El Mandarín

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EL MANDARÍN ***

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EL MANDARÍN

EÇA DE QUEIROZ

OBRAS DEL MISMO AUTOR

La Reliquia 1 tomos. La ciudad y la sierra 1 " El primo Basilio 2 " Los Maias 3 " El crimen del padre Amaro 2 " Epistolario de Fradique Mendes 1 "

Versión castellana

CASA EDITORIAL MAUCCI

Gran medalla de oro en las Exposiciones de Viena de 1903, Madrid 1907, Budapest 1907 y gran premio en la de Buenos Aires 1910

Calle de Mallorca, 166.--BARCELONA

PROLOGO

AMIGO 1.º (_Bebiendo coñac y soda, bajo los árboles de una terraza, a orillas del agua._)

Camarada; durante estos calores que embotan la imaginación, descansemos del áspero estudio de las Realidades humanas... Partamos hacia los campos del Ensueño, a vagar por esas azuladas colinas donde se levanta la torre abandonada de lo Sobrenatural y frescos musgos cubren amorosamente las ruinas del Idealismo... Fantaseemos...

Amigo 2.º Más sobriamente, camarada, más sobriamente... y como en las sabias y amables Alegorías del Renacimiento, mezclando siempre una moralidad discreta...

(_Comedia inédita_)

I

Me llamo Teodoro, y fuí amanuense en el Ministerio de la Gobernación.

En aquel tiempo vivía yo en la travesía de la Concepción, número 106, en la casa de huéspedes de doña Augusta, la espléndida doña Augusta, viuda del comandante Marques. Tenía dos compañeros: Cabritilla, empleado en la administración del barrio central, tieso, y amarillo como una vela de entierro y el petulante teniente Conceiro, hábil tocador de viola francesa.

Mi existencia se deslizaba equilibrada y tranquila. Toda la semana sentado ante el pupitre de mi negociado, trazaba en una hermosa letra cursiva, sobre el papel de oficio del Estado, estas frases hechas: «Ilmo. y Excmo. Sr.: Tengo la honra de comunicar a V.E... Tengo el honor de poner en conocimiento de V.I. etc., etc.»

Los domingos descansaba. Instalado entonces en el canapé del comedor, la pipa entre los dientes, admiraba a doña Augusta, que, los días de fiesta, solía limpiar con clara de huevo la caspa al teniente Conceiro. Esta hora, sobre todo en verano, era deliciosa. Por las ventanas entreabiertas penetraba el vaho cálido y soñoliento de la solanera, algún lejano repique de las campanas de la Concepción Nueva, y el arrullo de las tórtolas que se enamoran en las barandas.

El monótono susurro de las moscas se balanceaba sobre el viejo tul, antiguo velo nupcial de la señora de Marques, que cubría ahora, en el aparador, los platos de cerezas. Poco a poco, el teniente, envuelto en un paño de afeitar, como un ídolo en su manto, adormecíase, bajo la fricción suave de las cariñosas manos de doña Augusta... Yo, entonces, enternecido, decía a la amable señora:

--¡Ay, doña Augusta, es usted un ángel!

Ella, siempre me llamaba «el encanijado». Yo sonreía sin escandalizarme. «El encanijado» era efectivamente el nombre que me daban en casa, por ser delgado, entrar en todas partes con el pie derecho, asustarme de los ratones, tener en la cabecera de mi cama una estampa de Nuestra Señora de los Dolores, que perteneció a mi madre, y andar un tanto corcovado. Sí, era desgraciadamente corcovado, por lo mucho que doblé el espinazo, retrocediendo asustado delante de los señores profesores, o inclinando la frente ante jefes y directores generales. Esta actitud de respeto es conveniente al covachuelista, mantiene la disciplina en un Estado bien organizado, y me garantizaba el descanso de los domingos y días festivos, el uso de alguna ropa blanca y veinticinco duros al mes.

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⏰ Última actualización: Mar 16, 2008 ⏰

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