Bajo amenaza
Era una mañana soleada, pero aún con reminiscencias del invierno. De esas mañanas que prometen entibiar más rápido de lo de costumbre.
Terminaba de bañarme y miré por el gran ventanal de mi habitación, daba al frente de la casa, podría haber salido al balcón, pero decidí secarme el cabello antes de hacerlo. Una gran toalla en forma de turbante cubría mi cabellera castaña y enrulada.
Mis padres seguramente se habían marchado al trabajo, Ana, la señora que se encargaba de todo en la cocina, habría dejado el desayuno preparado, por lo cual tenía algunos minutos más para demorar mi salida.
Ese día, no era de mi agrado, las materias que me esperaban en el recorrido escolar, no eran mis favoritas, de haber podido elegir, me hubiera quedado en casa recostada en el sillón acariciando a mi gato Royer. Gordo, amarillo y de lo más holgazán.
Me pregunté donde estaría, ya que a esa hora le daba por maullar detrás de mi puerta, a modo de despertador digital gatuno.
Mi ropa tendida sobre la cama, unos vaqueros desgastados, una remera blanca lisa y mis zapatillas preferidas, azules con los cordones blancos.
La mire una y otra vez, sabiendo que por enésima vez volvería a vestirme como todos los días, por un pequeño segundo dudé en cambiar el color de la remera, pero sólo fue un segundo, mi arrepentimiento fue tan veloz como mi manera de vestirme.
Ya casi preparada, me senté frente al gran espejo, que mi madre me compró "para lucir más bella", y decidí levantar mi cabello con una coleta alta, dejando unos mechones sueltos de costado, para darle un toque más informal, aún más informal que mi vestimenta. Mi cuerpo era delgado, pero con curvas, sobre todo mis senos, era por lo cual cada mañana sentía orgullo de lucirlos. Piernas largas y finas y una cintura privilegiada.
Alisté un par de carpetas y libros en mi mochila, y volví a mirar por la ventana.
Ana se iba, era su día franco. Físico pequeño, pero con una fuerza increíble para llevar a cabo todas las tareas hogareñas. Mi madre siempre decía que era de fierro y así lo creíamos todos.
Mire el reloj, ya estaba retrasada, pero aún me faltaban unos toques indispensables de mi salida, un toque de perfume, un par de aros sencillos, y tomar algo de dinero del cajón de la mesita, el día iba a ser largo y debía llevarme algunos billetes para comprar en el comedor.
De repente, escuché un ruido en el corredor que paralizó mi rutina, ya apresurada luego pensé que sería Royer intentando salir por la claraboya del baño que casi siempre estaba entreabierta.
Casi lista para salir, di una última mirada a la habitación, tratando de recordar si me faltaba algo.
Para mi sorpresa, la puerta se abrió y apareció en ella la figura de un hombre. Mi primera reacción fue dejar caer la mochila al piso y gritar, pero mis nervios me jugaron una mala pasada, y de mi garganta sólo brotó un gorgeo casi indescriptible, así que atiné a taparme la boca en un gesto totalmente involuntario.
Era un joven, alto, delgado, pero a la vez musculoso, con una mirada profunda, a pesar de sus ojos claros, se notaba que podías mirar a través de ellos. Su cabello largo, de un castaño dorado, le cubría casi la mitad del rostro. Hizo un gesto con el dedo índice, como el de las enfermeras en el hospital, de silencio.
Por más que hubiera querido hablar no lo hubiera hecho, mi terror estaba atrapándome casi por completo, mi cuerpo comenzó a temblar como si tuviera una altísima fiebre.
Cerró la puerta, una vez adentro se acercó a mi, con una extraña actitud de sorpresa. En una de sus manos tenía un arma, y vi que la acomodó en la parte trasera de su cinturón.