacia la plaza de la iglesia, mi hermana bañandose en el rio un día de verano. Es mi lugar preferido en el mundo. El trozo que sigue intacto en mi corazón.

Tras bordear el rio, cambiamos de rumbo hacia la plaza de la iglesia. En una casa blanca con el tejado negro, identica a la mía, vive Maurice, en pleno centro. Cuando entramos, su madre esta limpiando las ventanas y nos saluda distraida, acostumbrada a vernos entrar y salir a menudo.

Cuando era pequeña y me quedaba a dormir con él, el sonido de las campanas de la iglesia me despertaba por la mañana, mientras que Maurice seguía dormido, ajeno a todo. Yo le observaba en silencio, intentando descifrar lo que soñaba, aunque sin mucho éxito.

Le miro de reojo y una inexplicable sensación me recorre todo el cuerpo. Me froto los brazos para intentar evitar que se me ponga la piel de gallina. Y me pregunto ¿Cómo sería dormir con él ahora que nos besamos?















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