Maria Mandula.

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En un lugar cuyo nombre ya casi nadie recuerda, vivía un hombre a quien le gustaba el cerdo asado más que nada en el mundo: más que su esposa, más que sus hijos y más aún que ver fútbol. Era tanto y tan insaciable su gusto por el cerdo asado que gastaba su dinero comprando lo necesario para prepararlo, mientras que su esposa e hijos sufrían todo tipo de carencias. Así que ese hombre comía cerdo asado en su casa aunque no hubiera leche ni pan ni juguetes... Y ni siquiera vestidos.

Esa mañana, como todos los días, el hombre salió tempranito y compró el mejor cerdo, el más grande del mercado. También compró las mejores verduras: pimentón, cebolla, unos tomates rojos enormes y hasta un par de dientes de ajo... (A él no le gustaba el ajo pero unos días antes lo habían convencido de que era muy bueno para la salud).

El hombre llegó a la casa con un par de bolsas pesadísimas, y como había quedado cerdo asado del día anterior se dedicó a engullirlo. Se lo comió con tanto desespero que hasta olvidó que la perra Chanchita merodeaba por aquellos lados... Y, como era de esperar, la muy golosa se comió todo lo que había en las bolsas, pues a ella le gustaba tanto el cerdo o más que a su amo (y como él, lo engulló todo de un tirón).

Cuando la esposa se enteró de lo sucedido casi le da un soponcio. Para no enfurecer a su esposo -que vivía, quien dice, muerto de hambre- la mujer salió corriendo de la casa y, piensa que te piensa, entró al cementerio, que quedaba tan sólo a dos pasos. Entonces se le ocurrió la idea que la sacaría del apuro: desenterraría un muerto, lo asaría y se lo serviría al hombre en la mesa como si se tratase de su manjar favorito.

No sabía bien a quien desenterrar, pero ¡zas!, por arte de magia, apareció una tumba y, como no tenía flores, dedujo que el muerto tampoco tendría dolientes. Sin meditarlo mucho logró desenterrar un brazo y cuando llegó a su casa lo sazonó con todos los condimentos. Luego lo asó y se lo sirvió al hombre.

Como es de suponer, el marido no sólo no se dio cuenta de que estaba comiendo asado de muerto en vez de cerdo, sino que alabó como nunca antes las habilidades culinarias de su esposa y le dijo:
- Maria Mandula, éste es el más exquisito cerdo que has cocinado en toda tu vida. ¡Eres la mejor cocinera del mundo! Mañana, en vez de un cerdo, compraré dos, porque uno ya me está pareciendo poco...

Dicen que así como el hombre estaba siempre muerto de hambre, la mujer vivía muerta de risa y con aquellas palabras del esposo rio aún mucho más... "¡Aquel comelón se tragó un muerto sin darse cuenta...!", pensaba entre carcajadas.

Pero no todo fue risas. Tarde en la noche, la mujer comenzó a oír pasos en la calle que se encaminaban a su casa y se hacían más fuertes a medida que se acercaban a la puerta. Luego escuchó golpes en la pared de su cuarto y una voz de ultratumba le dijo:
-Maria Mandula
Sacaste asaduras
De mi sepultura
Por culpa de la gula.
Y como no me resigno,
Vengo por mi brazo perdido.

Maria Mandula, que sabía lo que pasaba, quedó paralizada y aterrada. Si el comelón se despertaba, descubriría su fechoría.
Más otra vez se repitieron las mismas palabras:
-Maria Mandula
Sacaste asaduras
De mi sepultura
Por culpa de la gula.
Y como no me resigno,
Vengo por mi brazo perdido.

Luego volvió el silencio, pero fue por poco tiempo.
Y de nuevo Maria sintió el ruido de pasos, seguido de golpes en la puerta y las paredes:
-Maria Mandula
Sacaste asaduras de mi sepultura
Por culpa de la gula.
Y como no me resigno,
Vengo por mi brazo perdido.

La mujer no sabía que hacer. Pensó en salir corriendo, pero el poco valor que le quedaba no le alcanzaba para levantarse de la cama. Quiso dormirse, pero los golpes eran tan fuertes que no podía conciliar el sueño. Quiso despertar al marido, pero éste le daría una paliza que la mataría. Lo único que atinó a hacer fue echarse debajo de la cama, y al parecer aquel que la buscaba la encontró y la sacó arrastrada por los pies.

Y cuentan los que cuentan y dicen los que saben -yo no sé- que al otro día la pobre mujer apareció muerta en el patio de su casa y que, curiosamente, sólo tenía un brazo.
Así me contaron la leyenda de Maria Mandula, que un día sacó asaduras de una sepultura por culpa de la gula.

Entre Leyendas Y Las Llamas De Una FogataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora