La visita

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  Una semana había pasado de su vigésimo cumpleaños y el muchacho se encontraba agotado: se la había pasado de encuentro en encuentro, festejando con amigos de la facultad y con aquellos que no veía hace muchísimo tiempo.

  Aquella calurosa noche de sábado, al fin, pudo cerrar con llave la puerta del apartamento, prender el ventilador, y desvestirse para tirarse a la cama sin más. Mañana no tendría que levantarse temprano y no había quedado con nadie en todo el día.

  Tirado boca arriba dio un suspiro: a pesar del cansancio no podía dormirse. Se frotó por décima vez la mano izquierda; la había sentido adormecida todo el día. Un leve cosquilleo le recorrió la palma, y el muchacho extrañado la dirigió a su campo visual. Notó entonces como aquella pequeña herida se había puesto mucho peor: no había sido más que un pinchazo; pero ahora una roncha roja se extendía por toda la palma, rodeando un orificio negro que no dolía, pero que lucía espantoso.

  Varias fotografías de su ajetreado día pasaron por el cielorraso. Parpadeó varias veces, como salteando las páginas de un álbum, y logró encontrarla: la imagen de aquella espina larga y roja, de punta negra y con una pequeña gota de su sangre, se proyectaba frente a sus ojos.

  El chico se extrañó entonces por no poder recordar dolor alguno. De no haber sido por su gran tamaño la espina hubiese pasado desapercibida; y probablemente la hubiese tenido hincada todo el día.

  A pesar de que su mano no estaba fría, al menos no que lo pudiera percibir con su otra derecha, la sangre se le helaba al viajar por las venas desde aquel punto negro. Preocupado, trató de darle un tiempo y un espacio a la imagen que se dibujaba en el cielorraso; pero la sangre fría alcanzó todo el antebrazo y un intenso escalofrío apagó el proyector, haciendo que el muchacho se sacudiera en la cama.

  Sólo un minuto y su brazo entero se había quedado dormido. Aquel fluido helado comenzaba ahora a recorrerle el pecho. El chico tomó aire. Trató de sentarse desesperado. Pero tras un gran esfuerzo tambaleó sobre sus sábanas y se desplomó boca arriba nuevamente.

  Agitado, volteó la cabeza hacia su mesita de luz. Juntó energías y comenzó a dar manotazos para alcanzar su celular; más lo único que logró fue que éste girara en el aire y cayera rebotando varias veces, hasta quedarse inmóvil en el suelo.

  Ahora ya no tenía fuerzas siquiera para incorporar la cabeza o levantar el brazo derecho una vez más; así que éste quedó colgando en el borde de la cama meneándose de un lado al otro. Su lengua comenzó a ponerse flácida, al igual que los músculos de su rostro.

  Tras un par de segundos, aquel pobre joven se dio cuenta que se encontraba totalmente inmóvil mirando al techo, incapaz de controlar nada que no fuera la dirección en la que miraba o la velocidad con la que respiraba.

  Sentía cómo su pecho subía y bajaba, cómo su corazón latía con cada vez más fuerza, cómo el viento del ventilador le hacía cosquillas en los vellos de las piernas. Sí, podía sentir; pero más allá de sus cavidades oculares ningún músculo parecía querer responder a parte de su diafragma.

  La impotencia devino en desesperación, y sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. Ya no le interesaba recordar de dónde había salido aquella espina, ni cómo se la había clavado. Lo único que quería era encontrar la manera de tirarse al piso y tener la fuerza suficiente para marcar cualquier número en el celular. Pero no podía si quiera hablar, ni gemir, ni expresar en sus facciones el horror que sentía. Sus ojos se movieron exasperados durante cinco infinitos minutos; y cuando llegó a pensar que estaría así la noche entera, algo finalmente sucedió.

  Por el rabillo del ojo logró divisarlo, y había sido muy claro: tres pequeñas sombras se habían escurrido por lo bajo de la pared, mientras que agudas pisadas como de ratas se llegaron a notar apenas por sobre el sonido del ventilador.

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