De haber sido por mi impotencia y locura - si es que ese era el nombre más apto -, me hubiera quedado en casa y habría acabado explotando tal y como una simple palomita de maíz. Tanto estrés, críticas y constestaciones reprimidas, ira y gritos encerrados en mi garganta me iban a acabar calentando hasta el punto de explotar y romper mi coraza para así dejar al descubierto la única parte real que podía llegar a mostrar de mí: la débil, muy suspicaz y blanda.
La gente de alrededor que formaba mi día a día (mi familia) sabían aprovecharse de esa mayoritaria parte de mi personalidad y me devoraban con la misma serenidad y tranquilidad que, de nuevo, a una palomita. Y, aparentemente, no les hacía sentir malos o deplorables, que es lo que yo consideraría oportuno; sino que, de hecho, parecían disfrutarlo.
Añadían el condimento que iba acorde con la personalidad de cada uno antes de dejarme por los suelos: Mi hermano mayor me caramelizaba al escaldarme con sus dulces pero dolorosamente sórdidas palabras, a parte de sonar tan honestas que aún me hacían sentir culpable sin tener porqué. Mi padre me dejaba en un frío suelo untado con mantequilla haciéndome resbalar y caer por culpa de sus tan bien formados argumentos, negaciones y críticas sobre mi personalidad, sin yo saber qué responder. Mi madre, recta y ruda, me saturaba con sal cuandos sus crudas, directas y saladas palabras me hacían infravalorarme de sopetón, y me dejaban el miedo de que, dijese lo que dijese, me menospreciaría y gritaría aún más de lo que ya podía hacerlo.
No, no les odiaba, pero sí sentía rabia e impotencia al no tener ni el más ínfimo valor de mirarles a los ojos; tampoco el coraje para justificarme y defenderme aún habiendo tenido siempre la razón y estando abstento de cualquier tipo de culpa.
Era manipulable y blando, y eso se había convertido en un hecho.