Los desertores

97 4 1
                                    

Eran tiempos de guerra, me habían reclutado los alemanes, para trabajar para un tipo que ellos llamaban Hitler.

El edificio que teníamos que asaltar era de un color grisáceo, pero extrañamente impoluto.

Éramos un gran pelotón y nos situamos delante de una puerta, debíamos sacar a los que vivían allí y ejecutarlos. Era reacia a aquel atroz trabajo, y mi único deseo, era salir corriendo de allí. No quería formar parte de esa matanza. Parecía que mi cara lo decía todo, porque mi compañero me habló por primera vez:

—Yo sé cómo salir de aquí. Sígueme y no te separes de mí.

No dudé dos segundos y a pesar de que no tenía confianza con aquel soldado, salí de la fila tras él. Llegamos a un pasillo horizontal, y vi a la izquierda un montacargas en el que cabía perfectamente, “mi oportunidad para escapar”.

Me olvidé de lo que dijo mi compañero y me dirigí hacia el montacargas esperando que me siguiese, pero era la mejor opción.

— ¡Por ahí no! ¡Por ahí no!

Y sus advertencias no iban desencaminadas. Un pez gordo del ejército estaba esperando tras la puerta del montacargas, apuntándonos con una pistola negra y pequeña. Mi compañero me dio un tirón del brazo y me arrastró hacia la otra dirección, pero ya teníamos al asesino tras nosotros.

Subimos a un ascensor en la parte derecha del pasillo mientras las balas hacían chispas al chocar contra el metal. Esperando que las puertas cerraran, vi el cañón del arma apuntándome directamente a la cara, pero las puertas se habían cerrado en el momento exacto en el que el hombre, que vestía un abrigo largo, disparó, se escuchó el sonido de la bala al chocar contra el gran muro de metal.

Una vez abajo, decidimos correr, no había otra manera de despistarlos y ya habrían mandado a gente a buscarnos. Otro soldado esperaba abajo, tenía aspecto de querer salir de allí y nos preguntó que como podía salir de allí. Mi compañero le dijo lo mismo que me dijo a mí antes.

-Síguenos y no te separes de nosotros.

El soldado, enjuto y asustado, nos siguió. Aun había un largo tramo que pasar antes de salir a la calle, había que bajar otro piso más.

Esta vez el ascensor tenía un aspecto deplorable, estaba completamente quemado, y el techo estaba caído. Una persona de pie no cabía.

Mi compañero y yo entramos primero, no cabía nadie más ya que teníamos que ir agachados. El aparato se movía demasiado, pero por fin, llegamos abajo, sanos y salvos.

-Ahora es cuando nos separamos. Suerte.

Me dijo mi compañero a la vez que lo veía correr y saltar por un pequeño muro.

-¿Dónde vas? ¡No me dejes aquí sola!

Pero ya era demasiado tarde.

Me acorde del soldado enjuto que nos encontramos un piso más arriba, nos habíamos olvidado de él, tendía que estar bajando en el ascensor, pero algo no iba bien.

Unas luces encima de la puerta parpadeaban en color rojo. Una señal de alarma y después, un golpe fortísimo me taponó los oídos.

Las puertas se abrieron a duras penas y el soldado enjuto estaba calcinado y machacado por los hierros del ascensor. Su cara negra por el fuego, estaba desnuda de piel y los ojos abiertos en una mueca de espanto.

Asustada, corrí tropezando con algunos objetos en el suelo que no alcanzaba a ver, pero eran bastante grandes. Me dirigí hacia donde mi compañero había saltado. Ya podía oír el pelotón que nos buscaba. Unos coches militares estaban doblando la esquina. Aquello se acababa, me iban a pillar y lo mejor que me podía pasar era que me matasen allí mismo.

Pero no podía rendirme.

Inspeccioné el terreno en busca de algo donde esconderme y vi entonces, que con lo que tropezaba no eran simples objetos, sino cadáveres. Personas muertas por todo el patio. Montones de muertos por todos sitios, algo que no había visto antes. Solo vi una salida.

Y así acabe escondida bajo una montaña de muertos esperando no formar parte de ellos.

Los desertoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora