La promesa.

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Un anciano, de barba corta y blanca, pero frondosa, y de edad desconocida para todo el pueblo, esperaba sentado en una silla de una taberna en uno de los pueblos más sencillos y calmados del país, en su época de paz.

De mirada solemne y sabia, profunda y de alguna manera cautivadora, que emanaba poder y si te quedabas mirándole fijamente, podía envolverte fácilmente. Si te descuidabas parecía incluso absorberte.

Aunque algunos, probablemente ignorantes, solo le tachaban equivocadamente como un simple viejo, que se pasaba el día contando cuentos.

Pero aun así, el seguía cada día, esperando en la taberna, a que diera la hora en la que el sol empieza a bajar, para encontrar delante de él a todo aquel que quisiera escucharle, que quisiera escuchar sus cuentos.

Ese día, que quedo en la memoria de todos, era diferente, el anciano se comportaba diferente.

Casi de inmediato, en cuanto todos se habían sentado para escuchar la historia que correspondía, la atmósfera había cambiado. El anciano no se comportaba como solía hacerlo, no empezó pidiendo las habituales monedas para poder comer esa noche caliente. No sonreía como todos los días de forma cariñosa, pero eso no quería decir que no sonriera, si, sonreía, pero con emoción, con cierto brillo en los ojos que no todos los días tenia, como si esperara algo impaciente.

Y todos podían adivinar que la historia que tocaba en esta ocasión, no iba a ser una historia ordinaria.

Todo el mundo hizo silencio, y en cuanto paso no mucho más de un minuto, el anciano empezó a hablar.

Con su voz grave, contundente y que llegaba a cada rincón de la taberna, pero sin alzar la voz lo más mínimo, simplemente perfecta para contar una buena historia.

Carraspeo y empezó a hablar.

-Estaba todo oscuro, no había viento, no había cielo y tampoco sus nubes. Si es por haber, no había ni suelo, pero eso tampoco importaba, por que quien allí habitaba, no necesitaba ninguna de aquellas cosas para vivir. Solo su propia fuente vital era suficiente combustible para sostenerse.

Shiare, el principio de todo, lo que conocemos como nuestra Diosa, aunque siempre le hemos dado equivocada forma. Se encontraba flotando, en su eterna oscuridad. Aburrida, volando de un lado a otro sin encontrar nada. De vez en cuando creaba lo que ahora llamamos piedras, para después de entretenerse un rato, tirarlas y observar cómo se perdían en el vacío, por su propio deseo.

Ella, en su largo esperar por encontrarse con alguien más, decidió hacer algo. Primero, creo una superficie en la que poder reflejarse, para poder crear algo que se pareciera a ella, que pudiera entretenerla lo suficiente. Pero al intentar copiarse, no le fue posible, por mucho que lo intentaba, era como si el simple hecho de que dos cosas iguales coexistieran fuera imposible, y eso que ella ya había cruzado hace mucho las barreras de lo posible, al menos, de lo que para nosotros roza lo creíble.

Milenios pudieron haber pasado desde el fracaso de Shiare por calcarse, hasta que se canso de flotar tanto. Cuando decidió crear piedras gigantes, pero de diferentes tamaños. Todas grises. Para poder caminar sobre ellas, e ir saltando de una a otra.

Pero, al poco tiempo, lo que para nosotros podría ser centenas de años, Shiare, volvió a aburrirse, pues todas las piedras eran de lo más monótonas.

En ese momento, se le ocurrió crear el agua, ya pues, haciendo huecos enormes en algunas piedras, los lleno de dicha sustancia, para poder bañarse y jugar un tiempo más con ello.

Pero al poco tiempo, se aburrió también de eso, por lo que decidió ponerle un color a cada piedra, y una temperatura a cada una de ellas. La más grande, amarilla anaranjada, y caliente, tan caliente que abrasaría a cualquiera de las otras piedras si decidieran acercarse. Y por ello decidió crear círculos, alrededor de esa piedra, que harían girar a las demás siempre a la misma distancia, para que en ningún momento pudieran rozarse, y así no derretirse o no colapsar.

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