Parte 1 Sin Título

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De todos los viajes que realicé con Gustavo —tocando en Estambul durante uno de mis conciertos, en el festival de Live Earth de Hamburgo, Mónaco y Buenos Aires—, hubo uno que fue particularmente inolvidable.

Luego de mi concierto en Turquía en el 2007, decidimos irnos a navegar al Egeo con amigos. Fue entonces cuando me di cuenta que Gustavo era y será siempre eso, un navegante, un Ulises al que acuden atardeceres dorados, como también cíclopes y sirenas a los que él ha sabido y sabrá siempre enfrentarse.

Fueron varios días de sol, viento, sal marina y risas. Al finalizar el viaje y descender del barco, en el agridulce momento de la despedida, me regaló un espejito recubierto de lapislázuli que había comprado para mí en algún lugar del Peloponeso. Aún me pregunto cada vez que me miro en su reflejo, qué habría querido Gustavo mostrarme de mí misma, a través de aquel diminuto espejo que tan solo cabía en mi mano.

La siguiente ocasión en la que compartimos fue en mi casa de Bahamas, a donde venía a visitarme cada tanto para componer juntos cuando aún yo vivía en la isla. Fue en mi pequeño estudio casero donde escribimos «Devoción» y «Día Especial» y cuando empecé a descubrirle de cerca como creador en toda regla.

A Gustavo, como a mí, le gustan las palabras tanto como los acordes; en su adolescencia había confeccionado un diccionario de palabras. No era un diccionario de rimas, ni de significados, sinónimos o antónimos; simplemente era un compilado de palabras que había coleccionado de antaño. Había en él palabras grandilocuentes, palabras comunes, palabras gráficas, palabras sonoras, palabras raras. Me despertaba una ternura sin límites cuando sin darse cuenta recreaba al adolescente porteño, mientras abría un librillo viejo, de páginas amarillentas, roídas por el tiempo, y pasta de cuero marrón gastada, que contenía, como el mejor de los chefs, un sinnúmero de recetas; ese antiguo libraco casi púber había contenido sin duda el principio activo de tantas y tantas pociones mágicas. Muchas veces estuve tentada de pedirle que me hiciera una copia. ¡El libro de palabras de Cerati! Salivaba ante la idea. Qué útil me hubiera sido escribir canciones, inspirada por la

colección de palabras que un día habían dejado alguna impresión en la mente febril de uno de mis ídolos. Las melodías Ceratianas han sido a menudo el marco donde Gustavo ha creado imágenes que sobreviven a la persistencia del tiempo. El surrealismo citadino y a la vez salvaje de sus letras lo convierten, a mi modo de ver, en uno de los compositores más interesantes de Hispanoamérica y, sin duda, uno de mis grandes y contados favoritos. Gustavo siempre ha sido muy importante en mi vida, incluso desde antes de conocerle, por infinitas razones, pero sobre todo porque en mi opinión es el músico de rock más grande de habla hispana y será difícil que alguien pueda superarlo. Luego de varios conciertos, y colaboraciones en un par de mis álbumes, la vida decidió hacernos vecinos. En Punta del Este, Uruguay, había comprado él un terreno muy cerca de «La Colorada», el campito donde yo iba a pasar casi todos los diciembres. En ocasiones, y de tarde, Gustavo pasaba por mi casa montado sobre un caballo. Aún me parece graciosa y difícil de conciliar aquella imagen del rock star haciendo curso de gaucho, diciéndome: ¿»Qué hacés Shaki? A la noche vuelvo y tocamos algo».

Así tan pronto se escondía el sol, aparecía a fin de cumplir su promesa, esta vez no a lomo de bestia sino como cualquier otro citadino mortal, sobre ruedas; descendía de su 4 x 4 y entrábamos en el antiguo granero que unos meses atrás había acondicionado en un salón para hacer música. Él agarraba el bajo y yo las baquetas, me sentaba con cierta timidez en la batería e improvisaba un ritmo cualquiera, mientras él tarareaba melodías en un idioma que solo él entendía. Entonces me devoraban las ganas de hacer lo mismo y es cuando le decía a algún músico presente, que me relevara. Mi vocación de baterista se desvanecía ante el deseo de agarrar el micro y cantar con él. Entonces los dos navegábamos esta vez sobre melodías improvisadas, sin saber con certeza a qué puerto llegaríamos y qué nuevo reflejo de mí misma me esperaría en tierra firme. Así aparecían canciones que por causa del pésimo uso de mi grabadora digital duraban tan solo un suspiro y otras quedaban para siempre si lograba incluirlas más adelante en alguno de mis álbumes, como fue el caso de «Tu Boca».

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