—Eso no es tuyo —dijo desde una esquina.
—No, señora —respondió la muchacha de sal; con las salpicaduras del mar se iba a desarmar.
—Dámelo. —Eniko Broska Cili Biró, en cambio, era de piedra. Tendió una mano firme y aguardó. Nadie la hacía esperar, y cuando la jovencita miró su palma de marfil con incredulidad, le lanzó una mirada gélida: más que suficiente para que el dedal cayera entre sus dedos.
La estatua rubia y de acero inspeccionó el objeto, tocando con dedos desconfiados el cobre. No tardó el reconocerlo como el dedal que usaba Darda Broska II cuando encontraba las tardes en la Isla de Zulá especialmente monótonas. Eniko intensificó la mueca que formaba parte de su semblante habitual.
—Lo encontré en la arena, antes de subirnos a la galera —comentó la niña, asiéndose con fuerza a un barril de toringias cuando la frágil embarcación se tambaleó—. Pensé... pensé que Darda y yo podríamos utilizarlo para hacerle vestidos, ahora que...
Lo venenoso de la expresión de su señora le aconsejó que se callara. Eniko construyó un gesto grotesco, reflejo del más violento de los hastíos. —Cierra la boca. Tú no hablas si yo no te lo digo y tú no recoges cosas de la arena si yo no te ordeno que lo hagas.
Apretó la mandíbula con fuerza; cómo la enervaban las personas que hablaban antes de pensar. Aunque decir que aquellos dos individuos que había traído consigo eran seres humanos era un epíteto que les quedaba grande. Parecían animalitos de granja con aquellos harapos encima y los graznidos asustadizos que soltaban cada vez que la galera se balanceaba o una ola chocaba contra la embarcación. Y la menor de las dos, aquella mocosa llamada Ibi, la sacaba de quicio especialmente.
Eniko se despegó de la esquina en la que estaba agazapada y en un arrebato de furia lanzó el dedal por la borda. Acto seguido, se irguió ante la sirvienta y le quitó la manta de encima. El cuerpito atrofiado, víctima de los escasos alimentos que alguien de su especie estaba condenado a recibir se contrajo en un espasmo doloroso.
Eniko la miró con una mueca rancia. Hacía frío en el mar abierto, e incluso era peor para aquellos náufragos que solo conocían el clima tropical de Más allá del Meridión, pero la muchacha no sintió el menor cargo de conciencia. —A ver si se te congela la lengua. Todos tendríamos un viaje más placentero si así fuera.
Ibi la miraba con ojos vidriosos y azules, dispuestos a ahogarse en el agua de los cobardes en cualquier instante. Sin embargo, y mientras Eniko se acomodaba de nuevo en el recoveco que había encontrado sorprendentemente cómodo, aquello no sucedió. Algo más potente se iba apoderando de la mirada de su criada, y la estatua de piedra supo que Ibi estaba comenzando a detestarla. Incluso Darda, la otra sirvienta, quien había observado la escena con expresión cauta, lucía afectada: molesta.
Mas no era algo que a Eniko le quitara el sueño. De hecho, provocar ese sabor ácido en la boca del resto cuando se la tenía enfrente había sido el resultado de años de perseverancia y dedicación, y no era una cualidad que estuviera dispuesta a desechar: se le antojaba como la mayor de sus virtudes, y todos los habitantes de la Isla de Zulá estaban al tanto de la reputación de la hija menor de Darda Broska II: lo grosera que era con cualquier ser viviente y el placer que encontraba en avergonzar a sus hermanos, aquellos gemelos tan buenos que trataban de reencauzar un río que desde siempre estuvo desviado.
Eniko no era una muchachita fácil de conmover. Pocas cosas le hacían sentir emociones memorables y muchas eran las que le daban exactamente igual. No se caracterizaba por ser una joven agradable, ni con la que se pudiera mantener una conversación: en efecto, estar con un individuo como ella resultaba insoportable. Sus miradas de hastío, los gruñidos ocasionales y unos silencios interminables llevaban siempre a la deserción; la realidad era que todo aquel que quisiera charlar un rato podría encontrar decenas de pretendientes más adecuados, incluso en un espacio tan reducido como la Isla de Zulá, y no era algo que a Eniko le molestara en lo más mínimo. Sentía, incluso, una sensación jocosa embargarla cada vez que alguien más se daba por vencido, como si le divirtiera ser testigo de los carraspeos nerviosos y las miraditas de reojo que le dirigían hasta que el cansancio resultaba tal que, con un orgullo ligeramente mancillado, dedicaban su tiempo a cuestiones más importantes.
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Crónicas de los extremos
General FictionMás allá del Septentrión, Vohemya Zamatos yace en su peor momento. La Corte Índiga, que antaño fue la fortaleza en la que los senadores toringios se reunían para definir las decisiones geopolíticas del territorio, se ha vuelto un hervidero de chisme...