LA SOMBRA SOBRE INNSMOUTH
HOWARD PHILLIP LOVECRAFT
I
Durante el invierno de 1927-28, los agentes del Gobierno Federal realizaron una extraña y secreta investigación sobre ciertas instalaciones del antiguo puerto marítimo de Innsmouth, en Massachusetts. El público se enteró de ello en febrero, porque fue entonces cuando se llevaron a cabo redadas y numerosos arrestos, seguidos del incendio y la voladura sistemáticos —efectuados con las precauciones convenientes— de una gran cantidad de casas ruinosas, carcomidas, supuestamente deshabitadas, que se alzaban a lo largo del abandonado barrio del muelle. Las personas poco curiosas no prestarían atención a este suceso, y lo consideraron sin duda como un episodio más de la larga lucha contra el licor. En cambio, a los más perspicaces les sorprendió el extraordinario número de detenciones, el desacostumbrado despliegue de fuerza pública que se empleó para llevarlas a cabo, y el silencio que impusieron las autoridades en torno a los detenidos. No hubo juicio, ni se llegó a saber tampoco de qué se les acusaba; ni siquiera fue visto posteriormente ninguno de los detenidos en las cárceles ordinarias del país. Se hicieron declaraciones imprecisas acerca de enfermedades y campos de concentración, y más tarde se habló de evasiones en varias prisiones navales y militares, pero nada positivo se reveló.
La misma ciudad de Innsmouth se había quedado casi despoblada. Sólo ahora empiezan a manifestarse en ella algunas señales de lento renacer. Las quejas formuladas por numerosas organizaciones liberales fueron acalladas tras largas deliberaciones secretas; los representantes de dichas sociedades efectuaron algunos viajes a ciertos campos y prisiones, y como consecuencia, tales organizaciones perdieron repentinamente todo interés por la cuestión. Más difíciles de disuadir fueron los periodistas; pero finalmente, acabaron por colaborar con el Gobierno. Sélo un periódico —un diario sensacionalista y de escaso prestigio por esta razón— hizo referencia a cierto submarino capaz de grandes inmersiones que torpedeó los abismos de la mar, justo detrás del Arrecife del Diablo. Esta información, recogida casualmente en una taberna marinera, parecía un tanto fantástica ya que el arrecife, negro y plano, queda por lo menos a milla y media del puerto de Innsmouth. Los campesinos de los alrededores y las gentes de los pueblos vecinos lo comentaron mucho, pero se mostraron extremadamente reservados con la gente de fuera. Llevaban casi un siglo hablando entre ellos de la moribunda y medio desierta ciudad de Innsmouth y lo que acababa de suceder no había sido más tremendo ni espantoso que lo que se comentaba en voz baja desde mucho años antes. Habían sucedido cosas que les enseñaron a ser reservados, de modo que era inútil intentar sonsacarles. Además, sabían poca cosa en realidad, porqué la presencia de unos saladares extensos y despoblados dificultaba mucho la llegada a Innsmouth por tierra firme, y los habitantes de los pueblos vecinos se mantenían alejados. Pero yo voy a transgredir la ley de silencio impuesta en torno a esta cuestión. Estoy convencido de que los resultados obtenidos son tan concluyentes que, aparte un sobresalto de repugnancia, mis revelaciones sobre lo que hallaron los horrorizados agentes que irrumpieron en Innsmouth no pueden causar ningún daño. Por otra parte, el asunto podría tener más de una explicación. Tampoco sé exactamente hasta qué punto me han contado toda la verdad, pero tengo muchas razones para no desear indagar más a fondo, ya que el caso, y el recuerdo de lo que pasó, me obliga a tomar severas medidas. Fui yo quien, a primera hora de la mañana del 16 de julio de 1927, huyó frenéticamente de Innsmouth, y quien suplicó horrorizado al Gobierno que abriese una investigación y actuase en consecuencia, petición que dio origen a todo el episodio relatado. Yo estaba firmemente resuelto a permanecer callado mientras el asunto estuviera reciente en la memoria de todos, pero ahora que ya ha pasado el tiempo y el público ha perdido interés y curiosidad, tengo un extraordinario deseo de contar, en voz muy baja, las horas escasas y terribles que pasé en aquel puerto de tan siniestra reputación, sobre el que se cierne una sombra blasfema y mortal. El mero hecho de contarlo me ayudará a recobrar la confianza en mis facultades, a convencerme de que no fui simplemente la primera víctima de una pesadilla colectiva. Me servirá además para decidirme a mirar de frente cierto paso terrible que aún tengo que dar. Nunca había oído hablar de Innsmouth hasta la víspera del día en que lo vi por primera y —hasta ahora— última vez. Celebraba mi mayoría de edad dando la vuelta a Nueva Inglaterra —turismo, antigüedades, interés genealógico— y había planeado ir directamente desde el antiguo pueblo de Newburyport a Arkham, de donde provenía la familia de mi padre. No tenía coche y viajaba en tren, en trolebús o en coches de línea, buscando siempre el itinerario más barato. En Newburyport me dijeron que para ir a Arkham debía tomar el tren. Y fue en el despacho de billetes de la estación donde, al vacilar ante el elevado precio del billete, oí hablar por vez primera de Innsmouth. El empleado, hombre corpulento de rostro sagaz y un acento que no era de la región, consideró con simpatía mis esfuerzos por ahorrar y me sugirió una solución que hasta entonces nadie me había propuesto. —Creo que podría coger el autobús viejo —dijo después de cierta vacilación— aunque por aquí nadie suele cogerlo. Pasa por Innsmouth... Puede que haya oído usted hablar del pueblo ese... A la gente no le gusta. El conductor es de allí, un tal Joe Sargent, y nunca coge viajeros de aquí ni de Arkham. No me explico de qué vive esa empresa. El precio del billete debe ser bastante barato, pero nunca lleva más de dos o tres personas... y todas de Innsmouth. Sale de la Plaza, delante de la Droguería Hammond, a las diez de la mañana y a las siete de la tarde, a no ser que hayan cambiado de horario últimamente. Parece una cafetera rusa... Jamás me he metido dentro de ese trasto. Esta fue la primera noticia del siniestro pueblo de Innsmouth. Cualquier referencia a un pueblo que no viniera en los mapas ordinarios o no estuviera registrado en las guías actuales de viajes me habría interesado, pero además, la extraña manera que tuvo e! empleado de mencionarlo acabó de suscitar en mi ánimo una verdadera curiosidad. Pensé que un pueblo capaz de inspirar tal aversión entre los vecinos debía de ser curioso y digno de atención turística. Puesto que estaba antes de llegar a Arkham, me detendría en él... Así que pedí al empleado que me informase un poco más. Cautamente, y con aire de saber más de lo que decía, exclamó: —¿Innsmouth? Sí, es un pueblo bastante raro. Está en la desembocadura de Manuxet. Era casi una ciudad, un puerto relativamente importante, antes de la guerra de 1812, pero se ha arruinado durante los últimos cien años o por ahí. Ya no pasa ni el ferrocarril... Hace años que se dejó abandonada la línea que lo unía con Rowley. »Debe haber más casas vacías que habitantes, y no hay comercio ni industria, excepto la pesca y las nasas. La gente prefiere venir aquí o a Arkham o a Ipswich para hacer sus negocios. Años atrás había algunas fábricas, pero ahora no queda más que una refinería de oro que además se pasa largas temporadas sin funcionar. »Sin embargo, esa refinería fue un buen negocio en sus tiempos, y el viejo Marsh, el dueño, debe de ser más rico que Creso. Es un viejo maniático y extravagante que no sale de su casa para nada. Dicen que ha contraído una enfermedad de la piel o que le ha salido alguna deformidad, y no se deja ver. Es nieto del capitán Obed Marsh, que fue el fundador del negocio. Parece que su madre era extranjera, dicen que procedía de los Mares del Sur; así que se armó la gorda cuando se casó con una muchacha de Ipswich, hace cincuenta años. A la gente de por aquí no le gustan los de Innsmouth, y si alguno lleva sangre de Innsmouth procura siempre ocultarlo. Pero a mi modo de ver, los hijos y los nietos de Marsh tienen un aspecto normal. Me los señalaron una vez que pasaron por aquí… Y ahora que lo pienso, parece que los hijos mayores no vienen últimamente. Al viejo no lo he llegado a ver nunca. »¿Que por qué las cosas andan tan mal en Innsmouth? Bueno, muchacho, no debe preocuparse usted de lo que se oye por ahí, Les cuesta empezar, pero en cuanto dicen dos palabras seguidas, ya no paran. Se han pasado los últimos cien años chismorreando sobre lo que pasa en Innsmouth, y me figuro que están más asustados que otra cosa. Algunas historias que se cuentan son de risa. Por ejemplo, dicen que el viejo capitán Marsh negociaba con el diablo y sacaba trasgos del infierno para traérselos a vivir a Innsmouth, y también que celebraban una especie de culto satánico y sacrificios espantosos, cerca de los muelles, y que lo descubrieron allá por el año 1845 más o menos... Pero yo soy de Panton, Vermont, y no me trago esas historias. »Tenía usted que oír lo que cuentan los viejos del arrecife de la costa... El Arrecife del Diablo lo llaman. En muchas ocasiones sobresale por encima de las olas, y cuando no, aparece a flor de agua, pero ni siquiera se puede decir que sea una isla. Según cuentan, se ve a veces una legión entera de demonios en ese arrecife, desparramados por allí o saliendo y entrando de unas cuevas que hay en la parte alta de la roca. Es una peña abrupta y desigual, a bastante más de una milla de la costa. Ultimamente los marineros solían desviarse bastante para evitarla. »Los marineros que no procedían de Innsmouth, se entiende. Una de las cosas que tenían contra el capitán Marsh era que, al parecer, atracaba allí algunas veces por la noche, cuando la marca lo permitía, Puede que atracara, porque la roca es interesante, y hasta es posible que fuese en busca de algún tesoro pirata; pero lo que decían es que negociaba con los demonios de allí. Para mí, la pura realidad es que fue el capitán quien verdaderamente le dio fama de siniestro al arrecife. »Eso fue antes de la epidemia de 1846, en que murió más de la mitad de la población de Innsmouth. No se llegó a explicar completamente qué fue lo que pasó, pero seguro que se trataba de alguna enfermedad exótica, traída de China o de alguna parte, por mar. Debió de ser terrible; hubo desórdenes por culpa de eso, y pasaron cosas horribles que no creo que hayan llegado a trascender fuera del pueblo. El caso es que con eso se arruinó para siempre. No volvió a repetirse la hecatombe, pero ahora apenas vivirán allí trescientas o cuatrocientas personas. »Pero lo único que hay en el fondo de la actitud de la gente es un simple prejuicio racial... y no lo censuro. Siento aversión por la gente de Innsmouth y no me gustaría ir a ese pueblo por nada del mundo. Me figuro que usted tendrá idea —aunque ya veo por su acento que es occidental— de la cantidad de barcos nuestros, de Nueva Inglaterra, que acostumbran a tocar los puertos extraños de Africa, de Asia, de los Mares del Sur y de cualquier parte, y la de gente rara que a veces se traen para acá. Habrá oído hablar seguramente del hombre de Salem que regresó después casado con una china, y puede que sepa también que todavía queda un puñado de isleños procedentes de Fidji, por ahí por Cape Cod. »Bueno, algo de eso debe haber detrás de la gente de Innsmouth. El lugar siempre estuvo separado del resto de la comarca por marismas y riachuelos, y no podemos estar seguros de lo que pasaba en realidad, pero está bastante claro que el viejo capitán Marsh debió traerse a casa a unos tipos extraños, cuando tenía sus tres barcos en actividad, allá por los años veinte o treinta. Ciertamente, la gente de Innsmouth posee unos rasgos extraños; hoy en día... no sé cómo explicarlo, pero es una cosa que te pone la carne de gallina. Lo notará usted un poco en Sargent, si coge el autobús. Algunos tienen la cabeza estrecha y rara, con la nariz chata y aplastada; y tienen también unos ojos fijos que parece que nunca parpadean, y una piel que no es como la piel normal que tenemos los demás; es áspera y costrosa, y a los lados del cuello la tienen arrugada o como replegada. Se quedan calvos muy jóvenes, también. Los más viejos son los que peor aspecto tienen... Bueno, en realidad creo que no he visto nunca a un tipo de ésos verdaderamente viejo. ¡Me figuro que se morirán de mirarse en el espejo! Los animales les tienen aversión... Solían tener muchos problemas con los caballos, antes de aparecer el automóvil. »Nadie de por aquí, ni de Arkham ni de Ipswich, quieren tratos con ellos. Por lo demás, se comportan con sequedad cuando vienen al pueblo o cuando alguien intenta pescar en sus caladeros. Lo raro es el tamaño del pescado que sacan siempre en las aguas del puerto, si no hay nada más por allí cerca... ¡Pero intente pescar usted en este sitio y verá lo que tardan en echarlo! Antes solían venir en tren... Después, cuando la compañía abandonó el ramal, se daban una caminata para tomarlo en Rowley... Ahora viajan en autobús. »Sí, hay un hotel en Innsmouth; se llama Gilman House, pero me parece que no es gran cosa. Yo le aconsejaría que no se quedara. Es mejor que pase la noche aquí y mañana por la mañana coge el autobús de las diez; luego puede salir de allí a las ocho de la tarde, en el que va a Arkham. Hubo un inspector de Hacienda que paró en el Gilman hará unos dos años, y sacó de allí un sinfín de impresiones desagradables. Parece que tienen una multitud de gentes extrañas en ese hotel, porque el buen hombre no paró de oír en las otras habitaciones unas voces que le producían escalofríos. Decía que hablaban en un idioma extranjero, pero lo peor era una voz extraña que hablaba de cuando en cuando. Le sonaba tan poco humana —como un chapoteo, decía él— que no se atrevió ni a desnudarse para meterse en la cama. Total: que pasó la noche en vela y apagó la luz a las primeras luces de la madrugada. Las conversaciones duraron casi toda la noche. »Lo que más le chocó al hombre ese —Casey se llamaba—, era la forma con que le miraba la gente de Innsmouth; parecían talmente como policías vigilándole. La refinería Marsh le pareció bastante rara... Se trata de una vieja fábrica situada a orillas del Manuxet, en su desembocadura. Lo que contó estaba de acuerdo con ]o que yo sabía ya. Libros mal llevados, ninguna cuenta clara, y el negocio no se veía por ninguna parte. Además, ha habido siempre cierto misterio sobre la forma como los Marsh obtienen el oro que refinan. Nunca se ha visto que hicieran muchas compras de oro, pero hasta hace unos años enviaban por barco cantidades enormes de lingotes. »Se solía hablar de ciertas joyas extrañas que los marineros v los trabajadores de la refinería vendían en secreto, o que llevaban a veces las mujeres de la familia Marsh. Se decía que el capitán Obed conseguía el personal de su empresa en los puertos tropicales; parece que sus barcos zarpaban llenos de abalorios y baratijas, como si fueran a establecer tratos con los nativos. Otros pensaban —y lo piensan todavía— que había encontrado un antiguo escondrijo de piratas en el Arrecife del Diablo. Pero lo extraño es que el viejo capitán murió hace sesenta años, y desde la Guerra Civil no ha salido de Innsmouth ni un solo barco de gran calado. Y a pesar de todo los Marsh siguen comprando baratijas para salvajes, sobre todo cuentas de vidrio y chucherías, según me han contado. A lo mejor es que a los de Innsmouth les gusta adornarse con eso... Bien sabe Dios que han estado a punto de caer al mismo nivel que los caníbales de los Mares del Sur y los salvajes de Guinea. »La plaga del cuarenta y seis debió de llevarse lo mejor del pueblo. En todo caso los únicos que vienen de allí son gentes sospechosas; y los Marsh y los demás ricachos son tan sospechosos como ellos. Como le digo, no serán más de cuatrocientos en todo el pueblo, a pesar de lo grande que es. Son lo que en el Sur llaman 'blancos desarrapados', o sea, tipos huraños y disimulados, llenos de secretos y misterios. Cogen mucho pescado y marisco, y lo exportan en camiones. Es anormal la cantidad de toneladas de pescado que sacan de ese trozo de costa. »Nadie ha podido averiguar lo que hacen en ese pueblo. Las escuelas oficiales del Estado y las oficinas del censo de población se han estrellado una y otra vez con ellos. Puede apostar a que las visitas de inspección no son bien recibidas en Innsmouth. Yo personalmente he oído de más de un encargado de negocios del Gobierno que ha desaparecido allí. Se ha hablado mucho también de uno que se volvió loco y ahora está en el sanatorio. Sin duda le dieron un susto tremendo a ese pobre hombre. »Por eso no pasaría yo la noche allí, en su lugar. Nunca he estado en el pueblo ese ni me apetece ir, pero me figuro que visitarlo de día no supone riesgo alguno... A pesar de todo, la gente de por aquí le aconsejaría que no lo hiciera. Si está usted haciendo turismo y buscando cosas antiguas, Innsmouth es un lugar que le interesará.» Después de lo que me contó el buen hombre aquel, me pasé casi toda la tarde en la Biblioteca Pública de Newburyport, buscando datos sobre Innsmouth. Luego pregunté a las gentes de las tiendas, del restaurante, incluso en el parque de bomberos, pero pude comprobar que era más difícil de lo que había predicho el empleado de la estación sacarles algo en limpio. Por lo demás, no disponía de tiempo para vencer su instintivo recelo. Me pareció que desconfiaban por alguna razón, como si fuera sospechoso todo aquel que se interesara demasiado por Innsmouth. En la Y.M.C.A. (Young Men’s Christian Association, es decir, Asociación Cristiana de Jóvenes.) donde me había hospedado, el sacerdote trató de disuadirme pintándome ese pueblo como un lugar malsano y decadente. En la biblioteca, muchos adoptaron esa misma actitud. Era evidente que a los ojos de las personas de formación Innsmouth era meramente un caso exagerado de degeneración cívica. Los manuales de historia del Condado de Essex que me sirvieron en la biblioteca decían bien poco: que el pueblo se fundó en 1643, que era célebre por sus astilleros, antes de la Revolución, y que llegó a gozar de gran prosperidad naval a principios del siglo XIX; más tarde, se convirtió en centro industrial de segundo orden, gracias al aprovechamiento de las aguas del Manuxet como fuente de energía. Se referían muy veladamente a la epidemia y a los desórdenes de 1846, como si constituyesen un descrédito para todo el condado. También se decía poca cosa de su proceso de decadencia, aunque el capítulo final era bien elocuente. Después de la Guerra Civil, toda la vida industrial de la localidad quedó reducida a la Marsh Refining Company, y el mercado de lingotes de oro constituía tan sólo un pequeño residuo de lo que había sido su comercio, aparte la eterna pesca. Pero la pesca se pagaba cada día menos, a medida que bajaba el precio de la mercancía debido a la competencia de las grandes empresas, aunque nunca hubo escasez de pescado alrededor del puerto de Innsmouth. Los extranjeros se asentaban raramente por allí. Se decía que lo había intentado cierto número de polacos y portugueses, pero que fueron expulsados de una manera singularmente enérgica. Lo más interesante de todo era una breve nota referente a ciertas joyas vagamente asociadas a la localidad de Innsmouth. Evidentemente, el caso había impresionado a toda la región, ya que el libro hacía referencia a determinadas piezas que se hallaban en el Museo de la Universidad del Miskatonic, de Arkham, y en el salón de exhibiciones de la Sociedad de Estudios Históricos de Newburyport. Las descripciones fragmentarias de tales joyas eran escuetas y frías, pero me causaron una impresión difícil de definir. Todo aquello me resultaba tan singular y excitante, que no se me iba de la cabeza, y a pesar de la hora avanzada, decidí acercarme a ver la pieza que se conservaba en la localidad. Por lo visto era un objeto grande, de extrañas proporciones, muy parecido a una tiara. El bibliotecario me dio una nota de presentación para el conservador de la sociedad. El conservador resultó ser una tal Anna Tilton, soltera, que vivía allí cerca, Tras una breve explicación, la anciana se mostró muy amable y me sirvió de guía. El museo de la sociedad era notable en verdad, pero mi estado de ánimo era tal, que no tuve ojos más que para el raro objeto que relumbraba en la vitrina del rincón, bajo el foco de luz eléctrica. No fue mi sensibilidad estética lo que me hizo abrir literalmente la boca ante el sobrenatural esplendor de aquella portentosa fantasía que descansaba sobre un cojín de terciopelo rojo. Incluso ahora sería incapaz de describirlo con precisión, aunque no cabía duda de que era una tiara, como decía la inscripción que había leído. Su parte delantera era muy elevada, y su contorno ancho y curiosamente irregular, como si hubiera sido diseñada para una cabeza caprichosamente elíptica. Parecía de oro, aunque poseía una misteriosa brillantez que hacía pensar en una aleación con otro metal de igual belleza y difícilmente identificable. Su estado de conservación era casi perfecto. Me podría haber pasado horas enteras estudiando los sorprendentes y enigmáticos adornos —unos, simplemente geométricos, otros, sencillos motivos marinos—, cincelados o moldeados con maravillosa habilidad. Cuanto más la miraba, más fascinado me sentía, y en esta fascinación encontraba algo inquietante e inexplicable. Al principio pensé que era una extraña calidad artística lo que me desasosegaba. Todos los objetos de arte que había visto anteriormente pertenecían a algún estilo o a alguna tradición nacional o racial conocida, o a alguna de esas tendencias modernas que rompen con toda tradición. Pero aquella tiara no estaba en ninguno de los dos casos. Denotaba claramente una técnica muy definida, de gran madurez y perfección, aunque totalmente distinta de cualquier otra, oriental u occidental, antigua o moderna. Jamás había visto algo parecido. Era como si aquella preciosa obra de artesanía perteneciese a otro planeta. Pero no tardé en darme cuenta de que mi turbación se debía a otra causa, quizá igualmente poderosa, esto es, a sus extraños motivos ornamentales que sugerían desconocidas fórmulas matemáticas y secretos remotos hundidos en inimaginables abismos del tiempo y del espacio. La naturaleza representada en los relieves, invariablemente acuática, resultaba casi siniestra. Había unos monstruos fabulosos, extravagantes y malignos, unos seres mitad peces y mitad batracios que me obsesionaban hasta el extremo de despertar en mí una especie de pseudo—recuerdos. Era como si yo mismo tuviera de ellos una vaga memoria, remota y terrible, que emanase de las células secretas donde duermen nuestras imágenes ancestrales más espantosas. Me daba la impresión de que cada rasgo de aquellos horrendos peces—ranas desbordaba la última quintaesencia de una maldad inhumana y desconocida. En curioso contraste con el aspecto de la tiara, estaba su breve y sórdida historia. Según me contó miss Tilton, en 1873 cierto individuo de Innsmouth, borracho, la había empeñado por una suma ridícula poco antes de morir en una riña, en una tienda de State Street. La Sociedad de Estudios Históricos la adquirió directamente del prestamista, y desde el primer momento la colocó en uno de los lugares más destacados de su salón, con una etiqueta en la que se indicaba que probablemente provenía de la India oriental o de Indochina, aunque ambas suposiciones eran francamente problemáticas. Miss Tilton, comparando todas las hipótesis posibles sobre el origen de la tiara y su presencia en Nueva Inglaterra, se sentía inclinada a creer que había formado parte de algún tesoro pirata descubierto por el viejo capitán Obed Marsh. A favor de esta suposición estaba el hecho de que los Marsh, al enterarse del paradero de la joya, habían intentado adquirirla ofreciendo una suma elevadísima que todavía mantenían pese a la firme determinación de la sociedad de no vender. Mientras la amable señora me acompañaba hasta la puerta, me aclaró que su hipótesis sobre el origen pirata de la fortuna de los Marsh estaba muy extendida entre los intelectuales de la región. Ella nunca había estado en Innsmouth, pero sentía aversión hacia sus habitantes, según dijo, a causa de su degeneración moral y cultural. Incluso me aseguró que los rumores existentes acerca de cierto culto satanista practicado en Innsmouth encontraba apoyo en el hecho de que hubieran ganado allí numerosos adeptos determinados ritos secretos que habían terminado por absorber a todas las iglesias ortodoxas. Esos ritos eran practicados por la llamada «Orden Esotérica de Dagon», y se trataba sin duda de alguna religión pagana y degenerada de origen oriental que había sido importada, al parecer, en una época en que la pesca había escaseado. Era lógico, en cierto modo, que las gentes sencillas la hubiesen aceptado, ya que de pronto, a partir de su instauración, la pesca había vuelto a ser próspera y abundante. La «Orden» no tardó en alcanzar una gran preponderancia en el pueblo, sustituyendo por completo a la francmasonería e instalándose incluso en la antigua logia masónica de New Church Green. Todo esto, según la piadosa miss Tilton, constituía un argumento decisivo para rehuir la diabólica y mísera ciudad de Innsmouth. A mí en cambio me despertó un enorme interés por visitarla. A la curiosidad arquitectónica e histórica que sentía se sumaba ahora un entusiasmo antropológico, de tal modo que, en mi reducida habitación de la Y.M.C.A. sólo pude conciliar el sueño cuando ya empezaba a clarear. II A la mañana siguiente, poco antes de la diez, cogí la maleta y me situé ante la Droguería Hammond, en la Plaza del Mercado, a esperar el autobús de Innsmouth. Cuando ya faltaba poco para llegar, observé que los paseantes se alejaban de la parada. El empleado de la estación no había exagerado la repugnancia que sentían en la localidad por los habitantes de Innsmouth. Al poco tiempo apareció, retemblando por State Street, un coche de línea bastante viejo, pintado de verde sucio. Dio la vuelta y frenó al lado de donde yo estaba. En seguida me di cuenta de que era el que yo esperaba. Encima del parabrisas se adivinaba el casi ilegible cartel: Arkham—Innsmouth—Newb...port. Sólo venían tres pasajeros, tres hombres más bien jóvenes, morenos, mal vestidos y de semblante hosco. Cuando el vehículo se detuvo, bajaron los tres y, con paso torpe y desmañado, echaron a andar en silencio por State Street, casi de manera furtiva. El conductor bajó también del coche y le vi desaparecer en el interior de la droguería. «Este debe ser el tal Joe Sargent que mencionó el empleado de la estación», pensé, y antes de reparar en ningún detalle, sentí que me embargaba como una oleada de instintiva aversión, tan incontenible como inexplicable. De pronto, me pareció muy natural que la gente de la localidad no deseara subir a semejante autobús ni visitar la población donde vivía aquella chusma. Cuando volvió a salir de la droguería, me fijé más en él y traté de descubrir el motivo por el que me había causado tan mala impresión. Era un hombre flaco, de hombros caídos y uno setenta de estatura o tal vez menos. Llevaba un traje azul raído y una deshilachada gorra de golf. Debía tener unos treinta y cinco años, aunque las dos arrugas que le surcaban el cuello a ambos lados le hacían parecer más viejo, si no se fijaba uno en su rostro inexpresivo y apagado. Tenía la cabeza estrecha y unos ojos saltones de color azul claro que no pestañeaban; su barbilla y su frente eran deprimidas, y tenía unas orejas más bien rudimentarias y atrofiadas. Sus labios eran grandes y abultados; sus mejillas, cubiertas de poros abiertos y de costras, daban la sensación de carecer casi totalmente de barba, aparte algunos pelos amarillos tan irregularmente repartidos por la cara, que junto con las rugosidades de la piel, más que otra cosa parecían calvas producidas por alguna enfermedad. Sus manos enormes, surcadas de venas, eran de un increíble gris azulado; tenía los dedos sorprendentemente cortos y desproporcionados, como encogidos hacia adentro de sus tremendas palmas. Al dirigirse hacia el autobús, noté su forma de bamboleante de andar. Sus pies eran igualmente desmesurados, y cuanto más se los miraba, más difícil me parecía que pudiera encontrar zapatos a su medida. La mugre que llevaba encima lo hacía más repugnante aún, Sin duda trabajaba o haraganeaba por los muelles pesqueros, a juzgar por el olor que traía consigo. Era imposible averiguar qué mezcla de sangres habría en sus venas. Sus rasgos no parecían asiáticos, polinesios ni negroides, pero evidentemente eran extranjeros. Sin embargo, más que una característica racial, aquellos rasgos me parecían una degeneración biológica. Me quedé cortado de pronto, al darme cuenta de que no había ningún otro pasajero en el autobús. No me gustó la idea de viajar solo con semejante conductor. Pero se acercaba la hora de salida, y tuve que decidirme. Subí al coche, le tendí un dólar y dije escuetamente: «Innsmouth». Me miró con sorpresa durante un segundo, mientras me devolvía cuarenta centavos, pero no dijo nada. Me senté detrás de él, junto a una ventanilla, para poder contemplar la costa durante el viaje. Por fin arrancó el cacharro de una sacudida y pronto dejó atrás los viejos edificios de State Street, retemblando estrepitosamente y soltando un humo espeso por el tubo de escape. Me dio la impresión de que la gente que pasaba por la acera evitaba mirar al autobús... o al menos, disimulaba. Luego doblamos a la izquierda por High Street y el camino se hizo más suave. Cruzamos por delante de unos edificios majestuosos que databan de los primeros tiempos de la República y luego dejamos atrás varias casas de campo de estilo colonial, más antiguas aún. Después de atravesar Lower Green y Parker River, salimos finalmente a una zona costera larga y monótona. Era un día de calor y de sol. El paisaje de arena, de juncales, de maleza desmedrada, se hacía cada vez más desolado a medida que avanzábamos. A nuestro lado se extendía el agua azul y la raya arenosa de Plum Island. Después de desviarnos de la carretera general que seguía a Rowley e Ipswich, tomamos un camino que siguió bordeando el litoral. No se veían casas, y según estaba el firme de la carretera, el tráfico por aquel paraje debía de ser muy escaso. Los negros postes del teléfono sostenían tan sólo dos cables. De cuando en cuando, cruzábamos unos decrépitos puentes de madera tendidos sobre pequeñas rías que, cuando la marca estaba alta, contribuían a aislar aún más la región. De cuando en cuando se veían tocones ennegrecidos y cimientos de vallas desmoronadas que emergían de la arena. Recordé que en uno de los libros de historia que había manejado se decía que, anteriormente, aquella había sido una comarca fértil y muy poblada. El cambio sobrevino al parecer a raíz de la epidemia que había asolado la ciudad de Innsmouth en 1846, pero la gente lo había achacado a ciertos poderes malignos y ocultos. De hecho, el mal radicaba en la absurda tala de toda la arboleda cercana a la playa, que había privado al suelo de su mejor protección contra la arena que ahora lo invadía todo. Finalmente, perdimos de vista Plum Island y apareció la inmensa extensión del Atlántico a nuestra izquierda. El estrecho camino comenzó a subir por una cuesta pronunciada. Experimenté una sensación extraña al ver la cima solitaria que se elevaba ante nosotros, donde el camino, herido de surcos, se encontraba con el cielo. Era como si el autobús fuera a continuar su ascensión abandonando la tierra para fundirse con el misterio ignorado de un más allá invisible. El olor a mar nos llegaba cargado de aromas presagiosos. La espalda encorvada y rígida del conductor y su cráneo grotesco se me antojaban cada vez más repugnantes. Por detrás tenía la cabeza casi tan despoblada de pelo como su cara. Apenas le crecían unas pocas hebras amarillentas en su piel rugosa y grisácea. Coronamos la cuesta. Desde arriba se podía contemplar toda la extensión del valle donde el Manuxet desembocaba en el mar, justo al norte de una larga muralla de acantilados que culmina en Kingston Head y tuerce después hacia Cape Ann. En la bruma lejana del horizonte se alcanzaba a distinguir el perfil confuso del promontorio donde se alzaba aquel caserón antiguo del que tantas leyendas se habían contado. Pero de momento, toda mi atención se centró en el panorama inmediato que se abría ante mí: habíamos llegado frente al tenebroso pueblo de Innsmouth. Era un núcleo urbano muy extenso, de casas apretadas, pero carente de signos de vida. Apenas si salía un hilo de humo de toda la maraña de chimeneas. Tres elevados campanarios descollaban rígidos y leprosos contra el azul de la mar. A uno de ellos se le había desmoronado el capitel. Los otros dos mostraban los negros agujeros donde antaño estuvieran las esferas de sus relojes. La inmensa marca de techumbres inclinadas y buhardillas puntiagudas formaban un paisaje desolador. A medida que avanzábamos carretera abajo, descubrí que muchos de los tejados estaban totalmente hundidos. Había algunas casas grandes de estilo georgiano, con tejados de cuatro aguas, cúpulas y galerías acristaladas. La mayoría de ellas estaban lejos de la mar, y una o dos vi que todavía se conservaban en buen estado. En el espacio que había entre unas y otras, se veía la línea herrumbrosa del ferrocarril abandonado, invadida de yerba, bordeada por los postes del telégrafo sin cables ya, y las huellas borrosas de los viejos caminos de carro que iban a Rowley y a Ipswich. El abandono y la ruina se hacían más evidentes en el barrio marinero, junto a los muelles. Sin embargo, en su mismo centro se alzaba la blanca torre de un edificio de ladrillo muy bien conservado, que parecía como una pequeña fábrica. El puerto, invadido por los bancos de arena, estaba protegido por un antiguo espigón de piedra, sobre el que se distinguían las menudas figuras de algunos pescadores sentados. En la punta del espigón se veían los cimientos circulares de un faro derruido. En el puerto se había formado una lengua de arena sobre la cual había unas chozas miserables, algunos botes amarrados y unas cuantas nasas diseminadas. El único sitio en que parecía haber profundidad era donde el río, una vez pasado el edificio de la torre blanca, daba la vuelta hacia el sur y vertía sus aguas en el océano, al otro lado del espigón. Los muelles de embarque estaban podridos de un extremo a otro. Los más ruinosos eran los de la parte sur. Y allá lejos, mar adentro, pese a la marca alta, pude distinguir una raya larga y negra que apenas afloraba del agua y que al instante ejerció sobre mí una atracción singular y maligna. Era, sin duda alguna, el Arrecife del Diablo. Por un momento, mientras lo contemplaba, tuve la sorprendente sensación de que me estaban haciendo señas desde allá, lo que me produjo un inmenso malestar. No encontramos a nadie por el camino. Empezamos a cruzar por delante de una serie de granjas desiertas y desoladas. Después vinieron unas pocas casas habitadas, cuyas ventanas estaban tapadas con harapos. En los estercoleros se amontonaban las conchas y el pescado estropeado. Algunos individuos trabajaban con aire ausente en sus jardines yermos y sacaban almejas en la orilla, siempre en medio de un penetrante olor a pescado. Unos grupos de niños sucios y de cara simiesca jugaban en los portales invadidos por la yerba. Había algo en aquella gente que resultaba más inquietante aún que los lúgubres edificios. Casi todos tenían los mismos rasgos faciales y los mismos gestos, cosa que producía una repugnancia instintiva e irremediable. Por un instante me pareció que aquellos rasgos me recordaban algún cuadro visto anteriormente, en circunstancias excepcionalmente horribles. Pero este pseudo—recuerdo fue muy fugaz. Al llegar el autobús a la zona llana donde se alzaba el pueblo comencé a oír el murmullo monótono de una cascada en medio de un silencio impresionante. Las casas, desconchadas y torcidas, se fueron arrimando unas a otras, alineándose a ambos lados de la carretera, y ésta se convirtió en calle. En algunos sitios se veía el pavimento adoquinado y restos de las aceras de baldosa que en otro tiempo habían existido. Todas las casas estaban aparentemente desiertas. De cuando en cuando, entre las paredes maestras, se abría el vacío de algún edificio derrumbado. En todas partes reinaba un olor nauseabundo e insoportable de pescado. No tardaron en comenzar los cruces y las bocacalles. Las calles que salían a la izquierda en dirección de la costa estaban desempedradas, llenas de suciedad y de inmundicias. Aún no había visto a nadie en el pueblo, pero al fin se veían algunos signos de vida: cortinas en algunas ventanas, un cascado automóvil detenido junto al bordillo... El pavimento y las aceras se iban perfilando cada vez más y, aunque casi todas las casas eran bastante viejas —edificios de madera y ladrillo de principios del siglo XIX— se veía que todavía estaban en condiciones. Fascinado por el interés de cuanto veía, me olvidé del olor repugnante y de la sensación opresiva que había experimentado al principio. Pero no había de llegar yo a mi punto de destino sin recibir otra impresión tremendamente desagradable. El autobús desembocó en una especie de plaza flanqueada por dos iglesias, en cuyo centro había un círculo de césped pelado y seco. En la calle que salía a la derecha se alzaba un edificio con columnas. La fachada, pintada de blanco en tiempos atrás, estaba ahora gris y desconchada. Las letras doradas y negras del frontis estaban tan borrosas que me costó bastante descifrar la inscripción: «Orden Esotérica de Dagon». Se trataba, pues, de la antigua logia masónica, actualmente consagrada a un culto degradante. Mientras me esforzaba por descifrar dicha inscripción, sonaron los sordos tañidos de una campana rajada que vinieron a distraer mi atención. Entonces me volví rápidamente y miré al otro lado de la plaza. Los toques de campana provenían de una iglesia de piedra, de falso estilo gótico, que parecía mucho más antigua que el resto de los edificios de Innsmouth. Tenía a un lado una torre cuadrada, achaparrada, cuya cripta de cerradas ventanas era desproporcionadamente alta. El reloj de la torre carecía de manillas, pero sabía que aquellos golpes sordos correspondían a las once. Y de repente, todas mis reflexiones se esfumaron ante la inesperada aparición de una figura tan horrenda, que me estremecí aun sin haber tenido tiempo de verla bien. La puerta de la cripta estaba abierta y formaba un rectángulo de oscuridad. Y al mirar casualmente, cruzó ese rectángulo algo que provocó en mí una fugaz impresión de pesadilla. Era un ser vivo, el primer ser vivo, aparte el conductor, que veía dentro del casco urbano. De haber tenido los nervios más tranquilos, probablemente no habría encontrado nada aterrador en ello, porque un momento después me daba cuenta de que se trataba tan sólo de un sacerdote. Ciertamente vestía una extraña indumentaria, adoptada tal vez cuando la Orden de Dagon había decidido modificar el ritual de las iglesias locales. Creo que lo primero que me llamó la atención, lo que me llenó de aquel repentino horror, fue la alta tiara que llevaba. Se trataba de una reproducción exacta de la que miss Tilton me había mostrado la noche anterior. Sin duda fue esta coincidencia la que desató mi imaginación y me hizo ver algo siniestro en el rostro vislumbrado y en el atavío de aquella silueta que cruzó pesadamente el umbral de la puerta. Un segundo después resolví que no había ninguna razón para sentir ese horror que parecía nacer como un recuerdo maligno y olvidado. ¿No era natural que el misterioso ritual del lugar hubiese hecho adoptar a sus ministros ciertos ornamentos sacerdotales que resultasen especialmente familiares a la comunidad… por haber sido hallados en un tesoro, por ejemplo? Unos poquísimos jóvenes de aspecto repelente se dejaron ver por las aceras. Se trataba de individuos aislados o de silenciosos grupos de dos o tres. En la planta baja de los edificios había algunas tiendas pequeñas de rótulos sucios y despintados. Vi también en las calles uno o dos camiones aparcados. El ruido de la caída del agua se fue haciendo intenso, hasta que apareció ante nosotros la profunda garganta del río, sobre la cual se extendía un ancho puente de hierro que desembocaba en un plaza amplia. Al pasar por el puente, miré a uno y otro lado, y observé que había unas cuantas fábricas en las márgenes cubiertas de maleza, así como en la parte baja del camino. Allá lejos, por debajo del puente, el agua era muy abundante. A mi derecha, río arriba, se veían dos poderosos saltos de agua, y otro por lo menos río abajo, a la izquierda. El ruido era ensordecedor desde el puente. Luego dimos la vuelta a una plaza espaciosa al otro lado del río, y paramos a la derecha, delante de un caserón alto, pintado de amarillo y coronado por una cúpula. Sobre la puerta, un letrero medio borrado proclamaba que aquello era Gilman House. Me alegré de bajar del autobús. Inmediatamente después, procedí a consignar mi maleta en el sórdido vestíbulo del hotel. Sólo había una persona a la vista, un hombre de edad, que carecía de lo que yo había dado en llamar «pinta de Innsmouth». Decidí no hacer preguntas indiscretas; recordaba las cosas raras que se contaban de este hotel. Así que salí a dar una vuelta por la plaza. El autobús se había ido ya. Me entretuve en inspeccionar el sitio. A un lado, la plaza daba a un solar pedregoso tras el cual se extendía el río. Al otro extremo había un semicírculo de edificios de ladrillo con tejados oblicuos que seguramente databan de 1800. De allí se abrían varias calles en abanico. Por la noche, habida cuenta de la escasez de farolas, estas calles tendrían una iluminación bastante pobre. Pensé con alivio en mi proyecto de marcharme de allí antes del anochecer. Los edificios se conservaban todos en bastante buenas condiciones y albergaban quizá una docena de establecimientos comerciales de lo más corriente: una sucursal de una gran cadena de tiendas de comestibles, un restaurante de aspecto triste, una droguería, un almacén de pescado al por mayor y, en el extremo de la plaza, no lejos del río, las oficinas de la única industria del pueblo, las Refinerías Marsh. Habría unas diez personas por allí, y cuatro o cinco automóviles y camiones aparcados junto a la acera. Evidentemente, se trataba del centro comercial de Innsmouth. Hacia oriente se podían ver los azules parpadeos del puerto, sobre los que se alzaban las ruinas de tres antiguos campanarios, muy bellos en su lúgubre desolación. Cerca de la orilla, al otro lado del río, se veía sobresalir una torre blanca por detrás de un edificio que debía ser la refinería Marsh. Después de pensarlo un rato, decidí empezar mis indagaciones en la tienda de comestibles. Tratándose de una sucursal, era probable que sus dependientes no fueran de Innsmouth, como así resultó. En efecto, el único empleado era un muchacho de unos diecisiete años cuyo aspecto franco y simpático prometía abundante información. Daba la impresión de que estaba deseoso de charlar, y no tardé en descubrir que no le gustaba el pueblo, ni su olor a pescado, ni sus furtivos habitantes. Para él era un alivio poder hablar con cualquier forastero. Era de Arkham y vivía con una familia que procedía de Ipswich. Siempre que podía, hacía una escapada para visitar a su familia. A ésta no le gustaba que trabajase en Innsmouth, pero la empresa lo había destinado allí y él no deseaba dejar el empleo. Dijo que en Innsmouth no había biblioteca pública ni cámara de comercio, pero que no me sería difícil orientarme por las calles. Seguramente encontraría monumentos de interés. Donde yo me había apeado era Federal Street. De aquí nacía en dirección a poniente una serie de calles residenciales —Broad, Washington, Lafayette y Adams—. y al otro lado estaba el miserable barrio marinero. En ese barrio —cuya arteria era Main Street— encontraría unas viejas iglesias muy bellas de estilo georgiano, completamente abandonadas. Sería conveniente que yo no llamara demasiado la atención por aquellas inmediaciones, especialmente al norte del río, ya que el vecindario era gente hosca y mal encarada. Incluso se decía que algunos forasteros habían llegado a desaparecer. Ciertos lugares eran prácticamente territorio prohibido, según había aprendido a costa de disgustos. Por ejemplo, no era aconsejable rondar por los alrededores de la refinería Marsh, ni por las proximidades de cualquiera de los templos que aún se hallaban abiertos al culto ni por delante del edificio de la Orden de Dagon situado en New Church Green. Los cultos que se practicaban eran muy extraños. Todos ellos habían sido enérgicamente desautorizados por sus respectivas iglesias de fuera de Innsmouth. Las sectas locales, aun cuando conservaban sus primitivos nombres, practicaban las más extrañas ceremonias y utilizaban unas vestiduras sacerdotales sumamente raras. Sus credos heréticos y misteriosos hacían alusión a ciertas metamorfosis prodigiosas, a consecuencia de las cuales se obtenía la inmortalidad material en este mundo. El pastor del muchacho, el doctor Wallace, de Arkham, le había instado a que no frecuentara ninguna iglesia de Innsmouth. En cuanto a la gente, él apenas sabía nada. Eran huidizos; se les veía raramente y vivían como los animales en sus madrigueras, de modo que resultaba muy difícil imaginarse a qué se dedicaban, aparte la eterna pesca. A juzgar por las cantidades de licor clandestino que consumían, se debían de pasar la mayor parte del día en estado de embriaguez. Parecían unidos por una especie de misteriosa camaradería, y sentían un gran desprecio por el resto del mundo, como si fueran ellos los elegidos para otra vida mejor. Su aspecto —en particular aquellos ojos fijos e imperturbables que no pestañeaban jamás— era lo que más le repelía de ellos. Después, sus voces roncas de acento inhumano. Era lo más desagradable del mundo oírles cantar por la noche en la iglesia, en especial durante sus grandes festividades —que ellos denominaban re—nacimientos—, celebradas dos veces al año, el 30 de abril y el 31 de octubre. Eran muy aficionados al agua, y siempre estaban nadando en el río y en el puerto. Las competiciones hasta el lejano Arrecife del Diablo eran muy frecuentes, y viéndoles, daba la sensación de que todos estaban en condiciones de participar en esta dura prueba deportiva. Pensándolo bien, uno se daba cuenta de que las únicas personas que aparecían en público eran jóvenes. Incluso entre éstos, a los mayores se les notaban ya ciertos signo de degeneración. Era muy raro encontrar adultos sin rastro de desviación biológica alguna, como el viejo empleado del hotel, y uno se preguntaba qué ocurría con los viejos. ¿No sería tal vez la «pinta de Innsmouth» un extraño fenómeno patológico que les iba minando el organismo a medida que transcurrían los años? Naturalmente, sólo una grave enfermedad podía acarrear tales y tan grandes modificaciones anatómicas en las personas que alcanzaban la madurez… modificaciones tan profundas, que incluso llegaban a afectar a la forma del cráneo. En ese caso, la cosa ya no sería tan desconcertante, puesto que se trataría de una enfermedad. De todas formas, el muchacho me dio a entender que era muy difícil sacar conclusiones concretas sobre el asunto, ya que jamás se llegaba a conocer personalmente a los viejos del lugar, por mucho que viviese uno entre ellos. Dijo además que estaba convencido de que había individuos más repugnantes que los que se veían por la calle, pero que los encerraban en determinados lugares. Se oían cosas la mar de raras. Decían que las casas del puerto se comunicaban entre sí mediante una serie de subterráneos secretos, y que el barrio era un auténtico vivero de monstruos deformes. Era imposible saber qué clase de sangre les corría por las venas, si es que les corría alguna. Cuando llegaba al pueblo algún enviado del Gobierno o alguna personalidad, solían ocultar a los tipos más señaladamente repulsivos. Añadió que era inútil preguntarles nada sobre el lugar. El único capaz de hablar era un viejo que vivía en el asilo de la salida del pueblo, y que solía pasear por las calles próximas al parque de bomberos. Este venerable personaje, Zadok Allen, tenía noventa y seis años y estaba algo tocado de la cabeza, además de ser el borrachín del pueblo. Era un individuo huidizo y extraño que siempre miraba de soslayo como si temiese algo. Estando sereno, no se le podía sacar una palabra del cuerpo. Sin embargo, era incapaz de rechazar cualquier invitación y, una vez bebido, contaba las historias más asombrosas del mundo. De todos modos, pocos datos útiles podría sacar de él, ya que no decía más que disparates, cosas prodigiosas y horrores imposibles, propios de una mente desequilibrada. Nadie le creía, pero a los de Innsmouth no les gustaba verle beber y charlar con extraños. No era prudente que le vieran a uno haciéndole preguntas. Probablemente, las descabelladas habladurías que corrían por ahí provenían de él. Es cierto que algunos habitantes de Innsmouth que procedían de otras localidades afirmaban haber visto escenas horribles, pero las aterradoras historias del viejo Zadok, unidas a la deformidad de los habitantes, eran suficientes para provocar todo tipo de supersticiones y fantasías. Ninguno de los forasteros que vivían en el pueblo se atrevía a salir de noche. Se decía que era peligroso. Además, las calles estaban siempre oscuras. Por lo que se refiere al comercio, la abundancia de pescado era casi increíble; de todos modos, en Innsmouth se obtenía menos beneficio cada día. Los precios bajaban continuamente y la competencia aumentaba. Como es natural, el verdadero negocio del pueblo era la refinería, cuyas oficinas estaban en la plaza, unos portales más allá. El viejo Marsh nunca se dejaba ver. A veces se veía pasar su automóvil con las cortinillas echadas. Corría toda suerte de rumores acerca de la transformación que había sufrido el viejo Marsh. En sus tiempos había sido siempre muy atildado y se decía que vestía aún una elegante levita de tiempos del rey Eduardo, aunque se la habían tenido que adaptar a ciertas deformidades. Al principio dirigían sus hijos la oficina de la plaza, pero últimamente se habían retirado de la vida pública, dejando el peso del negocio a la generación más joven. Tanto ellos como sus hermanas habían sufrido un cambio muy extraño, especialmente los mayores, y se decía que estaban muy mal de salud. Por lo visto, una de las hijas de Marsh era verdaderamente horrible. Según se decía, parecía un reptil. Iba siempre ataviada con una gran cantidad de joyas fantásticas; hasta llevaba una tiara del mismo estilo que la del museo, por lo que me dijo el muchacho. El mismo se la había visto en la cabeza más de una vez. Sin duda provenía de algún tesoro escondido por los piratas o los demonios. Los curas —o los pastores, o como se les llamase a esos extraños sacerdotes— usaban también tiaras de ese tipo. Pero rara vez se les veía. Me confesó que él no había visto más que una, la de la muchacha, aunque corría el rumor de que existían varias en la ciudad. Además de los Marsh, había otras tres familias de elevada posición: los Waite, los Gilman y los Eliot. Todas eran gente retraída. Vivían en casas inmensas, a lo largo de Washington Street. Se decía que con ellos vivían secuestrados ciertos familiares que sufrían también horribles deformaciones y cuyo fallecimiento había sido certificado oficialmente. Como en muchas calles habían desaparecido los rótulos, el muchacho me dibujó un plano rudimentario pero bien detallado del pueblo, para que pudiera orientarme. Después de examinarlo un momento, consideré que me iba a servir de gran ayuda. Le di las gracias y me lo guardé en el bolsillo, No me gustaba la idea de ir a comer al restaurante que había visto, así que le compré un poco de queso y galletas para tomar un bocado más adelante. El programa que me había trazado consistía en deambular por las calles principales, hablar con alguien que no fuese de allí si tenía ocasión de ello, y coger el autobús de las ocho para Arkham. A primera vista se notaba que el pueblo era un caso extremado de decadencia colectiva. En fin, yo no soy sociólogo, de manera que limité mis observaciones a la arquitectura. Empecé a buen paso mi recorrido sistemático por las sórdidas calles de Innsmouth. Después de cruzar el puente, me desvié hacia el fragor de los saltos de agua que había río abajo. Pasé junto a la refinería Marsh, de la que no salía ruido alguno ni se notaba la menor actividad. El edificio estaba situado junto al río, cerca del puente y de una confluencia de calles que debió de ser el primitivo centro comercial del pueblo, desplazado después por la actual Plaza Mayor. Volví a cruzar la garganta por el puente de Main Street, y desemboqué en un paraje tremendamente desolado. Los montones de cascote y los tejados fundidos formaban una línea mellada y fantástica que se recortaba contra el cielo. Por encima, severo y decapitado, destacaba el campanario de una antigua iglesia. En Main Street había algunas casas habitadas al parecer, pero sus puertas y ventanas estaban cerradas con tablas clavadas. Más abajo, unos edificios ruinosos y abandonados abrían sus ventanas como negras órbitas vacías sobre las calles empedradas. Algunos de aquellos edificios se inclinaban peligrosamente a causa de los hundimientos del suelo. Reinaba un silencio imponente. Tuve que armarme de valor para atravesar aquel lugar en dirección al puerto. Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce una casa desierta aumenta cuando el número de casas se multiplica hasta formar una ciudad de completa desolación. El interminable espectáculo de callejones desiertos y fachadas miserables, la infinidad de cuchitriles oscuros, vacíos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, provocan un temor que ninguna filosofía puede disipar. En Fish Street estaba todo tan desierto como en la arteria principal, aunque ofrecía un aspecto diferente. Había muchos almacenes, construidos de piedra y ladrillo, que todavía se conservaban en buen estado. Water Street era casi idéntica, salvo que tenía enormes espacios despejados en el lado de la mar, donde antes hubo muelles y embarcaderos, hoy hundidos. No se veía un alma, a excepción de los escasos pescadores del lejano espigón. Sólo se oían los blandos lametones de las olas en el puerto, y el rumor lejano de los saltos del Manuxet. Una creciente inquietud se iba apoderando de mí. Volví la cabeza y miré hacia atrás furtivamente. Luego atravesé el vacilante puente de Water Street. El otro, el de Fish Street, estaba en ruinas según el plano. Al otro lado del río encontré indicios de cierta actividad: manufacturas de preparación y embalaje del pescado, algunas chimeneas humeantes, techumbres reparadas, ruidos indeterminados y unos pocos individuos que caminaban bamboleantes por los callejones mal empedrados. No obstante, este barrio resultaba aún más deprimente que la desolación del distrito sur. Las gentes aquí tenían más acentuada su deformidad que las del centro. Varias veces me recordaron, de manera confusa, algo tremendo y grotesco que no conseguí identificar. Evidentemente, la proporción de sangre extranjera era en éstos mayor que en los de los demás barrios, a no ser que la «pinta de Innsmouth» fuese una enfermedad, en cuyo caso debía estar causando estragos en este sector. De cuando en cuando también se oían crujidos, carreras presurosas, ruidos extraños y roncos que me hicieron pensar, no sin cierto nerviosismo, en los pasadizos ocultos que había mencionado el muchacho de la tienda. Y de pronto, me di cuenta de que aún no les había escuchado pronunciar una sola palabra, y que deseaba con toda mi alma que no llegara ese momento. Me estremecía con sólo imaginar el sonido de sus voces. Después de detenerme a contemplar las dos iglesias —hermosas, aunque ya en ruinas— de Main y de Church Street, apreté el paso para salir cuanto antes de aquel inmundo barrio marinero. A continuación, mi objetivo debería haber sido lógicamente el templo de New Church Green, pero sin saber bien por qué, no me atreví a pasar otra vez por delante de aquella iglesia, en cuya cripta había vislumbrado la fugaz silueta de aquel extraño sacerdote con tiara. Además, el muchacho de la tienda me había advertido que las iglesias, lo mismo que el local de la Orden da Dagon, no eran lugares aconsejables para forasteros. Por consiguiente, continué por Main Street hasta Martin Street, luego tomé la dirección opuesta a la mar; crucé Federal Street por arriba de Green Street, y me interné en el arruinado barrio aristócrata: Broad, Washington, Lafayette y Adams Street. Aunque sus avenidas, majestuosas y antiguas, tenían un pésimo pavimento, conservaban aún una magnífica arboleda y no habían perdido totalmente su primitiva dignidad. Los edificios, unos tras otros, llamaban la atención. La mayoría eran casas decrépitas, rodeadas de jardincillos totalmente abandonados. De cuando en cuando se veía alguna vivienda habitada. En Washington Street había una fila de cuatro o cinco edificios muy bien conservados, con sus jardines impecables. Pensé que el más suntuoso de todos —rodeado de parterres inmensos que se extendían a todo lo largo de la calle, hasta Lafayette Street—, debía de ser la casa del viejo Marsh, el infortunado propietario de la refinería. En ninguna de estas calles encontré alma viviente. Me extrañaba la completa ausencia de perros y gatos en Innsmouth. Otra cosa que me chocó fue que, incluso en las mejores mansiones, las ventanas de los áticos y del tercer piso permanecían firmemente cerradas y clavadas con tablas. El disimulo y el misterio parecían generales en esta extraña ciudad de silencio y de muerte. Por otra parte, no podía sustraerme a la sensación de que en todo momento me vigilaban unos ojos ocultos, taimados y fijos que no parpadeaban jamás. Me sacudió un escalofrío al oír los tres toques de la campana cascada. Demasiado bien recordaba la iglesia de donde provenían esos tañidos. Siguiendo por Washington Street hacia el río, fui a parar a una zona que antiguamente debió de ser industriosa y comercial. Frente a mí se alzaban las ruinas de una factoría, otros edificios en el mismo estado, y los restos de una estación de ferrocarril. Más allá, el antiguo puente ferroviario cruzaba la garganta a la derecha de donde yo estaba. A la entrada del puente había un cartel que prohibía el paso, pero me arriesgué y pasé otra vez a la orilla sur, donde volví a tropezarme con individuos furtivos de torpe andar que me miraban con disimulo. También se volvieron hacia mí otros rostros, más normales éstos, pero con expresión de curiosidad y desconfianza. Innsmouth se me estaba haciendo intolerable por momentos. Torcí por Paine Street y me encaminé hacia la Plaza con la esperanza de coger algún vehículo que me llevara a Arkham, para no esperar hasta la salida del siniestro autobús. Fue entonces cuando descubrí el cochambroso parque de bomberos y encontré al viejo —cara colorada, hirsuta la barba, ojos aguanosos, y vestido con unos andrajos indescriptibles— sentado en un banco allí enfrente y hablando con un par de bomberos mal vestidos, aunque de aspecto normal. Naturalmente, no podía ser otro que Zadok Allen, el chiflado bebedor cuyos relatos sobre Innsmouth tenían fama de espantosos e increíbles. III No sé qué oscura fatalidad vino a torcer los planes que me había trazado. Mi propósito era únicamente admirar las bellezas arquitectónicas; y aun así, tenía prisa por llegar a la Plaza. Quería ver si podía marcharme en seguida de aquel pueblo siniestro. Pero al ver al viejo Zadok Allen se despertó en mí un nuevo interés y empecé a caminar más despacio. Ya sabía que lo único que podía oír del viejo era una serie de historias absurdas y disparatadas. Se me había advertido, además, que era peligroso que le vieran a uno hablando con él. Sin embargo, no pude resistir la tentación de abordar a un viejo testigo de la decadencia del pueblo, cargado de recuerdos sobre los buenos tiempos en que zarpaban los barcos y funcionaban las factorías. Al fin y al cabo, el relato más desquiciado tiene la mayoría de las veces un fondo de realidad… y era seguro que el viejo Zadok había presenciado las calamidades que cayeron sobre Innsmouth durante los últimos noventa años. La curiosidad me empujaba más allá de lo prudencial. Por otra parte, en mi presunción juvenil me creía capaz de desentrañar la verdad que podía encerrar la confusa versión que probablemente le sacaría con ayuda del whisky. No podía abordarle allí mismo, claro está, porque los bomberos tratarían de impedirlo. Pensé en la manera de hacerlo. Me haría con una botella de contrabando. El muchacho de la tienda me había dicho dónde me lo podían vender. Después pasaría por el parque de bomberos como por casualidad, y le hablaría en cuanto se me presentara la ocasión. El dependiente me había dicho también que el viejo Zadok era muy inquieto, y que rara vez permanecía sentado dos horas seguidas. Me resultó fácil —aunque no barato— hacerme con un cuarto de botella de whisky en la trastienda de un establecimiento de artículos diversos que había a la salida de la Plaza, en Eliot Street. El tipo que me despachó tenía la misma «pinta de Innsmouth» que los demás, aunque fue muy amable a su modo, tal vez por estar acostumbrado a tratar con los forasteros —carreteros, compradores de oro y gentes así— que estaban de paso en el pueblo. Al llegar a la plaza vi que estaba de suerte: por la esquina del Gilman House, surgiendo de Paine Street, apareció nada menos que la flaca figura del mismísimo Zadok Allen. Como tenía pensado, atraje su atención ostentando la botella. No tardé en comprobar, al torcer por Paine Street en busca de un lugar solitario, que el viejo me seguía con paso torpe. Me orienté por el plano del muchacho de la tienda. Busqué un paraje desierto y abandonado que había visto antes, al sur del barrio del puerto, donde no se veían más seres vivientes que los pescadores, allá lejos. Crucé unas pocas manzanas más y perdí de vista incluso a estos testigos remotos. Llegué, por fin, a un embarcadero abandonado, realmente solitario. Allí podía interrogar a mis anchas al viejo Zadok sin que nadie nos viera. Antes de llegar a Main Street, oí un «¡eh, señor! » débil y jadeante a mi espalda. Dejé que el viejo me alcanzara y le permití que echara un buen trago. Empecé a tantearle mientras caminábamos en medio de aquella desolación, entre fachadas ruinosas y torcidas. Pronto me di cuenta de que el viejo no soltaba la lengua tan pronto como yo había supuesto. Finalmente llegamos a un solar invadido de yerba, rodeado de unas tapias desmoronadas, excepto por donde daba a un muelle cubierto de algas. Las rocas musgosas, junto al agua, proporcionaban unos asientos aceptables y el lugar estaba al resguardo de miradas indiscretas, oculto por un malecón en ruinas que teníamos atrás. Pensé que éste era el sitio ideal para mantener una larga conversación, así que conduje allí a mi compañero, y tomamos asiento en las rocas. El ambiente era de abandono y de muerte; el olor a pescado resultaba insufrible, pero nada me haría desistir de mi propósito. Tenía unas cuatro horas por delante, si quería coger el autobús de las ocho para Arkham. Le pasé otro poco la botella al viejo y, mientras, me dispuse a tomar mi escasa comida. Procuré que el viejo no bebiera demasiado porque no deseaba que su locuacidad se convirtiera en sopor. Al cabo de una hora, empezó a dar muestras de ceder en su obstinada reserva, aunque para desilusión mía, continuó soslayando mis preguntas sobre Innsmouth y su tenebroso pasado. Se limitaba a hablar de temas generales, poniendo de manifiesto un gran conocimiento de la actualidad periodística y una marcada tendencia a filosofar a la manera sentenciosa de los campesinos. Llevábamos ya casi dos horas, y yo empezaba a temerme que el cuarto de whisky no iba a ser suficiente. Me pregunté si no sería mejor ir un momento a comprar más. Pero justo cuando me disponía a levantarme, la casualidad hizo lo que mis preguntas no habían logrado hasta el momento, y las divagaciones del anciano tomaron un derrotero que al instante despertó mi interés. Yo estaba de espaldas a esa mar cargada de olor de pescado, pero el viejo estaba de cara, y su mirada errante tropezó con la línea baja y distante del Arrecife del Diablo, que en aquella hora aparecía con claridad y casi fascinante, por encima de las olas. La visión pareció disgustarle, porque masculló una serie de confusas imprecaciones que terminaron en un susurro confidencial y una mirada de soslayo. Se inclinó hacia mí, me cogió de la solapa, y empezó a hablar en voz muy baja: —Ahí empezó todo... en este maldito lugar. De ahí viene todo lo malo, de las aguas profundas. Para mí que es la boca del infierno... No hay sonda, por larga que sea, que llegue hasta el fondo. El capitán Obed fue quien tuvo la culpa... Quiso llegar demasiado lejos, y se metió en tratos con ciertas gentes de los Mares del Sur. »Todo andaba mal en aquellos tiempos. El comercio era un fracaso, las fábricas se arruinaban y los corsarios mataron a nuestros mejores hombres en la Guerra de 1812. Otros naufragaron, como los del bergantín Elizy y el lanchón Ranger, que eran de Gilman los dos. Obed Marsh tenía una flota de tres barcos: el bergantín Columby, el Hetty, y la corbeta Sumatra Queen. Fue el único que siguió con el tráfico de las Indias Orientales y el Pacífico, aparte la goleta Malary Bride, de Esdras Martin, que hizo una salida el año veintiocho. »Nunca ha habido otro como el capitán Obed... ¡hijo de Satanás! ¡Je, je! Todavía me parece que lo veo soltando pestes y llamando idiotas a todos porque iban a la iglesia y aguantaban sus miserias sin protestar. Decía que había dioses mejores, que las divinidades de las Indias proporcionaban pescado a cambio de los sacrificios, y que ésos sí que escuchaban las plegarias de las gentes. »Matt Eliot, su mejor amigo, también hablaba bastante, también. Sólo que incitaba a las gentes a hacer herejías de paganos. Según decía, había una isla al este de Othaheite con una gran cantidad de ruinas de piedra, más viejas que lo más antiguo que nadie pueda conocer. Decía que era como la Ponapé de las Carolinas, sólo que con unos rostros esculpidos como los de la isla de Pascua. Allí cerca había también un islote volcánico, donde existían unas ruinas completamente estropeadas, como si hubieran estado mucho tiempo bajo el agua, y representaban unos monstruos espantosos. »Pues bien, señor, Matt les decía a las gentes que los nativos aquellos tenían todo el pescado que les cabía a bordo, y ajorcas valiosas, y brazaletes, y coronas, todo fundido en no sé qué especie de oro, con motivos labrados imitando los seres monstruosos esculpidos en las ruinas del islote. Eran como ranas que parecían peces o peces que parecían ranas, y estaban en todas las posturas talmente como seres humanos. Nadie sabía de dónde habían sacado aquellos tesoros ni cómo se las arreglaban para pescar tanto, cuando en las islas vecinas apenas se sacaba para malvivir. Conque Matt también se extrañó, lo mismo que el capitán Obed. Y éste observó, además, que cada año desaparecía la flor de la juventud, y que no se veían viejos. A la vez empezó a notar que algunos tipos tenían un aspecto demasiado raro, aun para ser canacos. »Por último, Obed descubrió la verdad. No sé cómo se las arregló, pero empezó comprándoles los objetos de oro que usaban. Les preguntó de dónde los sacaban y si había más, y finalmente le sacó toda la verdad al viejo jefe. Walakea se llamaba. Otro que no fuera Obed, no se habría creído lo que le contó el viejo del demonio, pero el capitán leía en los ojos de las personas como en un libro abierto. ¡Je, je! A mí tampoco me cree nadie cuando me pongo a contarlo, y supongo que usted tampoco... aunque ahora que me fijo, tiene usted la misma mirada que el viejo Obed.» La voz del viejo se hizo aún más susurrante. Su acento era tan sincero y terrible que me estremecí, aun cuando sabía que su relato no era más que una fantasía de borracho. »Pues bien, señor; Obed se enteró de cosas de las que mucha gente no a oído hablar de la vida... ni las creería nadie si las oyera. Parece que estos canacos sacrificaban montones de muchachos y muchachas a una especie de divinidades que vivían bajo la mar, y obtenían toda clase de favores a cambio. Se reunían con aquellos seres en el islote, entre las extrañas ruinas, y parece que las imágenes monstruosas de peces—ranas estaban copiadas de aquellos seres. Seguramente eran esas bestias que salen en todos los cuentos de sirenas y cosas por el estilo. Tenían muchas ciudades en el fondo, y la propia isla había salido de las profundidades. Parece que, cuando el islote salió a la superficie, todavía quedaban algunos de estos seres vivos entre las ruinas, y los canacos se dieron cuenta de que debía haber muchos más en el fondo del océano. Conque, en cuanto se atrevieron, empezaron a hablar con ellos por señas, y llegaron finalmente a un acuerdo. »A esos seres les gustaban los sacrificios humanos. Hacía mucho habían subido también a la superficie y habían hecho sacrificios, pero finalmente habían perdido contacto con el mundo de arriba. Sabe Dios lo que harían con las víctimas; me figuro que Obed prefirió no preguntarlo. Pero a los paganos no les importaba demasiado, porque atravesaban una racha difícil y estaban desesperados. Así que, dos veces al año, entregaban cierto número de jóvenes a los seres de la mar: la noche de Walpurgis y la de Difuntos. También les daban algunas baratijas talladas que sabían hacer. A cambio, las bestias marinas se comprometían a darles grandes cantidades de pescado y ciertos objetos de oro macizo. »Pues como digo, los nativos se reunían con esos seres en el islote volcánico... Iban en canoas con las víctimas y demás, y regresaban con las joyas de oro que les entregaban. Al principio, los seres aquellos no querían ir a la isla grande, pero de pronto, un día, dijeron que sí, que querían ir. Se conoce que les apetecía mezclarse con la gente y festejar con ellos sus días señalados, la noche de Walpurgis y la de Difuntos. Como ve, podían vivir dentro o fuera del agua. O sea, que eran anfibios, como decimos nosotros. Los canacos les advirtieron que los habitantes de las demás islas los matarían si se enteraban de que estaban allí, pero ellos dijeron que no se preocuparan, que tenían poderes suficientes para destruir a toda la raza humana, menos a los que tenían no sé qué señales o signos de los que ellos llamaban 'Primordiales'. Pero como no querían líos, se ocultaban cuando alguien visitaba la isla. »Cuando les llegó la época de celo a aquellos seres con pinta de sapo, los canacos pusieron reparos, pero entonces se enteraron de algo que les hizo cambiar de opinión. A lo que parece, los seres humanos tenemos como cierto parentesco con estas bestias marinas, porque todas las formas de vida han salido del agua y sólo necesitan un pequeño cambio para volver a ella otra vez. Las criaturas aquellas dijeron a los canacos que si se mezclaban sus sangres, nacerían hijos de apariencia humana al principio, pero que después se irían pareciendo a ellos cada vez más, hasta que finalmente regresarían al agua para reunirse con los enjambres de seres que bullen en los abismos del agua. Y aquí viene lo importante, joven: que cuando se volvieran peces—sapos como ellos y regresaran al agua, no morirían ya jamás. Esas bestias no mueren nunca, excepto si se las mata de forma violenta. »Pues bien, señor; para cuando Obed conoció a los isleños, ya les corría por las venas mucha sangre de pez que les venía de las bestias. Cuando envejecían y empezaba a notárseles, no tenían más remedio que esconderse hasta que les venían ganas de irse a la mar. Algunos tenían más sangre de bestia que otros, y también se daba el caso del que no llegaba a cambiar lo suficiente para vivir en el fondo; pero en fin, casi todos se convertían en monstruos como ya se les había advertido. Los que se parecían más a ellos de nacimiento se iban antes; los que nacían más humanos, vivían en la isla, a veces hasta pasados los setenta años, aunque bajaban a menudo al fondo de la mar para ensayar a ver. Y los que se habían ido ya, volvían como de visita, de manera que a veces un hombre podía charlar con el tatarabuelo de su tatarabuelo, que había regresado a las aguas doscientos años antes o así. »Ya nadie pensaba en morir... salvo en lucha con los de otras islas, o si los sacrificaban a los dioses marinos, o si los mordía una serpiente, o también si cogían una enfermedad antes de regresar a las aguas. Sencillamente, se pasaban la vida esperando que les viniese el cambio, que ya se habían acostumbrado a él y no les parecía tan horrible. Pensaban que la transformación valía la pena, y me figuro que Obed pensaría lo mismo cuando meditó lo que le había contado el viejo Walakea. Sin embargo, Walakea era uno de los pocos que no tenía mezcla de sangre en las venas. Era de la familia real, y sólo se casaban con los de las familias reales de otras islas. »Walakea le enseñó a Obed una gran cantidad de ritos y conjuros relacionados con aquellas bestias marinas, y le mostró algunos hombres que ya estaban muy a medio convertir, pero jamás le permitió ver a ninguno completamente transformado. Por último, le dio un chisme bastante raro de plomo o algo parecido, y le dijo que atraía a los famosos peces—ranas en cualquier lugar del agua, siempre que hubiese un nido de ellos abajo. Lo único que tenía que hacer era echar aquel chisme al agua y recitar correctamente las plegarias y demás. Walakea le dijo que los peces—ranas estaban diseminados por todo el mundo, de manera que se podía encontrar un nido y llamarlos con toda facilidad. »A Matt no le gustaba nada el asunto y le pidió a Obed que se mantuviese alejado de la isla, pero el capitán estaba ansioso por ganar dinero, y tan baratos encontró aquellos objetos de oro, que acabaron siendo su especialidad. Las cosas continuaron de esta manera durante unos años, hasta que Obed sacó el oro suficiente para poner en marcha la refinería en el edificio de una vieja fábrica de Waite. No vendía las joyas tal como le venían a las manos porque la gente habría hecho demasiadas preguntas. Pero a veces, alguno de su tripulación robaba alguna que otra pieza y la vendía por su cuenta. Otras veces, Obed permitía que las mujeres de su familia se adornaran con ellas, como hacen todas las mujeres del mundo. »Pues bien, hacia el año treinta y ocho —tenía yo entonces siete años—, Obed se encontró con que los isleños habían desaparecido. Parece ser que los de las otras islas habían oído contar lo que pasaba, y decidieron cortar por lo sano. Para mí que debían tener algunos de esos viejos símbolos mágicos que, como decían los monstruos marinos, eran lo único que les asustaba. Ya se sabe que los canacos son unos linces, y no le quiero decir, si ven aparecer de pronto una isla con ruinas más antiguas que el diluvio, lo que tardan en ir a ver de qué se trata. El caso es que no dejaron títere con cabeza, ni en la isla grande ni en el islote volcánico, salvo las ruinas, que eran demasiado grandes para derribarlas. En determinados lugares dejaron unas piedras pequeñas como talismanes que llevaban grabado encima un signo de esos que llaman ahora la svástica. Debían de ser símbolos de los Primordiales. En resumen: que lo destruyeron todo, que no dejaron ni rastro de aquellos objetos de oro, y que ningún canaco de los alrededores quería decir después ni una palabra del asunto. Incluso juraban que nunca había vivido nadie en aquella isla. »Naturalmente, a Obed le sentó muy mal, porque para él suponía el fin de su negocio. Todo Innsmouth sufrió las consecuencias también, porque en aquellos tiempos, lo que beneficiaba al armador beneficiaba al mismo tiempo a la población. La mayoría de las gentes de por aquí tomó las cosas con resignación; pero estaban arruinados, porque la pesca se agotaba y ninguna de las fábricas marchaba bien. »Entonces Obed empezó a maldecir a las gentes por pasarse la vida rezando estúpidamente al Dios de los cristianos, que no servía para nada. Les dijo que él conocía otros pueblos que rezaban a ciertos dioses que concedían de verdad lo que se les pedía, y dijo que si conseguía un puñado de hombres decididos a secundarle, él se las apañaría para encontrar la protección de esos poderes capaces de proporcionarles abundante pesca y también algo de oro. Naturalmente, los marineros del Sumatra Queen, que habían estado en la isla, comprendieron en seguida lo que quería decir, y a ninguno le hizo mucha gracia tener que arrimarse a los monstruos marinos; pero había muchos que no sabían nada de aquello y les hizo mucha impresión lo que Obed dijo de estos dioses nuevos (o viejos, según se mire), y empezaron a preguntarle cosas sobre esa religión que tanto prometía.» Aquí el anciano se detuvo tembloroso, soltó un gruñido y se sumió en una silenciosa meditación. Lanzó una mirada por encima del hombro con nerviosismo, y luego volvió a contemplar fascinado la línea negra del lejano arrecife. Le pregunté algo y no me contestó. Comprendí que debía dejarle terminar la botella. La desquiciada historia que estaba escuchando me interesaba profundamente porque, a mi entender, se trataba de una especie de alegoría que expresaba de manera simbólica el ambiente malsano de Innsmouth visto a través de una fantasía desbordante e influida por todo tipo de leyendas exóticas. Ni por un momento se me ocurrió creer que el relato tuviera el menor fundamento, y sin embargo, en él palpitaba un auténtico terror, tal vez por el hecho de aludir a aquellas joyas extrañas que tanto me recordaban a la tiara que había visto en Newburyport. Después de todo, lo más probable era que aquel ornamento procediera de alguna isla perdida, y que el extravagante relato de Zadok fuera una patraña más del difunto Obed, y no un delirio suyo de borrachín. Le alargué la botella, y el viejo la apuró hasta la última gota. Soportaba el alcohol de una manera asombrosa; a pesar de la cantidad de whisky ingerido, no se le trabó la lengua ni una vez. Después de apurar la botella lamió el gollete y se la metió en el bolsillo. Luego comenzó a cabecear y a susurrar para sí cosas inaudibles. Me acerqué más a él para ver si le entendía alguna palabra, y me pareció sorprenderle una sonrisa burlona tras sus bigotes hirsutos y manchados. Efectivamente, estaba hablando. Y pude entender que decía: —Pobre Matt... No se estuvo quieto, no. Intentó poner a la gente de su parte y habló muchas veces con los predicadores, pero no sirvió de nada... Al sacerdote congregacionista lo echaron del pueblo, el metodista se largó, al anabaptista, que se llamaba Resolved Babcock, no se le volvió a ver... ¡Ira de Jehová! Yo no era más que un chiquillo, pero oí lo que oí, y vi lo que vi... Dagon y Astharoth... Belial y Belcebú... El Becerro de Oro y los ídolos de Canaan y de los filisteos… Abominaciones de Babilonia... Mene, mene tekel, upharsin. Nuevamente se detuvo. Me pareció, por la mirada aguanosa de sus ojos azules, que se encontraba muy cerca de la embriaguez. Pero cuando lo sacudí levemente del hombro, se volvió con asombrosa vivacidad y soltó unas cuantas frases aún más sibilinas: —Conque no me cree, ¿eh? ¡Je, je, je!... Entonces dígame usted, joven, ¿por qué se iba el capitán Obed de noche en bote, junto con otros veinte tipos, al Arrecife del Diablo, y allí se ponían a cantar todos a voz en cuello, que podía oírseles desde cualquier parte del pueblo cuando el viento venía de la mar? ¿Por qué, eh? ¿y por qué arrojaba unos bultos pesados al agua por un lado del Arrecife donde ya puede usted echar un escandallo como de aquí a mañana, que no le llegará jamás al fondo? ¿Y me puede decir qué hizo él con aquel chisme de plomo que le dio Walakea? Vamos, dígame, ¿eh? ¿y me puede explicar qué letanías entonaban todos juntos en la noche de Walpurgis y en la de Difuntos? ¿y por qué los nuevos sacerdotes de las iglesias, que habían sido antes marineros, se vestían con extraños atuendos y se ponían esas especies de coronas de oro que Obed había traído? ¿Eh? Los aguanosos ojos azules de Zadok Allen tenían ahora un brillo maníaco, casi demencial, y erizados los sucios pelos de su barba descuidada. Debió percatarse de mi involuntario gesto de aprensión, porque se echó a reír con perversidad. —¡Je, je, je, je! Empieza a ver claro, ¿eh? Seguramente le habría gustado estar en mi pellejo en aquel entonces, y ver por la noche, desde lo alto de mi casa, las cosas que pasaban en la mar. ¡Bueno! yo era pequeño, pero también son pequeños los conejos y tienen grandes orejas, y lo que es yo, ¡no me perdía ni palabra de lo que contaban del capitán Obed y de los que salían con él al arrecife! ¡Je, je, je! ¿y la noche que subí al terrado con el catalejo de mi padre, y vi el arrecife lleno de formas que se echaban al agua en el momento de salir la luna? Obed y los demás estaban en el bote, en la parte de acá, pero aquellas formas se zambulleron por el otro lado, donde el agua es más profunda, y no volvieron a aparecer. ¿Le habría gustado ser chiquillo y estar solo allá arriba viendo aquellas formas que no eran humanas?.. ¡Je, je, je! El anciano se estaba volviendo histérico, cosa que me empezó a alarmar. Me puso en el hombro su mano nudosa y se me aferró de manera convulsiva. —Imagínese que una noche se asoma por el terrado y ve que en el bote de Obed se llevan un bulto pesado, que lo echan al agua por el otro lado del arrecife, y luego se entera usted al día siguiente de que ha desaparecido de su casa un muchacho. ¿Qué le parece? ¿Ha vuelto a ver usted a Hiram Gilman, por casualidad? ¿y a Nick Pierce, y a Luelly Waite, y a Adoniram Southwick, y a Henry Garrison, eh? ¿Los ha visto usted? ¡Pues yo tampoco!... Bestias que hablaban por señas con las manos... eso las que tenían manos de verdad... »Pues bien, señor; fue entonces cuando Obed empezó a levantar cabeza de nuevo. Sus tres hijas comenzaron a llevar adornos de oro que nunca se les había visto antes, y volvió a salir humo por las chimeneas de la refinería. A los demás también se les vio prosperar. De pronto empezó a haber abundante pesca, de manera que no tenía uno más que echar las redes y cargar, y sabe Dios las toneladas de pescado que embarcábamos para Newburyport, Arkham y Boston. Fue entonces cuando Obed consiguió que se tendiera el ferrocarril. Algunos pescadores de Kingsport oyeron hablar de lo que se cogía por aquí y se vinieron en sus chalupas, pero todos desaparecieron y no volvió a saberse de ellos. Justamente en ese tiempo se organizó la Orden Esotérica de Dagon. Compraron la logia masónica y la convirtieron en su cuartel general... ¡Je, je, je! Matt era masón y se quiso negar a que vendieran la logia... Pero justamente entonces desapareció. »Fíjese bien que yo no digo que Obed quisiera que las cosas pasaran igual que en aquella isla de canacos. Estoy por asegurar que al principio no quería que la gente llegara a mezclar su sangre con las bestias marinas, para luego engendrar hijos que andando el tiempo regresaran a las aguas y se volvieran inmortales. El lo que quería era el oro, y estaba dispuesto a pagarlo bien pagado, y me figuro que en principio los demás estarían conformes... »Por el año cuarenta y seis, el pueblo dio mucho que hablar. Ya desaparecía demasiada gente, y los sermones de los domingos eran cosa de locos... Y a todas horas se hablaba del arrecife. Creo que algo puse yo también de mi parte porque fui y le conté a Selectman Mowry lo que había visto desde el terrado de casa. Una noche salió la pandilla de Obed en dirección al arrecife, y oí un tiroteo entre varios botes. Al día siguiente, Obed y treinta y dos más estaban en la cárcel. Todo el mundo se preguntaba qué habría pasado exactamente y de qué se les acusaba. ¡Dios mío, si hubiéramos podido prever lo que había de pasar dos semanas después, porque en todo ese tiempo no se había echado ni un solo bulto más a la mar!» Se notaban en Zadok Allen los síntomas del terror y el agotamiento. Dejé que guardara silencio durante un rato. Yo no hacía más que mirar el reloj con recelo. La marea había cambiado. Ahora empezaba a subir, y parecía como si el ruido de las olas despejara un poco al pobre viejo. Me alegré porque seguramente con la pleamar, el olor a pescado se atenuaría algo. De nuevo me incliné para oír las palabras que susurraba en voz baja. —Aquella noche espantosa... los vi. Yo estaba arriba en el terrado... eran como una horda... El arrecife estaba atestado. Se echaban al agua y venían nadando hasta el puerto, y por la desembocadura del Manuxet... ¡Dios mío, qué cosas pasaron en las calles de Innsmouth aquella noche! Llegaron hasta nuestra puerta y la golpearon, pero mi padre no quiso abrir... Luego salió por la ventana de la cocina con su escopeta en busca de Selectman Mowry, a ver qué se podía hacer... Hubo gran cantidad de muertos y heridos, disparos, gritos por todas partes... En Old Square, en Town Square, en New Church Green. Las puertas de la cárcel fueron abiertas de par en par... Hubo proclamas... Gritaban traición... Después, cuando vinieron al pueblo las autoridades del Gobierno y encontraron que faltaba la mitad de la gente, se dijo que había sido la peste... No quedaban más que los partidarios de Obed y los que estaban dispuestos a no hablar... Ya no volví a ver a mi padre... El anciano jadeaba, sudaba copiosamente. Su mano me atenazaba el hombro con furia. —A la mañana siguiente, todo había vuelto a la normalidad. Pero los monstruos habían dejado sus huellas... Obed tomó el mando y dijo que las cosas iban a cambiar. Vendrían otros a nuestras ceremonias para orar con nosotros, y ciertas casas albergarían a determinados huéspedes... bestias marinas que querían mezclar su sangre con la nuestra, como habían hecho entre los canacos, y no sería él quien lo impidiera. Obed estaba muy comprometido en el asunto. Parecía como loco. Decía que nos traerían pescado y tesoros, y que había que darles lo que querían. »Aparentemente, todo seguiría igual, pero nos dijo que teníamos que esquivar a los forasteros por nuestro propio bien. Todos tuvimos que prestar el Juramento de Dagon. Más tarde, hubo un segundo y un tercer juramento, que prestaron algunos de nosotros. Los que hiciesen servicios especiales, recibirían recompensas especiales —oro y demás—. Era inútil rebelarse porque en el fondo del océano había millones de ellos. No tenían interés en aniquilar al género humano, pero si no obedecíamos, nos enseñarían de qué eran capaces. Nosotros no teníamos conjuros contra ellos, como los de las islas de los Mares del Sur, porque los canacos no revelaron jamás sus secretos. »Había que ofrecerles bastantes sacrificios, proporcionales baratijas y albergarlos en el pueblo cuando se les antojara. Entonces nos dejarían en paz. A ningún forastero se le debía permitir que fuera por ahí con historias... En otras palabras: prohibido espiar. Los que formaban el grupo de los fieles —o sea, los de la Orden de Dagon— y sus hijos, no morirían jamás, sino que regresarían a la Madre Hydra y al Padre Dagon, de donde todos hemos salido... ¡Iä! ¡Iä! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah—nagl fhtagn!...» El viejo Zadok estaba empezando a delirar. ¡Pobre hombre, a qué lastimosas alucinaciones se veía arrastrado por culpa de la bebida y de su aversión al mundo desolado que le rodeaba! Prorrumpió en lamentaciones, y las lágrimas le surcaron sus mejillas arrugadas corriendo a ocultarse entre los pelos de la barba. —¡Dios mío, qué no habré visto yo desde mis quince años! ¡Mene, mene tekel, upharsin! Las personas desaparecían, se mataban entre sí... Cuando fueron contándolo por Arkham, Ipswich y por ahí, dijeron que todos estábamos locos, lo mismo que piensa usted ahora de mí. Pero, ¡Dios mío, la de cosas que he visto! Me habrían matado hace tiempo por lo que sé, de no haber prestado el Primero y el Segundo Juramento. Eso es lo que me protege, a menos que un jurado formado por ellos demuestre que he contado deliberadamente lo que sé... El Tercer Juramento no lo quise prestar... Antes muerto que prestarlo. »Cuando la Guerra Civil, la cosa se puso aun peor, porque los niños que habían nacido en el cuarenta y seis empezaron a hacerse mayores, por lo menos algunos de ellos. Yo estaba asustado. No se me había vuelto a ocurrir ponerme a espiar después de aquella noche, y no he vuelto a ver de cerca a ninguna de esas criaturas... ninguna que fuera de pura sangre, quiero decir. Me marché a la guerra, y si hubiera tenido un poco de sentido común me habría establecido lejos de aquí. Pero me escribieron diciendo que las cosas no iban mal. Me figuro que eso lo decían porque las tropas del Gobierno habían ocupado el pueblo. Eso fue en el sesenta y tres. Después de la guerra, fuimos de mal en peor otra vez. La gente volvió a no hacer nada, las fábricas y las tiendas empezaron a cerrar, el comercio marítimo se paralizó, la arena invadió la dársena del puerto, y se abandonó el ferrocarril. Pero esas cosas seguían nadando en la mar y en el río y pululando por el arrecife. Y cada vez se iban tapiando más ventanas en los pisos superiores de las casas, y cada vez se oían más ruidos en edificios que se suponían deshabitados... »La gente cuenta muchas cosas de nosotros. Algo ha oído usted también, a juzgar por las preguntas que me hace. Dicen que si se ven ciertas cosas por aquí, y se habla también de joyas extrañas que aparecen aún de cuando en cuando, no siempre fundidas del todo... Total: nada. Y en el fondo, no creen lo que dicen. Piensan que los objetos de oro provienen de un botín que escondieron los piratas y están convencidos de que las gentes de Innsmouth son de sangre extranjera o padecen no sé qué enfermedad. Por otra parte, aquí tratan de echar a los forasteros tan pronto como ponen los pies; y si se quedan, no les dejan demasiadas ganas de curiosear, sobre todo por la noche... Los animales, recuerdo yo, se encabritaban en cuanto se les ponía delante alguien de aquí, los caballos en particular; más adelante, con el automóvil, desapareció ese problema. »En el cuarenta y seis, el capitán Obed se casó en segundas nupcias, pero a su segunda mujer nadie la ha visto jamás... Decían que él no quería dar ese paso, pero que lo obligaron. Y esta nueva esposa le dio tres hijos; dos de ellos desaparecieron a temprana edad, pero el tercero, una niña, salió tan normal como usted o como yo, y la mandaron a estudiar a Europa. Finalmente, Obed consiguió casar a esta hija con un pobre desgraciado de Arkham que no sospechaba el pastel. Ahora sería distinto. Nadie quiere tener ya relaciones con gente de Innsmouth. Barnabas Marsh, que lleva hoy la refinería, es nieto de Obed y de su primera mujer, o sea, es hijo de Onesiphorus, el mayor de Obed, pero su madre es otra de las que nadie vio en la calle. »Justamente, Barnabas está ahora a punto de sufrir el cambio, No puede ya cerrar los ojos y ha perdido la forma humana. Se dice que todavía lleva ropas, pero pronto tendrá que regresar a las aguas. Quizá ya lo haya intentado. Suelen acostumbrarse poco a poco, antes de marcharse definitivamente. No se le ha visto en público desde hace lo menos diez años. ¡No sé que podrá sentir su pobre mujer! Ella es de Ipswich, y los de allí estuvieron a punto de linchar a Barnabas, hace cincuenta años, cuando supieron que la cortejaba. Obed murió en el setenta y ocho, y toda la generación siguiente ha desaparecido ya. Los hijos de la primera esposa murieron, los demás... sabe Dios...» El ruido de la creciente marea iba haciéndose cada vez más intenso, al tiempo que el humor lacrimoso del anciano dio paso a un estado de alerta. Se interrumpía a cada momento, miraba de reojo en dirección al arrecife, y a pesar de lo descabellado que resultaba su relato, me contagió su actitud recelosa. La voz de Zadok se hizo más chillona; era como si tratara de levantarse el ánimo hablando más fuerte. —¿Por qué no dice nada, eh usted? ¿Le gustaría vivir en un pueblo como éste, donde todo se pudre y se corrompe, donde hay unos monstruos escondidos que se arrastran y aúllan y ladran y brincan en sus celdas tenebrosas y en las buhardillas de cada esquina? ¿Eh? ¿Le gustaría oír noche tras noche los aullidos que salen de las iglesias y del local de la Orden de Dagon, a sabiendas de quién los lanza? ¿Le gustaría oír el vocerío que se levanta de ese arrecife de Satanás, cada noche de Walpurgis y cada noche de Difuntos? ¿Eh? Pero usted piensa que estoy completamente chiflado, ¿verdad? ¡Pues bien, señor!, ¡todavía no le he contado lo peor! Zadok gritaba ahora enloquecido, y su voz me producía una tremenda turbación. —¡Malditos seáis! ¡No me miréis así, que lo único que he dicho es que Obed Marsh está en el infierno, y que se lo tiene merecido! ¡Je, je...! ¡He dicho en el infierno! No podéis hacerme nada. Yo no he hecho ni he dicho nada a nadie... »Ah, está usted aquí, joven! En efecto, nunca he dicho nada a nadie, pero ahora mismo lo voy a decir. Siéntese ahí y escúcheme, muchacho, porque esto es un secreto: Ya le he dicho que a partir de aquella noche no volví a espiar, ¡Pero así y todo, uno se entera de las cosas! »Quiere saber lo verdaderamente espantoso, eh? Pues bien, ahí va: lo espantoso no es lo que han hecho esos peces infernales, sino ¡lo que van a hacer! Llevan años subiendo al pueblo cosas que se traen de los abismos del agua. Las casas que hay al norte del río, entre Water Street y Main Street, están repletas de demonios de esos y de cosas que se han traído, y cuando estén preparados... digo que cuando estén preparados... ¿ ha oído hablar alguna vez del shoggoth? »¡Eh! ¿Me escucha? Le estoy diciendo que yo sé lo que son... que los vi una noche, cuando.., ¡eh—ahhh—ah! ¡e'yahhh!»... El viejo lanzó de pronto un alarido que casi me hizo perder el sentido. Miraba hacia esa mar de fétidos olores con unos ojos que se le salían de las órbitas, y su cara era una máscara de horror, digna de una tragedia griega. Su garra huesuda se clavó dolorosamente en mi hombro, y no me soltó cuando me volví a mirar hacia el punto donde miraba él. No había nada. Sólo la marea creciente y una serie de olas que rompían aisladas, lejos de la línea larga y espumosa de las rompientes. Pero entonces Zadok comenzó a zarandearme, y me volví hacia él. Su helado terror dio paso a una tempestad de movimientos nerviosos y expresivos. Por fin recobró la voz, una voz temblona y susurrante. —¡Váyase de aquí! ¡Váyase; nos han visto... ¡Váyase, por lo que más quiera! No se quede ahí... Lo saben ya... Corra, de prisa. Márchese de este pueblo. Otra ola pesada rompió contra las ruinas del embarcadero abandonado, y el loco susurro del viejo se convirtió en un alarido inhumano que helaba la sangre: —¡E—yaahhh!... ¡Yhaaaaaaa! ... Antes de que yo pudiese recobrarme de mi sorpresa, soltó mi hombro y se lanzó como loco hacia la calle, torciendo en dirección norte, por delante de la ruinosa fachada del almacén. Eché un vistazo al mar, pero seguí sin ver nada. Cuando llegué a Water Street y miré a lo largo de la calle, no había ya el menor rastro de Zadok Allen. IV Es difícil describir el estado de ánimo que me embargó después de este episodio lastimoso, tan insensato y conmovedor como grotesco y terrorífico. El muchacho de la tienda de comestibles me había preparado de antemano, y no obstante, la realidad me había dejado aturdido y confuso. Aunque era un relato pueril, la absurda seriedad y el horror del viejo Zadok me habían producido una alarma que venía a aumentar mi sentimiento de aversión hacia aquel pueblo que parecía envuelto por una sombra intangible. Ya reflexionaría más adelante sobre aquella historia, para ver lo que tenía de cierto. Por el momento, deseaba no pensar más en ello. Se me estaba echando el tiempo encima de manera peligrosa: eran las siete y cuarto por mi reloj, y el autobús para Arkham salía de la Plaza a las ocho, así que traté de orientar mis pensamientos hacia lo práctico y caminé a toda prisa por las calles miserables y desiertas en busca del hotel donde había consignado mi maleta, delante del cual tomaría mi autobús. La dorada luz del atardecer comunicaba a los decrépitos tejados y chimeneas cierto encanto místico y sereno. No obstante, me sentía receloso. Instintivamente, miraba hacia atrás con disimulo. Pensaba con alivio en verme lejos del maloliente pueblo de Innsmouth, y ojalá hubiese otro vehículo que no fuera el del siniestro Sargent. Sin embargo, no quería correr. A cada paso surgían detalles arquitectónicos que valía la pena contemplar; además, tenía tiempo de sobra. Estudié el plano del dependiente de la tienda y me metí por Marsh Street, que no conocía, para salir a Town Square. Cerca de la esquina de Fall Street empecé a ver grupos esporádicos de gentes furtivas que hablaban en voz baja. Al llegar por fin a la Plaza, vi que casi todos los haraganes se habían congregado alrededor de la puerta de Gilman House. Parecía como si aquella infinidad de ojos saltones e inmóviles estuvieran fijos en mí, mientras pedía mi maleta en el vestíbulo. Interiormente hacía votos por que no me tocara de compañero de viaje ninguno de aquellos tipos desagradables. Un poco antes de la ocho, apareció petardeando el autobús con tres viajeros. Un individuo de aspecto equívoco, desde la acera, dijo unas palabras incomprensibles al conductor. Sargent bajó el saco del correo y un rollo de periódicos, y entró en el hotel. Mientras, los viajeros —los mismos hombres a quienes había visto llegar a Newburyport aquella mañana— se encaminaron a la acera con su paso bamboleante y cambiaron con un ocioso algunas desmayadas palabras guturales, en una lengua que de ningún modo era inglés. Subí al coche vacío y ocupé el mismo asiento que cogí al venir, pero no hice más que sentarme, cuando reapareció Sargent y empezó a hablarme con un repugnante acento gutural. Al parecer estaba yo de mala suerte. El motor no iba bien; había podido llegar a Innsmouth, pero era imposible continuar el viaje hasta Arkham. No, era imposible repararlo esta misma noche; tampoco había otro medio de transporte. Sargent lo sentía mucho, pero yo tenía que parar en el Gilman. Probablemente el conserje me haría un precio asequible. No se podía hacer otra cosa. Casi anonadado por este contratiempo imprevisto, y realmente atemorizado ante la idea de pasar allí la noche, dejé el autobús y volví a entrar en el vestíbulo del hotel donde el conserje del turno de noche —un tipo hosco y de raro aspecto—— me dijo que en el penúltimo piso tenía una habitación, la 428, que era grande aunque sin agua corriente, que costaba un dólar la noche. A pesar de lo que me habían contado en Newburyport sobre este hotel, firmé en el registro, pagué mi dólar, dejé que el conserje recogiera mi maleta, y subí tras él los tres tramos de crujientes escaleras; finalmente recorrimos un pasillo polvoriento y desierto, y llegamos a mi habitación. Era un lúgubre cuartucho trasero con dos ventanas y un mobiliario barato y gastado. Las ventanas daban a un patio oscuro, cerrado entre dos bajos edificios abandonados, y desde ellas podía contemplarse todo un panorama de tejados decrépitos que se extendía hacia poniente, hasta las marismas que rodeaban la población. Al final del pasillo había un cuarto de baño, reliquia deprimente que constaba de una taza de mármol, una bañera de estaño, una luz bastante floja, cuatro paredes despintadas y numerosas tuberías de plomo. Como aún era de día, bajé a la Plaza a ver si podía cenar, Y una vez más observé que los ociosos me miraban de manera especial. La tienda de comestibles estaba cerrada, así que no tuve más remedio que entrar en el restaurante. Me atendieron un hombre de cabeza estrecha y ojos inmóviles, y una moza de nariz aplastada y unas manos increíblemente bastas y desmañadas. Como no había mesas, tuve que cenar en el mostrador, lo que me permitió comprobar que, afortunadamente, casi toda la comida era de lata. Tuve bastante con un tazón de sopa de verduras y regresé en seguida a la fría habitación del Gilman. Al entrar cogí el periódico de la tarde y una revista llena de cagadas de mosca que había en un estante desvencijado, junto al pupitre del conserje. Cayó el crepúsculo y se hizo de noche. Encendí la única luz, una bombilla mortecina que colgaba sobre la cama de hierro, y continué como pude la lectura que había comenzado. Me pareció conveniente mantener la imaginación ocupada en cosas saludables. No quería darle más vueltas a las cosas raras que pasaban en aquel pueblo sombrío, al menos mientras estuviese dentro de sus límites. La descabellada patraña que le había oído al viejo bebedor no me auguraba sueños muy agradables. Me daba cuenta de que debía apartar de mí la imagen de sus ojos aguanosos y enloquecidos. Tampoco debía pensar en lo que el inspector de Hacienda había contado al empleado de la estación de Newburyport sobre Gilman House, y sobre las voces de sus huéspedes nocturnos... Asimismo, era menester apartar de mi imaginación el rostro que había vislumbrado bajo una tiara en la negra entrada de la cripta, porque en verdad, pensar en él me causaba una impresión de lo más desagradable. Quizá me hubiera resultado más sencillo desechar todas esas inquietudes si mi habitación no hubiese sido un lugar tremendamente lúgubre. Además del hedor a pescado que era general en todo el pueblo, reinaba allí dentro una atmósfera de humedad estancada, lo que me sugería inevitablemente emanaciones de putrefacción y de muerte. Otra cosa que me inquietaba era que la puerta de mi habitación carecía de cerrojo. Se veía claramente que lo había tenido y, a juzgar por las señales, lo habían debido quitar recientemente. Sin duda se había estropeado, como tantas otras cosas de este cochambroso edificio. En mi nerviosismo, rebusqué por allí y encontré un cerrojo en el armario que me pareció igual que el que había tenido la puerta. Nada más que para tranquilizar esta tensión de nervios que me dominaba, me dediqué a colocarlo yo mismo con la ayuda de una navaja que siempre llevo conmigo. El cerrojo encajaba perfectamente. Me sentí aliviado al ver que quedaría bien cerrado cuando me fuera a acostar. No es que yo lo estimara realmente necesario, pero cualquier cosa que contribuyera a mi seguridad me ayudaría también a descansar. Las dos puertas laterales que comunicaban con las habitaciones contiguas tenían su correspondiente cerrojo, y pude comprobar que estaban pasados. No me desnudé. Decidí estar leyendo hasta que me entrase sueño. Entonces me quitaría la chaqueta, el cuello, los zapatos, y me echaría a dormir un poco. Saqué la linterna de la maleta y la metí en el bolsillo del pantalón con el fin de poder consultar el reloj si me despertaba a media noche. Pasó algún tiempo y el sueño no me venía. Cuando me paré a analizar mis pensamientos, me di cuenta de que inconscientemente estaba tenso, alerta, con el oído atento, a la espera de algún sonido que me produciría un miedo infinito, aun sin saber por qué. El relato del inspector debió de influir en mi imaginación más de lo que yo suponía. Traté de reanudar la lectura, pero no lo conseguí. Llevaba un rato así, cuando me pareció oír que crujían los escalones y los pasillos, como si alguien caminase con sigilo. Me dije que seguramente los demás huéspedes empezaban a ocupar sus habitaciones. No se oían voces. Con todo, me dio la impresión de que en aquellos ruidos había un no sé qué furtivo. Aquello no me gustó, y empecé a pensar si no sería mejor pasar la noche en vela. Los tipos de aquel pueblo eran sospechosos por demás, y era indudable que habían ocurrido varias desapariciones. ¿Me encontraba en una posada de ésas donde se asesina a los viajeros para robarles? Desde luego, yo no tenía aspecto de nadar en la abundancia. ¿O acaso la gente del pueblo odiaba hasta ese extremo a los visitantes curiosos? ¿Les había molestado mi curiosidad? Porque, evidentemente, me habían visto recorrer plano en mano los barrios más característicos de la localidad… Pero de pronto, pensé que muy asustado tenía que hallarme para que unos pocos crujidos casuales me pusieran en ese estado de excitación. De todos modos, sentí no tener un arma a mano. Finalmente, vencido por un agotamiento que nada tenía que ver con el sueño, eché el recién instalado cerrojo, apagué la luz, y me tumbé en la cama sin despojarme de la chaqueta, ni del cuello ni de los zapatos. La oscuridad parecía amplificar todos los ruidos menudos de la noche. Me invadió un sinfín de pensamientos desagradables. Lamenté haber apagado la luz, pero me sentía demasiado cansado para levantarme y volverla a encender. Luego, después de un largo rato y tras una serie de crujidos claros y distintos que procedían de la escalera y el corredor, oí un roce suave e inconfundible en el que se concretaron instantáneamente todas mis aprensiones. Ya no cabía duda: con cautela, de una manera furtiva y a tientas, estaban tratando de abrir con una llave la cerradura de mi puerta. La sensación de peligro que me invadió en ese momento no fue demasiado turbadora, quizá, por los vagos temores que venía experimentando. De modo instintivo, aunque sin una causa definida, me hallaba en guardia, lo que suponía en cierto modo una ventaja para enfrentarme con la prueba real que me aguardaba. Con todo, la concreción de mis vagas conjeturas en una amenaza real e inmediata constituyó para mí una profunda conmoción. Ni por un momento se me ocurrió que el que estaba manipulando en la cerradura de mi cuarto se habría equivocado. Desde el primer instante sentí que se trataba de alguien con malas intenciones, así que me quedé quieto, callado como un muerto, en espera de los acontecimientos. Al cabo de un rato cesó el apagado forcejeo y oí que entraban en una habitación contigua a la mía. Luego intentaron abrir la cerradura de la puerta que comunicaba con mi cuarto. Como es natural, el cerrojo aguantó firme, y el suelo crujió al marcharse el intruso. Poco después se oyó otro chirrido apagado. Estaban abriendo la otra habitación contigua, y a continuación probaron a abrir la otra puerta de comunicación, que también tenía echado el cerrojo. Después, los pasos se alejaron hacia las escaleras. Fuera quien fuese, había comprobado que las puertas de mi dormitorio estaban cerradas con cerrojo y había renunciado a su proyecto. De momento, como tuve ocasión de ver. La presteza con que concebí un plan de acción demuestra que, subconscientemente, me estaba temiendo alguna amenaza, y que durante horas enteras había estado maquinando, sin darme cuenta, las posibilidades de escapar. Desde el principio comprendí que el desconocido que había intentado abrir representaba un peligro con el que no debía enfrentarme, sino huir cuanto antes. Tenía que salir del hotel lo más pronto posible, y desde luego, no debía emplear la escalera ni el pasillo. Me levanté sin hacer ruido. Enfoqué la llave de la luz con mi linterna. Mi intención era coger algunas cosas de la maleta, echármelas en el bolsillo y huir con las manos libres. Le di al interruptor pero no sucedió nada: habían cortado la corriente. Estaba claro que el misterioso ataque había sido preparado con todo detalle, aunque ignoraba con qué finalidad. Mientras reflexionaba, sin quitar la mano del interruptor, oí un apagado crujido en el piso de abajo; me pareció distinguir un rumor como de conversación, pero un momento después pensé que me había confundido. Se trataba sin duda alguna de gruñidos roncos y graznidos mal articulados, cosa que guardaba muy poca relación con cualquier lenguaje humano conocido. Luego pensé con renovada insistencia en lo que el inspector de Hacienda había oído una noche en este mismo edificio ruinoso y pestilente. Con ayuda de la linterna cogí lo que necesitaba de mi maleta, me lo metí todo en los bolsillos, me puse el sombrero y me acerqué de puntillas a la ventana para calcular las posibilidades de mi descenso. A pesar de las reglas de seguridad establecidas por la ley, no había escalera de incendios en este lado del hotel, y mis ventanas correspondían al cuarto piso. Como he dicho, daban a un patio lóbrego y encajonado entre dos edificios, ambos con sus tejados inclinados que alcanzaban hasta el cuarto piso. Sin embargo, no podía saltar a ninguno de los dos desde mis ventanas, sino desde dos habitaciones más allá, a uno o a otro lado. Inmediatamente me puse a calcular las probabilidades de llegar a una cualquiera de ellas. Decidí no arriesgarme a salir al pasillo, donde mis pasos serían oídos sin duda alguna, y donde me tropezaría con dificultades insuperables para entrar en la habitación elegida. Unicamente podría tener acceso a través de las puertas laterales, menos sólidas, que comunicaban unas habitaciones con otras. Tendría que forzar las cerraduras y los cerrojos arremetiendo con el hombro, caso de encontrarlas cerradas por el otro lado. Me pareció que era lo más factible, porque las puertas no tenían aspecto de resistir mucho. Pero no podría hacerlo sin ruido. Tendría que contar con la rapidez y la posibilidad de llegar a la ventana antes de que cualesquiera fuerzas hostiles tuvieran tiempo de abrir la puerta correspondiente al pasillo. Reforcé la de mi propia habitación apuntalándola con la mesa de escritorio que arrastré cautelosamente para hacer el menor ruido posible. Me daba cuenta de que mis probabilidades eran muy escasas, pero estaba enteramente dispuesto a afrontar cualquier eventualidad. Aun cuando lograse alcanzar otro tejado, no habría resuelto el problema por completo, porque me quedaría aún la tarea de llegar al suelo y escapar del pueblo. A mi favor estaban la desolación y la ruina de los edificios vecinos y el gran número de claraboyas que se abrían en sus tejados. Consulté el plano del muchacho de la tienda, La mejor dirección para salir del pueblo era hacia el sur, así que miré primero la puerta de comunicación correspondiente. Se abría hacia mí; por lo tanto, después de descorrer el cerrojo y comprobar que la puerta no se abría, consideré que me iba a ser muy difícil forzarla. Por consiguiente, abandoné esa dirección y corrí la cama contra la puerta para impedir cualquier ataque desde esta habitación. La otra puerta se abría hacia el otro lado. Ese debía de ser mi camino, a pesar de comprobar que estaba cerrada con llave y que tenía el cerrojo echado por el otro lado. Si podía llegar al tejado del edificio de ese lado, que correspondía a Paine Street, y conseguía bajar al suelo, quizá pudiese cruzar el patio en cuatro saltos y atravesar uno de los dos edificios para salir a Washington Street o Bates Street. También podía saltar directamente a Paine Street, dar un rodeo hacia el sur y meterme por Washington Street. En cualquier caso, tenía que dirigirme a Washington Street como fuese, y huir de los alrededores de Town Square. Sería preferible evitar Paine Street, ya que el parque de bomberos podía estar abierto toda la noche. Mientras meditaba todo esto contemplé la inmensa marea de tejados ruinosos que se extendía bajo la luz de la luna. A la derecha, la negra herida de la garganta del río hendía el panorama. Las fábricas abandonadas y la estación de ferrocarril se aferraban como lapas a un lado y a otro. Detrás se veían las vías herrumbrosas y la carretera de Rowley que atravesaban la llanura pantanosa, punteada de montículos cubiertos de seca maleza. A la izquierda, en un área más cercana, y cruzada por numerosas corrientes de agua salitrosa, la estrecha carretera de Ipswich brillaba con el blanco reflejo de la luna. Desde la ventana del hotel no alcanzaba a ver la carretera que iba hacia el sur, hacia Arkham, donde pensaba dirigirme. Estaba reflexionando, hecho un mar de dudas, sobre el momento más oportuno para poner en práctica este plan, cuando percibí abajo unos ruidos indefinidos a los que siguió inmediatamente un crujido pesado en las escaleras. Irrumpió el débil parpadeo de una luz por el montante de la puerta, y el entarimado del corredor comenzó a gemir bajo un peso considerable. Oí unos ruidos guturales, puede que de origen humano, y finalmente sonaron unos fuertes golpes en mi puerta. Por un momento me limité a contener la respiración y a esperar. Me pareció que transcurría una eternidad. Y de repente, el olor a pescado comenzó a hacerse más penetrante. Después se repitieron las llamadas con insistencia, más impacientes cada vez. Comprendí que había llegado el momento de actuar. Descorrí el cerrojo de la puerta lateral y me dispuse a cargar contra ella para abrirla. Los golpes eran cada vez más fuertes; tal vez disimularían el ruido que iba a hacer yo. Por fin comencé a embestir una y otra vez contra la delgada chapa, sin preocuparme del dolor que me producía en el hombro. La puerta resistió más de lo que había calculado, pero continué en mi empeño. Mientras tanto, el alboroto del pasillo iba en aumento delante de mi puerta. Finalmente cedió la puerta contra la que estaba cargando, pero con tal estrépito que los de fuera tuvieron que oírlo. Los golpes se convirtieron en violentas arremetidas, y a la vez, oí un fatídico sonido de llaves en las dos puertas vecinas a la mía. Me precipité a la otra habitación y conseguí echar el cerrojo a la puerta del vestíbulo antes de que la abrieran, pero entonces oí cómo trataban de abrir con una llave la tercera puerta, la de la habitación cuya ventana pretendía alcanzar. Por un instante, me sentí totalmente desesperado. Me iban a atrapar en una habitación cuya ventana no me ofrecía salida posible. Una oleada de horror me invadió al descubrir, a la luz de mi linterna, las huellas que habían dejado en el polvo del suelo los intrusos que habían tratado de forzar la puerta lateral. Después, gracias a un acto puramente automático, desprovisto de toda lucidez, corrí a la siguiente puerta de comunicación y me dispuse a derribarla. La suerte me fue favorable… La puerta de comunicación no sólo no tenía echada la llave, sino que estaba entreabierta. Entré en un salto y apliqué la rodilla y el hombro a la puerta del vestíbulo, que en ese momento se estaba abriendo. Cogí desprevenido al que trataba de abrir, de suerte que conseguí pasar el cerrojo, cosa que hice también en la otra puerta que acababa de franquear. Durante los breves instantes de alivio que siguieron, oí que disminuían las embestidas contra las otras dos puertas, mientras crecía un confuso alboroto en mi primitiva habitación, cuya puerta lateral había atrancado yo con la cama. Evidentemente, el tropel de mis asaltantes había entrado por la habitación contigua del otro lado y se lanzaba tras de mí por el mismo camino. En ese mismo momento oí cómo introducían una llave en la puerta del pasillo de la habitación siguiente. Estaba rodeado. La puerta lateral que daba a esta habitación estaba abierta de par en par. No había tiempo de contener la del vestíbulo, que ya la estaban abriendo. Lo único que pude hacer fue echar el cerrojo de la puerta lateral de comunicación, igual que había hecho en la de enfrente, y colocar la cama contra una, la mesa de escritorio contra otra, y el aguamanil contra la del pasillo. Debía confiar en estas barreras improvisadas hasta que hubiera saltado por la ventana al tejado del edificio de Paine Street. Pero aun en este trance supremo, el horror que yo sentía no se debía a la fragilidad del dispositivo de defensa. Lo que a mí me horrorizaba era que ninguno de mis perseguidores —aparte ciertos jadeos, gruñidos y ladridos apagados —había pronunciado una sola palabra inteligible y humana. Mientras corría los muebles y me precipitaba hacia la ventana, se oyó una carrera espantosa por el pasillo hacia la habitación contigua a la que me encontraba yo. Cesaron las embestidas en el otro lado. Era evidente que la mayoría de mis adversarios se estaba congregando ante la débil puerta lateral. Afuera, la luna bañaba el tejado de abajo. Calculé que era un salto arriesgado, debido a la inclinación que tenía el sitio donde había de aterrizar. De acuerdo con mi plan, elegí la ventana más meridional que tenía el cuarto. Quería saltar en la vertiente del tejado que daba al patio y escabullirme por la claraboya más cercana. Una vez dentro de uno de aquellos edificios, tenía que contar con que me perseguirían. Pero confiaba en poder alcanzar la planta baja y evadirme por una de las puertas abiertas del patio, desembocar finalmente en Washington Street, y salir del pueblo en dirección sur. El alboroto de la habitación vecina era terrible. La puerta comenzó a ceder. Los asaltantes habían traído un objeto pesado y lo estaban empleando como ariete. No obstante, la cama aún se mantenía firme contra la puerta, de forma que todavía tenía la posibilidad de huir. La ventana estaba flanqueada por pesados cortinajes de terciopelo, suspendidos de una barra mediante anillas de latón. Descubrí que en el exterior había unos sólidos ganchos para sujetar los batientes de la ventana. Viendo que aquello me proporcionaba los medios de evitar un salto peligroso, di un tirón a las colgaduras y las arrojé al suelo con barra y todo. Rápidamente enganché dos anillas en el gancho exterior y solté el cortinaje al vacío. Los pesados pliegues llegaban sobradamente al tejado. Comprobé que las anillas y el gancho podían soportar mi peso y luego me deslicé por la improvisada escala, dejando atrás para siempre el siniestro edificio de Gilman House. Puse pie en las sueltas pizarras del tejado. La pendiente era muy pronunciada. Conseguí llegar a una de las claraboyas sin resbalar. Me volví para mirar la ventana por donde había salido. Aún estaba a oscuras. Allá lejos, entre las desmoronadas chimeneas de la parte norte, se veían diversas luces. Se trataba del edificio de la Orden de Dagon, de la iglesia anabaptista y de la iglesia congregacionista, cuyo recuerdo me producía escalofríos. Como no vi a nadie en el patio, confié en poder salir por allí antes de que cundiera la alarma general. Enfoqué mi linterna por la claraboya y vi que no había escalones que me permitieran bajar. No obstante, la altura no era excesiva, de modo que me dejé caer, yendo a parar a una habitación llena de polvo y atestada de cajas medio deshechas y de barriles. El sitio era lúgubre, pero apenas me produjo impresión alguna. Me precipité inmediatamente por unas escaleras que descubrí gracias a la linterna. Miré la hora: eran las dos de la madrugada. Los peldaños crujieron levemente bajo mi peso. Corrí escaleras abajo, crucé una especie de granero, en la segunda planta, y llegué a la planta baja. Reinaba en ella la más completa desolación; sólo el eco respondía al ruido de mis pasos presurosos. Por fin llegué al vestíbulo. En un extremo se veía un débil rectángulo de luz que recortaba la puerta que daba a Paine Street. Tomé la otra dirección y me encontré con que la puerta de atrás también estaba abierta. Bajé cinco peldaños de piedra y me hallé al fin en el patio de losas y césped. La luz de la luna no llegaba hasta aquí, pero se veía el camino sin necesidad de linterna. Algunas de las ventanas de Gilman House estaban débilmente iluminadas, e incluso me pareció oír ruido en su interior. Caminé cautelosamente en dirección a la salida que daba a Washington. Encontré varias puertas abiertas y elegí la más cercana. Atravesé un pasillo oscuro y al llegar al otro extremo, vi que la puerta de la calle estaba sólidamente cerrada. Decidí probar en otro edificio. Volví a tientas sobre mis pasos, pero me detuve en seco junto a la puerta del patio. Por una puerta del Gilman salía un enjambre de siluetas dudosas… Agitaban sus linternas en la oscuridad; el graznido horrible de sus voces se mezclaba con unos gritos apagados en lengua extraña. Las figuras se movían de manera incierta. Me di cuenta de que no sabían qué dirección había tomado, y no obstante, me sacudió un escalofrío de horror. No se distinguían bien sus figuras, pero su andar encogido y bamboleante me producía una inexplicable repugnancia. Lo más desagradable era la figura extraña coronada con su tiara, ya familiar para mí, que avanzaba al frente de la comitiva. Al ver cómo aquellas figuras se desplegaban por todo el patio, mis temores aumentaron. ¿Y si no encontrara ninguna salida a la calle? El olor a pescado se hizo tan intenso, que dudé si sería capaz de soportarlo sin desmayarme. Nuevamente me metí a tientas, en busca de una salida. Abrí una puerta y entré en una habitación vacía; las ventanas estaban cerradas, pero carecían de falleba. Alumbrándome con la linterna pude abrir las contraventanas. Un momento después salté al exterior y cerré cuidadosamente la ventana, dejándola como la había encontrado. Estaba, pues, en Washington Street. Por el momento no se veía un alma, ni había más luz que la de la luna. Sin embargo, a lo lejos, y en distintas direcciones, se oían roncos gruñidos, carreras precipitadas, y una especie de pataleo que no era exactamente un ruido de pasos. No tenía tiempo que perder. Sabía orientarme en la oscuridad, de modo que casi agradecí que estuvieran apagadas las luces de las calles, como es costumbre en las poblaciones rurales atrasadas. Algunos ruidos provenían del sur; no obstante, persistí en mi deseo de escapar en esa dirección. Sabía que encontraría gran número de portales desiertos donde podría refugiarme, caso de tropezarme con alguien. Caminaba de prisa, con cautela, pegado a las fachadas ruinosas. Aunque iba desaliñado por culpa de mi fuga precipitada, nada había en mí que llamara especialmente la atención. Tal vez pudiera pasar desapercibido si me cruzaba con algún transeúnte. En Bates Street me metí en un portal abierto y aguardé a que cruzaran dos individuos bamboleantes que venían en dirección contraria. Volví a salir en seguida y proseguí mi camino. Me acercaba a la plaza donde Eliot Street y Washington Street se cruzan oblicuamente. Aunque este barrio me era desconocido, me pareció peligroso a juzgar por el plano del muchacho de la tienda. La luna daría de lleno en la plaza, pero era inútil intentar evitarla; cualquier otra dirección supondría una serie de rodeos que me harían perder mucho tiempo y supondrían más ocasiones de que me vieran. Lo único que me cabía hacer era cruzar por las buenas imitando lo mejor posible el andar bamboleante, característico de aquella gente, y esperar que nadie se fijara en mí. No tenía idea de cómo habían organizado exactamente la persecución ni qué motivos tenían para perseguirme. En el pueblo parecía haber una agitación insólita, aunque estaba convencido de que todavía no se había propagado la noticia de mi huida del Gilman. Naturalmente tenía que desviarme en seguida de Washington Street y tomar alguna otra calle en dirección sur. El grupo que había salido del hotel en mi persecución venía sin duda tras de mí. Probablemente había dejado huellas en el polvo de la última casa, y no les resultaría difícil averiguar por dónde había logrado salir a la calle. La plaza estaba tal como yo temía: plenamente iluminada por la luna. En su centro se alzaban los restos de un parque rodeado de una verja de hierro. Por fortuna no había un alma en los alrededores, pero me pareció oír un rumor lejano, procedente quizá de Town Square. South Street era una calle amplia que conducía hacia el puerto, cuesta abajo. Desde ella se dominaba una gran perspectiva de mar. Deseé fervientemente que no hubiera nadie mirando hacia la calzada, mientras la atravesaba bajo el resplandor de la luna. Avancé sin obstáculo. No se oía ningún ruido alarmante. Al final de la calle la superficie del agua reverberaba esplendorosa bajo la brillante luz de la luna, y al contemplarla sentí un sobresalto de terror. Allá, muy lejos del espigón, se alzaba la confusa silueta del Arrecife del Diablo, e involuntariamente me vinieron a la imaginación las terribles historias que me había contado el viejo Zadok, según las cuales esta roca desgarrada daba acceso a regiones desconocidas, preñadas de horrores y monstruos inconcebibles. De improviso, brotaron unos destellos intermitentes en el lejano arrecife. Eran claros y distintos, y despertaron en mí un pánico cerval. Mis músculos se tensaron a punto de dispararse en alocada fuga, contenidos tan sólo por una especie de fascinación semihipnótica. Y para empeorar las cosas, otros destellos vinieron a responder desde la elevada cúpula del Gilman. Hice un esfuerzo por dominar mi nerviosismo porque aún seguía expuesto a cualquier mirada inoportuna, y reanudé mi fingida marcha bamboleante. Pero mientras tuve la mar a la vista, mis ojos siguieron fijos en aquel ominoso arrecife. De momento, no comprendí lo que significaban los destellos. Tal vez formasen parte de algún rito extraño relacionado con el Arrecife del Diablo. Puede también que hubiera atracado alguna embarcación en aquella roca siniestra. Torcí a la izquierda y rodeé el parque abandonado. El océano brillaba bajo una luz espectral. Fascinado por el centelleo de aquellos faros enigmáticos, no lograba apartar la vista del arrecife. Fue entonces cuando sufrí la impresión más violenta hasta el momento. Fue tal mi horror que, olvidándome del riesgo que suponía, me lancé frenéticamente a la carrera por la calle negra y vacía, flanqueada de portales desiertos y ventanas sin cristales. Bajo la luz de la luna había divisado en las aguas miles y miles de formas que nadaban en dirección al pueblo. Incluso podría decir, a pesar de la distancia, que aquellas cabezas y aquellos brazos que se agitaban entre las olas eran tan deformes y anormales, que no encuentro palabras para describirlos. Mi carrera terminó antes de llegar a la primera esquina, porque en ese momento oí a mi izquierda el rumor inequívoco de una persecución en toda regla: pasos enérgicos, gritos guturales, ruido de motores... En el acto tuve que cambiar todos mis planes. Me habían cortado la carretera sur, de modo que debía buscar otra salida de Innsmouth. Paré y me refugié en un portal abierto. Después de todo, había tenido la suerte de salir de la zona iluminada por la luna antes de que mis perseguidores aparecieran por la esquina. La segunda reflexión que me hice fue menos tranquilizadora. Puesto que la persecución se llevaba a cabo por otra calle, era evidente que no me seguían los pasos. No sabían dónde me encontraba, pero no cabía duda de que su conducta obedecía a un plan general encaminado a cortarme la salida. Esto requería que se vigilasen todas las carreteras por igual, lo que me obligaría a huir a campo través y mantenerme alejado de todas las carreteras. Pero, ¿cómo escapar, si toda la región era pantanosa y estaba plagada de canales y marismas? Durante unos momentos, me sentí vencido por una negra desesperación, angustiado por la rapidez con que aumentaba el tufo insoportable de pescado. Entonces recordé el ferrocarril abandonado de Innsmouth a Rowley, cuya sólida línea de balasto, cubierta de zarzas, se extendía aún hacia el noroeste, desde la derruida estación situada junto a la garganta del río. Era posible que no se les ocurriera pensar en ella, puesto que las tupidas zarzas la hacían casi impracticable. Desde la ventana del hotel la había contemplado, y conocía su situación exacta. Los primeros tramos eran demasiado visibles desde la carretera de Rowley y desde cualquier torre del pueblo, pero quizá pudiera arrastrarme entre la maleza sin ser visto. En todo caso, éste era el único medio de evasión, y no tenía alternativa. Me introduje en el vestíbulo de la casa desierta en cuyo portal me había refugiado, y consulté una vez más el plano a la luz de la linterna. El primer problema era llegar a la antigua vía del tren. Lo mejor sería avanzar hacia Babson Street, torcer luego a poniente hasta Lafayette Street, dar un rodeo en vez de cruzar la plaza como antes y desviarme a continuación hacia el norte zigzagueando por Lafayette, Bates, Adams y Bank Street. Esta última calle bordea la garganta del río y conduce hasta la misma estación. Metiéndome por Babson Street evitaría cruzar la plaza o desembocar en una calle amplia. Eché a correr y crucé a la derecha de la calle con el fin de avanzar pegado a la fachada y meterme por Babson Street sin que me vieran. Aún se oía cierto alboroto en Federal Street. Al mirar hacia atrás me pareció ver un destello de luz cerca del edificio del que acababa de salir. Ansioso por llegar a Washington Street, continué corriendo. con la esperanza de no tropezarme con nadie. En la esquina de Babson Street vi con sobresalto que una de las casas estaba habitada, a juzgar por las cortinas de una de las ventanas, pero no había luces en el interior y pasé sin dificultad. En Babson Street, que es perpendicular a Federal Street, corría riesgo de ser descubierto; por tanto, me pegué cuanto pude a los torcidos y ruinosos edificios. Dos veces me detuve en un portal, al notar que aumentaban los ruidos tras de mí. El cruce de las dos calles se abría amplio y desolado bajo la luna, pero mi camino no me obligaba a cruzarlo. Durante el segundo que estuve parado, comencé a oír una nueva serie de ruidos confusos; poco después pasaba un automóvil por el cruce, a gran velocidad, y se metía por Eliot Street, entre Babson y Lafayette. Un momento después —y precedida de una insoportable tufarada de pescado— desembocó una multitud de seres torcidos y grotescos que caminaba torpemente en la misma dirección. Sin duda era el grupo destinado a vigilar la salida hacia Ipswich, puesto que dicha carretera es una prolongación de Eliot Street. Entre ellos iban dos figuras envueltas en inmensas túnicas, una de las cuales llevaba una puntiaguda diadema que relumbraba pálidamente a la luz de la luna. La forma de andar de esta última era tan ajena a los movimientos humanos, que sentí escalofríos. Me pareció que aquella criatura caminaba a saltos. Cuando desapareció el último de la expedición seguí mi camino. Atravesé la esquina de la calle Lafayette y crucé en cuatro saltos Eliot Street. El alboroto se oía ahora más lejos, por Town Square. Lo que más miedo me daba era tener que cruzar otra vez la ancha calle South, que bordeaba el puerto; pero no tenía otro remedio. Si quedaba algún rezagado en Eliot Street, lo más probable sería que me descubriese inmediatamente. En él último momento decidí que era mejor aminorar la marcha y cruzar como antes, fingiendo el andar bamboleante de los nativos de Innsmouth. Cuando apareció de nuevo la vista de la mar —esta vez a la derecha— me hice el firme propósito de no mirar. Pero fue inútil. Mientras caminaba con paso vacilante, pegado a las fachadas, me volvía de cuando en cuando y miraba de reojo. No había ningún barco a la vista, lo que, a decir verdad, no me sorprendió. En cambio me quedé perplejo al descubrir un bote de remos que ponía proa a los muelles abandonados. Iba cargado con un bulto envuelto en un paño de hule. Los remeros, cuyas siluetas se vislumbraban a lo lejos, tenían un cuerpo particularmente deforme. Aún se distinguían algunos nadadores en el agua. Muy lejos, en el negro arrecife, se veía un débil resplandor fijo, distinto de la luz parpadeante que había observado anteriormente. Era un resplandor extraño, de un color que me fue imposible identificar. Por encima de los tejados asomaba la alta cúpula del Gilman, completamente oscura. El olor a pescado, que había disminuido últimamente, comenzó pronto a dejarse sentir con una intensidad insoportable. No había acabado de cruzar la calle, cuando vi que a lo largo de Washington Street avanzaba un grupo procedente del distrito norte. Cuando llegaron a la amplia explanada, desde la cual acababa yo de contemplar el pavoroso panorama bajo la luna, pude fijarme en ellos sosegadamente, sin que me vieran, desde la distancia de una manzana de casas tan sólo… Me quedé aterrado ante la bestial deformidad de sus rostros, ante su forma casi animal de andar. Uno de los individuos se movía exactamente igual que un mono; sus largos brazos rozaban el suelo de cuando en cuando. Otro —envuelto en extraños ropajes y tocado con una tiara— avanzaba a saltos. Me pareció el mismo grupo que había visto en el patio de Gilman House. Era, pues, la patrulla que más seguía de cerca mis pasos. Algunos se volvieron en dirección mía, y yo me sentí traspasado de terror. Con un esfuerzo supremo, seguí la marcha bamboleante que había adoptado. Todavía ignoro si me vieron o no. Si me vieron, mi estratagema debió de dar resultado, porque cruzaron la explanada sin cambiar de dirección y sin dejar de gruñir y farfullar en una jerga gutural y repulsiva absolutamente incomprensible. Una vez protegido por las sombras seguí corriendo como antes y dejé atrás las casas ruinosas y fantasmales de aquel barrio desolado. Después crucé a la otra acera, doblé la esquina siguiente y me metí por Bates Street, pegado a los edificios. Pasé por delante de dos casas en cuyo interior había una luz; una de ellas tenía abiertas las ventanas del piso superior. Pero no me vio nadie. Al torcer por Adams Street sentí cierta tranquilidad, aunque me llevé un susto repentino, al ver salir a un hombre de un portal oscuro y venir directamente hacia mí haciendo eses. Pero iba demasiado bebido y ni siquiera me llegó a ver. De esta forma llegué sano y salvo a las lúgubres ruinas de los almacenes de Bank Street. Ni un alma se movía en la absoluta quietud de la calle junto a la garganta del río. El ruido sordo del salto de agua ahogaba totalmente el rumor de mis pasos. Había una buena tirada hasta la estación derruida; los muros de ladrillo de los almacenes me parecían aún más amenazadores que las fachadas que había dejado atrás. Finalmente llegué a los arcos de la antigua estación —o lo que quedaba de ellos— y me fui directamente al extremo donde arrancaba la vía. Los raíles estaban oxidados y llenos de orín, aunque casi intactos; más de la mitad de las traviesas estaban aún en buenas condiciones. Era muy difícil andar —y más, correr— por una superficie semejante. De todos modos procuré adoptar mi paso al terreno, hasta que logré caminar con cierta rapidez. Durante un trecho, la línea férrea se ceñía al borde del río para desembocar finalmente en un gran puente cubierto que cruzaba el precipicio a una altura de vértigo. El estado de este puente determinaría mi camino a seguir. Si era buenamente posible, lo cruzaría; si no, tendría que aventurarme otra vez por las calles y buscar el puente más próximo, si aún era practicable. El viejo puente brillaba espectralmente a la luz de la luna. Las traviesas se encontraban en buen estado, al menos en el primer tramo. Encendí una linterna y entré. Una nube de murciélagos despavoridos pasó por encima de mí y estuvo a punto de derribarme. A mitad de camino, vi un peligroso vacío entre las traviesas. Por un momento pensé que no lo podría salvar. Finalmente me arriesgué. Di un salto desesperado y por fortuna caí bien al otro lado. Cuando salí de aquel túnel horrible respiré con alivio. Los viejos raíles cruzaban River Street, después describían una curva y se adentraban en una zona cada vez menos urbanizada, en la que a la vez disminuía también el nauseabundo olor a pescado que reinaba en todo Innsmouth. La gran profusión de matorrales y zarzas me obstaculizaban el paso y me desgarraban las ropas, aunque no por eso dejaba yo de agradecer su presencia, porque podían servirme de escondrijo en caso de peligro: no ignoraba que una buena parte de mi camino era visible desde la carretera de Rowley. Muy pronto empezó la región pantanosa. La vía la atravesaba sobre un terraplén de poca altura cubierto de una maleza algo menos tupida. Luego venía una especie de isla de terreno firme, algo más elevado, y la línea la atravesaba encajonada en una zanja obstruida por arbustos y zarzas. Daba gusto caminar protegido por la zanja, teniendo en cuenta sobre todo que, según había podido apreciar desde la venta del Gilman, la línea férrea se hallaba en este punto peligrosamente próxima a la carretera de Rowley, la cual venía a cruzarla al final de la zanja para desviarse después y perderse de vista. Pero de momento debía actuar con prudencia. Antes de entrar en la zanja miré hacia atrás. Nadie me seguía. Los viejos campanarios y los tejados ruinosos de Innsmouth resplandecían grandiosos y etéreos bajo la mágica luz de la luna. Esta visión me hizo pensar en el aspecto que debió de tener el pueblo antes de que la tenebrosa sombra se abatiera sobre él. Luego miré el campo, y lo que vi me heló la sangre. Al principio me pareció observar cierto movimiento ondulante allá lejos, hacia el sur. Era como si una muchedumbre interminable saliese del pueblo por la carretera de Ipswich. La distancia era considerable y no se distinguía con exactitud, pero no me gustó nada aquella columna en movimiento. Ondeaba demasiado y relucía asombrosamente bajo la luna de poniente. Incluso me pareció oír ruidos y voces, pero el viento me impidió cerciorarme. Era algo así como un patear y rugir de bestias, peor aún que los gruñidos de las patrullas del pueblo. Por la cabeza me pasó toda clase de conjeturas desagradables. Pensé en aquellos seres aún más deformes que, según se decía, se ocultaban en las casas miserables del puerto. También me vinieron a la imaginación los terribles nadadores que había vislumbrado confusamente en el agua. A juzgar por los grupos que había visto hasta el momento, y los que con toda seguridad habrían salido por las demás carreteras, el número de mis perseguidores debía de ser inconcebible, sobre todo teniendo en cuenta que Innsmouth era un pueblo casi deshabitado. ¿De dónde había salido la densa multitud que componía aquella marea ondulante y lejana? ¿Acaso los vetustos edificios supuestamente desiertos rebosaban efectivamente de una vida insospechada y secreta? ¿O es que había desembarcado una legión de seres extraños de aquel arrecife del infierno? ¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban allí? ¿Serían las patrullas de las otras carreteras igualmente numerosas? Me interné en la maleza de la cortadura, y pugnaba por abrirme camino con dificultad, cuando otra vez se extendió el abominable olor a pescado. ¿Había cambiado el viento repentinamente y venía ahora de la mar? Así debía de ser, en efecto, porque también empezaron a oírse horribles murmullos guturales en estos parajes hasta entonces silenciosos. Y una cosa distinguí que me desagradó aún más: un ruido blando, como el de un animal que caminara a saltos por un suelo mojado. No sé por qué, lo asocié con aquella ondulante columna que se movía en la carretera de Ipswich. No tardaron en aumentar los ruidos y el olor, de manera que me paré, mortalmente asustado, dando gracias al cielo de hallarme a cubierto en la zanja. Recordé que era en este punto donde la carretera de Rowley cruzaba la vía, antes de alejarse definitivamente. La horda se acercaba, así que me tumbé en el suelo y decidí esperar a que pasara y se perdiera a lo lejos. Gracias a Dios, aquellas criaturas no empleaban perros para rastrear, aunque bien mirado, de poco les habría valido con el olor que imperaba en toda la región. Encogido bajo los arbustos, me sentí seguro aun cuando sabía que mis perseguidores cruzarían la vía por delante de mí a menos de cien metros de distancia. Yo podría verlos, pero ellos a mí no, a no ser que se diera una funesta casualidad. Me estremecí ante la idea de verlos de cerca. Contemplé el terreno bañado por la luna, por donde pronto habrían de desfilar, y pensé que aquel trozo de naturaleza iba a verse irremediablemente contaminado para siempre. Sin duda se trataría de los seres más monstruosos y horribles que cobijaba el pueblo de Innsmouth… No me sería agradable recordar el espectáculo después. El hedor se hizo más opresivo; los ruidos fueron en aumento, hasta convertirse en una bestial algarabía de graznidos, aullidos y ladridos, sin el menor asomo de lenguaje humano. ¿Eran ésas realmente las voces de mis perseguidores? ¿O llevaban perros después de todo? Sin embargo, yo no había visto ningún animal de cuatro patas en mis paseos por Innsmouth. El ruido de cuerpos blandos y pesados se hizo mayor. ¡Jamás me atrevería a mirar las monstruosas criaturas que lo producían! Mientras los oyese caminar —o saltar— por delante de mi escondite, mientras aquellos seres horribles no se perdieran en la distancia, mantendría los ojos firmemente cerrados. La borda estaba ya muy cerca... El aire vibraba de roncos gruñidos, el suelo casi se estremecía al ritmo extraño de sus pisadas. Contuve la respiración y concentré todas mis fuerzas en mantener los párpados apretados. Ni siquiera hoy puedo afirmar si lo que sucedió a continuación fue una espantosa realidad o tan sólo una pesadilla. Las ulteriores medidas represivas adoptadas por el Gobierno a consecuencia de mis denuncias desesperadas, permitirán suponer que, efectivamente, se trataba de una abominable realidad. Pero ¿no es posible también que retorne una alucinación en una atmósfera irreal e hipnótica como la que envolvía aquella ciudad poblada de espectros? Lugares como ése conservan propiedades extrañas y tal vez sus tenebrosas tradiciones afecten a la mente de los hombres que se aventuran por sus calles desoladas y hediondas, sus techumbres vencidas y sus campanarios desmoronados. ¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en lo más profundo de Innsmouth como una maldición? ¿Quién sería capaz de saberlo con certeza, después de haber oído la confesión de Zadok Allen? Por cierto, que las autoridades del Gobierno jamás encontraron al pobre Zadok, ni supieron explicar lo que había sido de él. ¿Dónde acaba la locura y empieza la realidad? ¿Es posible que incluso mi último temor no sea más que una engañosa ilusión? Pero voy a intentar describir lo que me pareció ver aquella noche, bajo la burlesca luz de la luna; el desfile de toda una cohorte de endriagos que, realidad o no, apareció por la carretera de Rowley mientras permanecí agazapado entre las zarzas. Porque como es natural, mi propósito de permanecer con los ojos cerrados fracasó rotundamente. Era ridículo proponerme una cosa así. ¿Cómo iba a estarme sin mirar, mientras una legión de seres deformes cruzaba a saltos torpes, aullando y croando a cien metros escasos de donde me encontraba yo? Antes de que aparecieran me creía preparado para afrontar lo peor. Ya había visto bastantes cosas desagradables en el término de un día, y no imaginaba que fuera posible que superasen en monstruosidad y deformidades a los que me habían perseguido por las calles. Logré mantener los ojos apretados hasta que el ronco clamor se hizo ensordecedor. Pasaban en ese momento por delante de la zanja, en el cruce de la carretera y la vía... Entonces no pude resistir más, y abrí los ojos. Eso fue el fin. Desde entonces siento que mi equilibrio mental se ha roto para siempre, y que he perdido toda confianza en la integridad de la naturaleza y el espíritu del hombre. Ni dando crédito al extraño relato del viejo Zadok en sus menores detalles habría podido imaginar la realidad demoníaca y blasfema que presencié. Intencionadamente estoy procurando soslayar el horror de describirla. ¿Es posible que sobre este planeta se hayan engendrado tales abominaciones, y que unos ojos humanos hayan visto en carne y hueso lo que hasta ahora pertenecía solamente al reino de la pesadilla y la locura? Y sin embargo, lo vi. Era una manada interminable de seres inhumanos que avanzaban a brincos, graznando y balando bajo el reflejo espectral de la luna; una zarabanda grotesca y maligna de delirante fantasía. Unos llevaban enormes tiaras doradas… otros iban ataviados con ropajes extraños… Había uno, el que iba en cabeza, que vestía una amplia levita que no conseguía disimular su enorme joroba, y un pantalón a rayas; un sombrero de fieltro coronaba el bulto deforme que hacía las veces de cabeza. Tenían todos un color gris verdoso, con el vientre blanquecino. La mayoría era de piel reluciente y resbaladiza, y sus dorsos jorobados estaban cubiertos de escamas. Sus figuras recordaban vagamente al antropoide, pero sus cabezas parecían de pez, con unos ojos prodigiosamente saltones que no parpadeaban jamás. A ambos lados del cuello les palpitaban las agallas, y sus grandes zarpas tenían dedos palmeados. Brincaban de manera irregular, unas veces erguidos, otras a cuatro patas. Su voz era una especie de aullido o graznido, pero evidentemente, constituía un lenguaje con todos los matices de expresión que les faltaban a sus semblantes impasibles. Y no obstante, pese a su monstruosidad, me resultaban en cierto modo familiares. Demasiado bien sabía yo quiénes eran. ¿Acaso no tenía aún fresca en mi memoria la imagen de la tiara de Newburyport? Se trataba de los mismos peces—ranas cuyas imágenes abominables ornaban la joya de oro.… pero vivos y en todo su horror. Y de repente, comprendí por qué razón me impresionó tantísimo el sacerdote de la tiara que vislumbré en la cripta de la iglesia. Esa fue la visión fugaz de la horda impura. Eran miles y miles, verdaderos enjambres, aunque desde mi escondite no podía abarcar toda la carretera. Por fortuna, un momento después se borró de mis ojos aquella visión dantesca y sufrí un desvanecimiento misericordioso El primero en toda mi vida. V Me despertaron los suaves rayos del sol. Me encontraba en medio de unos matorrales, en la zanja del ferrocarril. Me levanté y salí tambaleándome a la carretera. No había una sola huella en el barro fresco, ni olor a pescado en el aire. Los tejados ruinosos y los deshechos campanarios de Innsmouth asomaban grisáceos por el sudoeste, pero no se veía ni un ser viviente en toda la zona desolada de las marismas. Mi reloj andaba todavía. Eran más de las doce. Tenía una vaga idea de lo que había sucedido, pero en el fondo de mi mente palpitaba el sentimiento de algo tremendamente espantoso. Debía alejarme a toda costa de la sombra maligna de Innsmouth, así que traté de valerme de mis miembros entumecidos y fatigados. A pesar de la debilidad, del hambre, el horror y el aturdimiento, me sentí al cabo con fuerzas para caminar, y emprendí la marcha, sin prisas ya, por la enfangada carretera de Rowley. Al anochecer me encontraba en Rowley, bien comido y con ropas presentables. Cogí el tren de la noche para Arkham, y al día siguiente me presenté a las autoridades locales para hacer unas largas declaraciones, que repetí a mi llegada a Boston. El público ya conoce las consecuencias de mi denuncia, y verdaderamente me gustaría no tener nada más que añadir. Tal vez la locura se está apoderando de mí. Puede que me encuentre bajo la amenaza de un horror —acaso de un prodigio— aún mayor. Como es fácil comprender, renuncié al resto del programa —viajes de interés arquitectónico y arqueológico, visitas a museos, etcétera— que con tanto entusiasmo había confeccionado. Tampoco quise contemplar cierta pieza de orfebrería que, según me habían dicho, se guardaba en el Museo de la Universidad del Miskatonic. En cambio, aproveché mi estancia en Arkham para recoger algunos datos genealógicos de mi familia que, desde hacía tiempo tenía ganas de poseer. Cierto que dichos datos eran poco precisos, pero ya los ordenaría más adelante, cuando tuviera tiempo. El conservador de los archivos históricos de Arkham, Mr. Lapham Peabody, me ayudó con gran amabilidad y manifestó un interés excepcional cuando le dije que era nieto de Eliza Orne, de Arkham, nacida en 1867 y casada con James Williamson, de Ohio, a la edad de diecisiete años. Al parecer, un tío materno mío había estado allí muchos años antes, en busca de los mismos datos que a mí me interesaban, y la familia de mi abuela había sido —o aún lo era— objeto de comidillas en la localidad. Mr. Peabody dijo que poco después de la Guerra Civil, cuando se casó el padre de mi abuela, Benjamin Orne, se suscitaron violentas discusiones debido a que el linaje de la novia era particularmente enigmático. Lo único que se averiguó fue que era huérfana y que pertenecía a una rama de los Marsh establecida en New Hampshire y que, al parecer, era prima de los Marsh del condado de Essex. Pero se había educado en Francia y ella misma sabía muy poco de su familia. Su tutor —un sujeto cuyo nombre no resultaba familiar a los habitantes de Arkham— había depositado fondos en un banco de Boston para su manutención y el pago de una institutriz francesa. Al cabo de cierto tiempo, el tutor dejó de dar señales de vida, de suerte que la institutriz asumió este papel por decisión de un tribunal. La francesa —hace ya muchos años que murió— era muy reservada. Había quienes decían que de haber contado todo lo que sabía esa mujer, se habrían podido aclarar muchos misterios. Pero lo más desconcertante era que nadie había podido hallar ninguna referencia a los presuntos padres de la muchacha —Enoch Marsh y Lydia Meserve— entre las familias conocidas de New Hampshire. Muchos han opinado que tal vez mi bisabuela fuese hija natural de algún Marsh de elevada posición. Lo cierto es que tenía los mismos ojos de los Marsh. Sea como fuere, el caso es que murió muy joven al nacer su única hija, es decir, mi abuela materna. Como yo acababa de pasar por un trance muy desagradable en el que se había visto implicado el nombre de Marsh, no me hizo ninguna gracia encontrármelo en mi propio árbol genealógico. Tampoco me agradó que el señor Peabody me dijera que yo tenía los ojos típicos de los Marsh. De todas formas, le di las gracias por los datos que me había proporcionado y tomé una gran cantidad de datos y referencias bibliográficas relativos a la familia Orne, de la que había abundante documentación en los archivos. De Boston fui directamente a Toledo, a casa. Poco después marché a Maumee, donde pasé un mes reponiéndome de la dura prueba. En el mes de septiembre volví a la Universidad de Oberlin para cursar mi último año, y durante todo ese curso me dediqué a mis estudios y a otras actividades igualmente saludables. Sólo tuve ocasión de recordar los horrores pasados con motivo de las visitas ocasionales que me hicieron las autoridades encargadas de llevar adelante la campaña suscitada por mis declaraciones. A mediados de julio —justo un año después de mi aventura en Innsmouth— pasé una semana en Cleveland con la última familia de mi difunta madre. Durante esos días me dediqué a confrontar los nuevos datos genealógicos que había recogido en Arkham, con diversas notas, historias familiares y documentos testamentarios que conservaba allí mi familia. Mi objeto era restablecer un árbol genealógico familiar completo y coherente. Mentiría si dijese que disfruté con este trabajo; el ambiente de la casa de los Williamson siempre me había deprimido. En él había como una continua tensión morbosa. De pequeño, a mi madre no le gustaba que fuera a visitar a sus padres; en cambio, cuando su padre venía a Toledo, ella lo trataba con mucho cariño. Mi abuela materna era de Arkham, y siempre me inspiró un sentimiento extraño, casi de terror. Cuando murió, creo que no lo sentí en absoluto. Tenía yo entonces ocho años. Decían que había muerto de pena por el suicidio de mi tío Douglas, que era su hijo mayor. Este tío Douglas es precisamente el que se pegó un tiro al regreso de un viaje a Nueva Inglaterra, en el curso del cual había consultado los archivos de la Sociedad de Estudios Históricos de Arkham. Este tío Douglas se parecía mucho a mi abuela, y tampoco me había gustado nunca. Ambos tenían una expresión de fijeza en la mirada, como si no pestañeasen, que me producía una vaga y desagradable inquietud. Mi madre y mi tío Walter no eran así; se parecían a su padre. En cambio el pobre Lawrence, mi primo, hijo de Walter, había sido el vivo retrato de nuestra abuela; al menos hasta que su estado mental hizo necesario recluirle para siempre en un hospital psiquiátrico. Hace cuatro años que no lo he visto, pero mi tío me dio a entender una vez que su estado mental y físico era deplorable. Esta fue probablemente la causa principal de la muerte de su madre que ocurrió dos años antes. Mi familia de Cleveland la componían mi abuelo y su hijo Walter, viudo ya; pero la casona que habitaban conservaba el ambiente denso y enrarecido de los viejos tiempos. Esta atmósfera me resultaba tan desagradable, que procuré terminar cuanto antes mis investigaciones. Mi abuelo me proporcionó abundante material sobre los Williamson, pero en lo que respecta a los Orne, tuve que recurrir a mi tío Walter, que puso a mi disposición las carpetas donde se guardaban cartas, recortes, legados, fotografías y miniaturas de la familia. Repasando las cartas y los retratos de los Orne, empecé a sentir una especie de terror hacia mis antepasados. Como he dicho, mi abuela y mi tío Douglas me habían inquietado siempre. Ahora, años después de haber desaparecido, contemplé sus rostros con un profundo sentimiento de aversión. Al principio no podía comprender la razón, pero poco a poco se fue imponiendo a mi subconsciente una especie de comparación, cuya remota posibilidad se negaba a admitir mi razón, Era innegable que la expresión característica de aquellos dos rostros me sugerían algo que antes no habría podido ni sabido comprender. En cambio ahora la sola idea de aceptarla me producía un pánico inenarrable. Pero aún. sentí una impresión mucho más violenta cuando mi tío me mostró las joyas de los Orne que se guardaban en la caja fuerte de un banco. Algunas de ellas eran exquisitas, realmente primorosas, pero había un estuche con extrañas piezas de orfebrería que habían pertenecido a mi misteriosa bisabuela. Mi tío casi habría preferido no abrir el estuche. Dijo que las piezas estaban adornadas con detalles grotescos y repulsivos, y que nunca, a juicio suyo, habían sido llevadas en público. Sin embargo, mi abuela disfrutaba contemplándolas a solas. Sobre tales joyas habían circulado vagas leyendas que les atribuían cierto poder maléfico. La institutriz de mi bisabuela había dicho que no era conveniente ponérselas en Nueva Inglaterra, pero que en Europa se podían llevar sin peligro. Al comenzar a desenvolver los objetos, mi tío me pidió que no me dejase impresionar por el extraño efecto de horror que producían los dibujos. Los habían visto varios artistas y arqueólogos; todos aseguraron que se trataba de verdaderas obras de arte, y elogiaron mucho su belleza. Sin embargo, ninguno logró identificar con qué metal habían sido elaboradas las piezas, ni a qué estilo o escuela podían adscribirse. En total se trataba de dos brazaletes, una tiara y una especie de pectoral, Este último estaba ornado con ciertas figuras en relieve de una extravagancia casi insoportable. Mientras escribo estoy tratando de contener violentamente mis emociones, pero en aquel momento mi cara debió de reflejarlas en el acto. Mi tío se alarmó; dejó a medio desenvolver las joyas y se me quedó mirando con ojos atónitos. Le rogué que continuara, y él me obedeció con renovada repugnancia. Parecía temer alguna reacción mía cuando apareciese la primera pieza, una tiara, pero dudo mucho que se esperase lo que realmente sucedió. De todos modos, yo tampoco me lo esperaba. Lo que pasó fue sencillamente que caí desvanecido, sin decir palabra, igual que en la zanja del ferrocarril, entre las zarzas, el año anterior. A partir de ese momento mi vida ha sido una pesadilla de lucubraciones y pensamientos tenebrosos. Y a no sé dónde termina la espantosa realidad y dónde comienza la locura. Mi bisabuela era una Marsh de origen desconocido, y su marido había vivido en Arkham… Pero, ¿no dijo el viejo Zadok que Obed Marsh había logrado casar a la hija que le diera su monstruosa segunda esposa, con un individuo de Arkham? ¿Y no había aludido el viejo borracho al parecido de mis ojos con los del capitán Obed? Y también en Arkham el conservador me había dicho que yo tenía los ojos típicos de los Marsh. ¿Era, pues, Obed Marsh mi tatarabuelo? Y entonces, ¿quién, o mejor dicho, qué había sido mi tatarabuela? Pero quizá todo esto no fueran más que desvaríos. Aquellos ornamentos de oro pálido pudieron ser comprados por el padre de mi bisabuela, quienquiera que fuese, a algún marinero de Innsmouth. Y aquella expresión de fijeza impasible de los rostros de mi abuela y mi tío Douglas, el que se suicidó, tal vez no fuese sino un engaño de mis sentidos, pura fantasía nacida de mi experiencia de Innsmouth, cuyo recuerdo aún me hacía estremecer. Pero si. es así, ¿por qué entonces se había quitado la vida mi tío, precisamente después de indagar sobre sus antepasados? Durante más de dos años he luchado por apartar de mí todos esos pensamientos, algunas veces con éxito. Mi padre me consiguió un empleo en una compañía de seguros, y yo me consagré febrilmente a mi ocupación rutinaria para no pensar. En el invierno de 1930—31, no obstante, empezaron los sueños. Al principio me venían de manera esporádica y solapada; luego, a medida que pasaban las semanas, se hicieron más frecuentes y más vívidos. Ante mí se abrían en sueños grandes espacios acuáticos por los que yo flotaba a través de inmensos pórticos sumergidos y de murallas ciclópeas cubiertas de algas. En un principio soñé con peces grotescos que me acompañaban en mis vagabundeos submarinos. Después comenzaron a aparecer otras formas que me llenaban de horror al despertar, pero que durante el sueño no me causaban el más ligero temor... yo era uno de ellos, llevaba sus mismos adornos, recorría con ellos las sendas de la mar, y juntos orábamos en sus grandiosos templos subacuáticos. Al despertar no lograba acordarme de todo, pero los fragmentos que recordaba habrían bastado para hacerme pasar por un loco, o quizá por un poeta maldito. Por otra parte, sentía un impulso irracional a apartarme de la vida sana y ordinaria que llevaba, y a lanzarme a las tinieblas y la locura. Combatí este impulso, y mi lucha desesperada fue arruinando mi salud. Finalmente me vi obligado a dejar mi colocación y a vivir encerrado, como un inválido. Sufría alguna desconocida enfermedad del sistema nervioso, que a veces incluso me impedía cerrar los ojos. Por entonces empecé a estudiarme en el espejo con creciente ansiedad. Nunca es agradable contemplar los lentos estragos que produce la enfermedad, pero en mi caso había algo más, algo sutil e inexplicable. Mi padre debió notarlo también, porque comenzó a mirarme con asombro y casi con espanto. ¿Qué me estaba sucediendo? ¿Acaso me iba pareciendo cada vez más a mi abuela y a mi tío Douglas? Una noche tuve un sueño terrible. Soñé que me encontraba con mi abuela bajo la mar. Vivía ella en un palacio fosforescente, lleno de terrazas, rodeado de extraños jardines donde nacían corales leprosos y monstruosas flores submarinas, y salía a recibirme con una amabilidad casi burlona. Me dijo que había sufrido una gran metamorfosis y que había regresado a las aguas, que ella no había muerto, sino que había huido a un reino maravilloso que su hijo Douglas había llegado a sospechar, pero cuyos prodigios —destinados también a él— había despreciado al suicidarse. Este reino también me estaba destinado a mí. No podría sustraerme a mi destino. Sería inmortal y viviría para siempre con aquellos que ya existían cuando el hombre aún no había aparecido sobre la faz de la tierra. También encontré a la misteriosa abuela de mi abuela. Durante ocho mil años, Pth'thya—l'yi —tal era su nombre— había vivido en Y'ha—nthlei, adonde había regresado después de la muerte de su esposo Obed Marsh. Y'ha—nthlei no había sido destruida cuando los hombres de la tierra habían arrojado explosivos a la mar. La habían dañado, pero no destruido. Los Profundos no pueden ser exterminados jamás, aun cuando a veces la magia arcaica de los Primordiales, hoy olvidada, consiga reducirlos a la impotencia. Ahora descansan, pero algún día, cuando despierten plenamente, se levantarán de nuevo para exigir el tributo que el Gran Cthulhu anhela. Ese día atacarán una ciudad más grande que Innsmouth. Su intención es extenderse por toda la superficie del globo, y para ello cuentan con algo terrible que les ayudará en la lucha. Pero el día aún no había llegado. Yo tenía que cumplir una penitencia por haber provocado la muerte de muchos de sus compañeros de tierra firme, pero el castigo no sería duro. Este fue el sueño en que vi por vez primera a un shoggoth. Al verlo, di un grito espantoso y me desperté. Esa misma mañana comprobé ante el espejo que mi rostro tenía, de manera inconfundible, la pinta de Innsmouth. Por ahora no me he pegado un tiro como mi tío Douglas. He comprado una pistola y a punto he estado de acabar con mi vida, pero tuve un sueño que me disuadió. Mi horror y mi ansiedad se han ido relajando, y en ocasiones me siento extrañamente atraído por las desconocidas profundidades de la mar. Ya no temo a las regiones submarinas. Cuando estoy dormido oigo y hago cosas más bien raras, y me despierto exaltado, gozoso, sin la menor sombra de temor. Creo que no debo esperar como los demás a que me venga la metamorfosis. Si lo hiciera, probablemente mi padre me encerraría en un sanatorio, como encerraron a mi pobre primo Lawrence. Un futuro prodigioso me aguarda en los abismos, y no tardará. ¡Iä—R'lyeh! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Iä! ¡Iä! No, no me pegaré un tiro… ¡Yo no estoy destinado al suicidio! Urdiré un plan para que pueda escapar mi primo del manicomio y correremos juntos hacia la mágica ciudad de Innsmouth. Nadaremos hasta el arrecife, nos sumergiremos en los negros abismos hasta la ciclópea Y'ha—nthlei, la de las mil columnas. Y allí, en compañía de los Profundos, viviremos por siempre en un mundo de maravilla y de gloria.