El sol se alzaba en refulgente gloria, inyectando de su fuego escarlata al cielo matutino. Imitaba en un profundo respeto la sangre que había sido derramada la noche anterior, en una masiva matanza ejecutada a pólvora y metal.
Con su prestigioso uniforme destrozado y sucio, el General Shaw se encontraba de pie entre ceniza y carne muerta, enfrentado al último sobreviviente del bando enemigo. Gran cacique y fiero oponente, yacía finalmente derrotado Cabeza de Halcón, al borde de la muerte que no quería aceptar.
—Y aquí es cuando tu tiempo termina —dijo el general mientras apuntaba al nativo con un revolver.
Cabeza de Halcón no se inmutó. Fuerte y desafiante lo miró a los ojos sin musitar palabra.
— ¿Y? —preguntó Shaw—. ¿No quieres tener unas últimas palabras para que la historia te recuerde?
Su adversario rendido sintió la necesidad de responder esta vez.
—Mis últimas palabras las dirá la Madre Tierra cuando muera por el fuego y metal de aquello que ustedes llaman "progreso" —respondió el cacique—, y cuando tomen cada pedazo de tierra que creen pertenecer a ustedes y la consuman en su avaricia, entonces entenderán el poco poder que tienen en realidad.
—Hablas bastante bien para ser un salvaje —comentó el blanco con una sonrisa que escondía el golpe que acababa de recibir. — ¿Quién te enseñó?
Pero esta vez Cabeza de Halcón calló su sabia lengua. Sin hacer caso del silencio el general siguió hablando.
—Voy a ocuparme de que se anote este discursito tan... conmovedor, supongo. Lástima que nadie nunca le hará caso.
Con mano firme y brazo cansado apoyó la punta del revolver en la frente del indio.
—Es tiempo que la civilización oprima a la barbarie –declaró Shaw. —Esta tierra es nuestra ahora.
Y con un último relámpago comenzó la tormenta de la modernidad.
* * * * * *
Habían pasado ya tres generaciones cuando el descendiente de Shaw se encontraba de pie sobre una gran pila de escombros poniendo a muestra las cualidades de liderazgo heredadas de sus antepasados.
—Hombres, ¡reúnase!
Soldados apenas merecedores de ese nombre se acercaron al general con lo poco de sus almas que les quedaban, deseosos de cualquier sobra de moral.
—Somos el último bastión de nuestra gente, la esperanza final de nuestra cultura.
Apuntó con dedo acusador a la muralla detrás suyo, ensombrecida por el sol poniente.
—Detrás de esa pared se encuentran aquellos que no solo quieren acabar con nuestras vidas, sino con todo rastro de nuestra huella —continuó el presunto líder. —Todo por lo que pelearon mis antepasados, sus antepasados, habrá sido en vano. ¡Y no voy a dejar que la llama que encendieron se extinga sin luchar! ¡¿Quién me seguirá?!
Y como un súbito cañonazo, los hombres alzaron sus voces y armas. Por detrás del muro se oían sus enemigos alineándose y preparándose para desatar el infierno sobre ellos.
Y con un precursor silencio terminó la tormenta de la barbarie.