Y descubrió mundos mejores.

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Sentada en la gran cama de sus padres, Bea, observaba como su madre se lisaba la falda sosa y triste que utilizaba para trabajar. Bea ya estaba vestida y esperaba a su madre a que se terminara de peinar.  Siempre llevaba recogido su hermoso cabello en un moño feo y aburrido.

—No va a ser tan malo, te lo prometo. —le dijo su madre, Alicia, a su hija. La chica aún no era lo bastante independiente y autosuficiente como para dejarla sola todo el día. Así que sólo tenía una opción: llevarla con ella. Ésta llevó el cejo fruncido y los brazos cruzados en su pecho todo el camino hasta la pequeña, antigua y humilde biblioteca. Bea sólo bufó, preguntándose el porqué su madre seguía trabajando en esa  aburrida biblioteca.

La madre sacó las llaves del local y, tras un ruido desagradable para los oídos,  ya estaban en el lugar más maravilloso de una ciudad: la biblioteca. Eso pensaba Alicia, pero su hija no era igual que ella. La adolescente pensaba que leer libros era un acto estúpido y una pérdida de tiempo. Su madre siempre le regalaba un libro... pero ella no los leía, simplemente los dejaba en una estantería, cogiendo polvo. Esta vez, tendría que sobrevivir un verano entero en ese lugar. Bea volvió a bufar.

—Deja de bufar, tu cara se torna fea cuando lo haces —esta vez la chiquilla rodó los ojos—. ¿Por qué no le echas un vistazo? —la madre señaló los estantes.

—Les estaré dando un vistazo todo el verano... —y sin más, Bea se acercó a una estantería mientras escuchaba a su madre decir que era una quejica. Lo era y a la chica no le importaba asumirlo.

Las estanterías eran viejas, olía a antiguo e incluso los libros parecían de la época de los trogloditas. Bea observaba los lomos, algunos de colores más sobrios como el negro, gris, azul marino u otros con colores más vivos como el rojo, naranja o amarillo amanecer.

De pronto, escuchó un estruendo. Parecía que se habían caído miles de libros de sus lugares. Buscó a su madre, seguro que estaba en apuros y seguramente la necesitaba. Había escuchado el ruido a su derecha, en la sala de libros fantásticos. Cuando entró, afirmó lo que pensaba: una estantería estaba vacía y todos los libros estaban desparramados por el suelo. Sin embargo, no había ni rastro de su madre. «Cuando vea esto...», pensó Bea con un tono divertido. Mas todo rastro de diversión desapareció de su rostro cuando vio... eso....

—¡Aaaaah! —empezó a gritar Bea como una loca. Cogió una de las sillas que se encontraba puesta en lo alto de una mesa y se acercó hasta esa cosa. Tragó saliva acumulada en su boca y sigilosamente se acercó por detrás. Sólo tenía la visión de su cola, verde, escamosa y fea. Cogió impulso y la silla aterrizó en la espalda de esa cosa-sin-nombre. El bicho ni se inmutó.

—¡Aparta! —pudo escuchar detrás de ella, sin pensárselo, Bea se apartó y fue corriendo hacia la mesa, escondiéndose debajo de ella. Una chica con trenzas largas, botas color piel y un gorro muy ridículo, saltó encima del bicho-sin-nombre-aún. Llevó su mano derecha hasta el cinturón donde tenía un cuchillo que se moldeaba perfectamente a su mano y se lo clavó en un ojo sin compasión. El bicho empezó a dar vueltas, mirando por todo su alrededor para ver quien le había hecho eso. Sólo encontró a una persona: Bea. El monstruo empezó a caminar hacia ella sin embargo cuando la chica con trenzas vio las intenciones del monstruo, se bajó del lomo de éste y, con el mismo cuchillo que lo dejó ciego, le cortó la cabeza. Empezó a salirle por el cuello rebanado sangre, mucha ¡demasiada! sangre. Bea no lo puedo soportar y chilló. Quería desaparecer pero, a la vez, quería ver cómo terminaba aquello. El bicho cada vez se movía menos, suponiendo Bea que estaba más muerto que vivo. La chica del gorro ridículo le propició una patada en su lomo y, definitivamente, lo tumbó. Estaba muerto. Bea salió de su escondite y se dirigió hacia el animal-bicho-cosa-rara.

—¡Ahí tienes tu merecido bicho asqueroso! Wow, qué patada le has dado y ¡qué manejo de cuchillo!... ¡Me tienes que enseñar yo también quiero saber tanto como tú! —exclamó Bea mientras saltaba y gritaba debido a la adrenalina del momento.

—El año que viene, tal vez. —respondió la chica, en un tono tosco e irónico. Bea hizo una mueca. «Y luego la borde soy yo... », pensó. La ignoró, ya aprendería... con o sin su ayuda. De repente un ruido de... ¿caballo? despertó la curiosidad de nuestra protagonista y dirigió sus ojos hacia donde escuchó ese bramido. ¿¡Un... unicornio?! Los caballos no solían tener una cosa en la frente... O eso pensaba ella. Sin embargo, ésta se sentía ofendida. Primero un lagarto y ahora un unicornio.

—¿Qué sois? —preguntó Bea, temerosa, sacando conclusiones raras, tan raras como lo que acababa de ver.

—Somos lo que tú más desprecias... Libros, imaginación, aventura, emociones. Para algunos, somos el todo y, para otros —la chica la miró despectivamente—, nada.

Bea no podía creer lo que esa chica le estaba diciendo, sin embargo, de pronto, notó la mano de alguien jalando de su brazo. Bea cayó al suelo y en ese momento se dio cuenta de lo que tenía entre sus manos: un libro.

—¿Qué has descubierto? —le preguntó su madre, feliz por la escena que había visto tres minutos antes.

—He descubierto... un mundo incomparable, lleno de vida y, sobre todo, una adicción.

Desde ese día, Bea pasa todos los veranos en aquella biblioteca, empapándose y alimentándose de lo que más adora: los libros.

FIN.

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