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Había una chica en el pueblo de mi abuelo que era irracionalmente hermosa.

Recuerdo que la primera vez que la vi pensé que estaba soñando, o muriendo, daba igual cual fuese el caso. Lo cierto es que, en cualquiera de los dos, su rostro solo significaba que ella era algo fuera de este mundo.

A pesar de todas las veces que había estado en Sanssi, nunca antes la había cruzado, lo que me resultó extraño. ¿Quién no recordaría a una mujer tan preciosa? Pero no era así, realmente no la había visto jamás.

Estaba sentada en las escaleras del templo cerca del lago como si estuviese esperando algo. O a alguien. No me acerqué. Por alguna razón seguí la corriente y, como todo mundo en el pueblo, continué mi camino como si ella nunca hubiese estado allí.

Pasé de nuevo por esa calle otros días, cuya intersección llevaba al lago y al templo de apenas cinco metros cuadrados, pero no volví a verla hasta que una noche, regresando de la farmacia por unos analgésicos para el abuelo, estaba otra vez sentada en los escalones, sola y silenciosa.

Me detuve, curioso. Desde donde estaba podía apreciar la suavidad de su mentón, lo brillante y negro que era su cabello y lo pálida que era su piel. No estoy seguro de lo que supuse que ella estaba haciendo allí, pero me quedé unos cuantos segundos, más de los que tenía.

Entonces, la chica levantó la cabeza y me miró, con sus ojos oscuros como su cabello, negro y sin brillo. Por un momento, me asusté. Su mirada resultó no ser natural, pero cuando ella encogió los hombros y volvió a mirar el suelo, me dije que solo había sido un problema de luz. El templo no estaba iluminado a esa hora y la única fuente de luminosidad era el reflejo de una luna en cuarto creciente en la superficie del agua.

Continué hasta la casa, pues no tenía mucho tiempo para detenerme por chicas, por muy lindas que fueran. El abuelo estaba viejo y cansado y, últimamente, sus huesos estaban resentidos y sus músculos inflamados. Esa noche fue larga y tortuosa para ambos, porque a pesar de los analgésicos, él no pudo dormir y yo estuve inquieto a su lado.

Cuando la mañana llegó, estábamos agotados y cansados, pero saqué un poco de Kimchi de la vieja heladera, que zumbaba cuando el motor estaba por apagarse, y lo dejé tomar temperatura natural mientras hervía el arroz y preparaba unos huevos.

El abuelo logró levantarse de la cama y se sentó en el suelo, sobre el almohadón y frente al soban. Le serví la comida y lo observé moverse lentamente por los palitos, depositados junto al cuenco de arroz. Había tomado tantas medicinas durante la noche que yo temía que eso fuera realmente contraproducente.

—Iré por el doctor Lee —avisé—. Me gustaría que te revise antes de continuar con analgésicos.

Mi abuelo mantuvo la boca cerrada. Las arrugas alrededor de sus ojos se hicieron todavía más arrugadas.

—No molestes al doctor Lee —me ordenó, como si todavía fuese un crío. El abuelo era orgulloso, terco y estricto, como todo viejo. Pero desde que sus dolores habían aumentado y me tenía allí para cuidarlo, por momentos se dejaba vencer y parecía nada más que un hombre débil y necesitado.

—Sabes que lo necesitas —insistí, pero el abuelo levantó la cabeza y me silenció con una mirada penetrante.

—Min Ho —dijo—. Haz lo que te digo.

Suspiré ruidosamente, haciéndole ver que  su terquedad no iba a vencerme. Sin embargo, no discutí en ese momento. Me senté frente a él y comí poco. Si él creía que aún era un adolescente asustado ante su voz potente se equivocaba y mucho.

El templo en el lagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora