capitulo 1 parte 3

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III
Nuestro hombre no se avergonzaba de la admiración y el asombro que le causaba la Naturaleza, tan llena de sucesos desconcertantes y de cosas imposibles. ¡Cómo me gustaría remontarme a aquellos albores de la ciencia, cuando los hombres empezaron a dejar de creer en los milagros, encontrándose ante nuevos acontecimientos, mucho más prodigiosos! ¡Si por un momento pudiera experimentar lo que sentía nuestro ingenuo holandés: su emoción al descubrir aquel mundo, y la náusea que le provocaban aquellos «despreciables bichos» pululantes, como él los llamaba!
Ya he dicho que Leeuwenhoek era un hombre muy desconfiado. Tan enormemente pequeños y extraños eran aquellos animalitos, que no le parecían verdaderos; por lo que los observó hasta que las manos se le acalambraron de tanto sostener el microscopio y los ojos se le enrojecieron de tanto fijar la vista. Pero era cierto. Vio de nuevo aquellos seres, y no sólo una especie, sino otra mayor que la primera, «moviéndose con gran agilidad en sus varios pies de una sutileza increíble». Descubrió una tercera especie y una cuarta, tan pequeña que no pudo discernir su forma. ¡Pero está viva! ¡Se mueve, recorre grandes trechos en este inmenso mundo de una gota de agua! ¡Qué seres más ágiles!
«Se detienen; quedan inmóviles, como en equilibrio sobre un punto, luego giran con la rapidez de un trompo, describiendo una circunferencia no mayor que un granito de arena». Así los definió Leeuwenhoek.
Este hombre, que aparentemente trabajaba sin plan ni método, era muy perspicaz. Nunca se lanzó a teorizar, pero era un mago en mediciones. La dificultad estaba en conseguir una medida para objetos tan pequeños. Con el ceño fruncido, musitaba: «¿De qué tamaño será realmente el más diminuto bichejo?» Ansioso por encontrar una unidad de medida, hurgo en los rincones de su memoria, entre las miles de cosas que había observado con tanto detenimiento. El resultado de sus cálculos fue: «Este animalillo es mil veces más pequeño que el ojo de un piojo grande». Era un hombre de precisión. Porque nosotros sabemos ahora que el ojo de un piojo adulto no es mayor ni menor que los ojos de diez mil congéneres suyos. Podía pues, servirle de tipo de comparación.
Pero, ¿de dónde procedían esos extraños y minúsculos habitantes de la gota de agua? ¿Llovieron del cielo? ¿Treparon, sin ser vistos, desde el suelo al tiesto? ¿Los habría creado Dios, de la nada, a su capricho? Leeuwenhoek creía en Dios con el mismo fervor que cualquier holandés del siglo XVII; siempre mencionaba a Dios como el Creador del Universo, y no sólo creía en él, sino que lo admiraba desde el fondo de su corazón. ¡Era tan grande, que sabía modelar con sumo primor las alas de las abejas! Pero, al mismo tiempo, Leeuwenhoek era también materialista; su buen sentido le indicaba que la vida procede de la vida. Su fe sincera le decía que Dios había creado todos los seres vivientes en seis días, iniciando un proceso, para luego descansar y dedicarse a recompensar a los buenos observadores, castigando a los chapuceros y charlatanes. Descartó como improbable la posibilidad de que aquellos animantes cayeran del cielo. ¡Cierto era que Dios no podía hacer surgir de la nada a los animalitos que había encontrado en el tiesto! Sólo había una forma de dilucidar esta cuestión... experimentando.
Leeuwenhoek lavó cuidadosamente un vaso, lo secó y lo puso debajo del canalón del tejado; tomó una gotita en uno de sus tubos capilares y corrió a examinarla bajo el microscopio... ¡Sí! Allí se encontraban nadando unos cuantos bichejos... «¡Existen hasta en el agua de lluvia reciente!» Pero, en realidad, no había probado nada, pues quizá vivieran en el canalón, y el agua les arrastrara...
Entonces tomó un plato grande de porcelana, «esmaltado de azul en el interior», lo limpió esmeradamente y, saliendo a la lluvia, lo colocó encima de un gran cajón, cerciorándose de que las gotas de lluvia no salpicaran lodo dentro del plato; tiró la primera agua para que la limpieza del recipiente fuera absoluta, y después recogió en sus delgados tubitos unas gotas, regresando a su laboratorio...
«Lo he demostrado. Esta agua no contiene ni un solo bicho. ¡No caen del cielo!» Conservo el agua, examinándola hora tras hora y día tras día, y al cuarto día vio que comenzaban a aparecer los diminutos bichejos junto con briznas de polvo y pequeñas hilachas. ¡Eso se llama ser pertinaz! ¡Imaginaremos un mundo en el que todos los hombres sometiesen sus juicios tan absolutos a las ordalías de los experimentos tan lógicos de un Leeuwenhoek!
¿Y creen ustedes que escribió a la Real Sociedad manifestando lo que acababa de descubrir? ¡Ni pensarlo! Era un hombre circunspecto. Bajo sus lentes pasaron aguas de todas clases: agua conservada en la atmósfera confinada de su laboratorio, agua contenida en una vasija sobre el tejado de su casa, agua de los no muy limpios canales de Delft, y agua del profundo y fresco pozo de su jardín. En todas ellas pudo observar los mismos bichos, quedándose boquiabierto ante su enorme pequenez; encontró que miles de esos seres eran menores que un grano de arena, y comparándolos con el acaro del queso guardaban la misma proporción que una abeja con un caballo. Los contemplaba incansablemente, viéndolos «nadar entremezclados, como un enjambre de mosquitos...»
Andaba atientas, naturalmente, a tropezones, como todos los que desprovistos de presciencia encuentran lo que nunca se propusieron buscar. Sus nuevos bichejos eran maravillosos, pero no lo satisfacían; continuaba hurgando en todo lo imaginable, tratando de observar con más detalle, buscando la razón de las cosas. ¿Qué es lo que hace picante a la pimienta?, se preguntó un buen día, haciendo la siguiente conjetura: «Debe haber unos pinchitos en las partículas de la pimienta, que son los que pican la lengua al comerla...» Pero, ¿existían dichos pinchitos? Empezó a trajinar con pimienta seca; estornudaba, sudaba, sin conseguir granitos de pimienta lo suficientemente pequeños para poder examinarlos en el microscopio, hasta que, finalmente, pensó en remojar la pimienta durante varias semanas, al cabo de las cuales, con agujas muy finas, aisló una pizca de pimienta casi invisible y la introdujo con una gota de agua en uno de los tubos capilares, y entonces miró... Observó algo capaz de trastornar la cabeza al hombre más cuerdo. Se olvidó de los posibles pinchitos de la pimienta. Con el interés de un niño atento, observó las maromas de «un increíble número de animalillos de varias clases, que se movían fácil y desordenadamente de un lado a otro»
Así fue como Leeuwenhoek se tropezó con un magnífico medio de cultivo para criar a sus nuevos y diminutos animalillos.
¡Ahora sí había llegado el momento de informar de todo esto a los grandes señores de Londres! Con la mayor sencillez les describió su propio asombro. En página tras página de pulcra caligrafía, con palabras llanas, les contó cómo un millón de estos animalillos cabrían en un grano de arena, y cómo una sola gota de su agua de pimienta, en la que tan bien se desarrollaban, contenía más de dos millones setecientos mil animalillos...
Traducida al inglés, la carta fue leída a los doctos escépticos que ni siquiera creían en las virtudes mágicas del cuerno del unicornio, y dejó atónito al sabio auditorio. ¿Pero, qué era eso? ¡El holandés afirmaba haber descubierto unos seres tan pequeños, que en una sola gota de agua cabían tantos como el número de habitantes que poblaban su tierra natal! ¡Qué disparate! ¡Era innegable que el acaro del queso era el animal más pequeño creado por Dios!
Pero hubo unos cuantos miembros de la Real Sociedad que lo tomaron en serio. La precisión de Leeuwenhoek les constaba: todo lo que hasta ahora les había dado a conocer fue comprobado. La contestación consistió en una carta dirigida al conserje científico, rogándole detallara la manera en que había construido su microscopio, y les explicara su método de observación.
La carta irritó a Leeuwenhoek; la crítica de los idiotas de Delft no le importaba, pero ¿la Real Sociedad? ¡El creía que trataba con filósofos! ¿Les escribiría revelando los detalles solicitados o se guardaría, en adelante, para sí, sus observaciones? Podemos imaginárnoslo murmurando: «¡Santo Dios! Estos métodos para descubrir grandes misterios, ¡cuántos trabajos y sudores me han costado, qué de befas e ironías tuve que aguantar para lograr perfeccionar mis microscopios y mis métodos de observación...!»
Pero los creadores necesitan auditorio. Sabía que los incrédulos de la Real Sociedad serían tan tenaces en demostrar la inexistencia de sus animalillos como él lo había sido en descubrirlos. Se sentía hondamente herido, ¡pero los creadores necesitan público!
Y así fue como contestó, en una extensa carta, asegurando que no exageraba; explicaba sus cálculos (los modernos cazadores de microbios, con todos sus aparatos, se muestran sólo ligeramente más exactos), incluyendo una serie de cómputos, sumas, multiplicaciones y divisiones, hasta que la carta parecía la tarea de aritmética de un escolar; y terminaba diciendo que muchos ciudadanos de Delft habían visto, con auxilio de sus lentes, aquellos extraños y novedosos de animalitos, y que lo habían felicitado por ello, que les enviaría certificados de prominentes ciudadanos de Delft: dos eclesiásticos, un notario público y otras ocho personas fidedignas, pero que de ninguna manera les diría el modo en que había fabricado sus microscopios. ¡Cómo celaba su secreto!
Para que la gente mirase por sus pequeños apáralos, él mismo los sostenía con sus propias manos; ¡y que no se atrevieran siquiera a tocarlos, porque los echaba de su casa...! Era como un niño ansioso y orgulloso de enseñar a sus amigos una hermosa y jugosa manzana, pero sin permitirles tocarla, por temor a que la mordieran.
Así que la Real Sociedad encargó a Robert Hooke y a Nehemiah Grew la construcción de los mejores microscopios de que fueran capaces, y también la preparación de agua de pimienta de la mejor calidad. El 15 de noviembre de 1677 llegó Hooke a la reunión, presa de gran excitación, pues Leeuwenhoek no había mentido. ¡Allí estaban aquellos increíbles bichos! Los miembros se levantaron de sus asientos, apiñándose alrededor del microscopio; miraron y exclamaron: -¡Ese hombre es un mago de la observación!
¡Día inolvidable para Leeuwenhoek! Poco más tarde, la Real Sociedad lo nombró miembro y le envió un elegante diploma de socio, en una caja de plata cuya tapa ostentaba grabado el emblema de la Sociedad. La respuesta de Leeuwenhoek no se dejó esperar: «Os serviré fielmente durante el resto de mi vida». Y, fiel a su promesa, siguió enviándoles aquellas cartas, mezcla de comentarios familiares y de ciencia, hasta su muerte, acaecida a los 91 años. Pero ¡enviar un microscopio? La Real Sociedad llegó hasta comisionar al Dr. Molyneux para que redactara un informe sobre aquel conserje descubridor de lo invisible. Molyneux le ofreció a Leeuwenhoek una suma considerable por uno de sus microscopios. Ya que tenía cientos de ellos, seguramente podría desprenderse de alguno. Pero, ¡no! ¿El señor de la Real Sociedad deseaba ver algo más? Ahí había en una botella algunos embriones de ostra, acá diversos animalillos agilísimos, y para que el inglés hiciera sus observaciones, el holandés sostuvo sus microscopios, mientras con el rabillo del ojo vigilaba al sin duda honrado visitante, para que no tocase nada o hurtase cualquier cosa...
¡Pero sus instrumentos son maravillosos! -exclamó Molyneux- ¡Muestran las cosas con una nitidez mil veces mayor que la mejor de las lentes que tenemos en Inglaterra!
-Mucho me gustaría -contestó Leeuwenhoek- poder enseñarle mis mejores lentes y mi método especial de observación; pero son cosas que reservo exclusivamente para mí y que no enseño a nadie, ni a mi propia familia!

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