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Lidia atravesó las puertas de su instituto como cualquier otra mañana, con las manos resguardadas del frío en los bolsillos de su sudadera y las orejas cubiertas por unos cascos que reproducían la banda sonora de su película francesa preferida.

Subió las escaleras con esmero, ya que si no se daba prisa llegaría desmesuradamente tarde. Aquel curso había sido una de los muchos alumnos afortunados cuyas clases se impartirían en el tercer y último piso del edificio de bachillerato, y por muy atractiva que sonase la oferta —tengamos en cuenta que desde la ventana de su aula los amaneceres se veían mejor que desde ningún otro sitio—, toda la magia se disipaba al llegar el lunes por la mañana y encontrarse frente a tres interminables tramos de escaleras por delante.

Al llegar a su pupitre, y después de haber saludado a sus compañeros, se sentó y se deshizo con pesadez de su abrigo y su sudadera. Pese a estar en pleno diciembre, en aquella clase hacía un calor de los mil demonios. Bajo estos llevaba una camisa plana de manga corta y unos vaqueros largos y desgastados.

Esa misma mañana, al levantarse y descubrir que su alarma no había sonado y ya hacía media hora que debiera haberse duchado y preparado, decidió ponerse lo primero que tuvo más a mano, y entre esas prendas no se encontraba un sujetador.

«¿Y qué?», pensó entonces. Sus pechos eran los de una niña de nueve años y por lo tanto de lo único que le iba a servir llevarlo era para oprimirle un poco más de lo normal. Por lo que salió volando de su casa sin ponérselo.

Cuando los compañeros que se sentaban a su alrededor se percataron de ello y estallaron en carcajadas, Lidia se encogió en su asiento y cruzó los brazos sobre su pecho. ¿Por qué causaba tanta alarma que a ella se le marcaran los pezones, pero si se trataba de sus amigos varones nadie decía nada? Su desconcierto fue aún mayor cuando la profesora que estaba impartiendo la clase, molesta por el alboroto, preguntó por la causa de este, y al enterarse de lo sucedido en lugar de recriminar a todos aquellos que se habían reído de la joven, sacó a Lidia del aula. Afuera le dijo que una chica de su edad no podía salir de casa sin llevar sujetador, ya que no era apropiado y además podía distraer al resto de alumnos.

Ante la incredulidad de Lidia, la profesora se exasperó y la mandó a Dirección. Allí la chica siguió rechistando, preguntándose por qué el cuerpo de una adolescente podía ser motivo de tanto revuelo. ¿A caso su cuerpo estaba prohibido? ¿Es que debía esconder su anatomía al mundo por alguna razón en especial?

Aquella mañana de invierno, Lidia se marchó a casa después de la primera hora con una nota de expulsión por mala conducta. Al llegar a su habitación cerró la puerta con pestillo y se desvistió frente al espejo.

«¿Cuál es mi problema?», pensó.    

Feminismos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora