Preludio de media noche. Dolor que viene y se marcha como punzadas directas del otro mundo. Llamadas de ayuda, gritos agonizantes, voces marchitas que imploran para que les regale trozos de mi vida. Vienen a mi mientras duermo, se abalanzan como aves de rapiña ~desesperados~ arrancan pedazos de mi alma que también agoniza, que también los necesita. El amor deforma el espíritu, lo agrieta, lo llena de sombras; torna al pobre ser en espanto. Es una carta maliciosa que ha escrito la muerte en recuerdo de lo limitado que es nuestro poder, del nimio valor que tiene nuestra existencia.
Acuden cuando mi mente embota, fríos y silenciosos, indefinidas sombras dentro de otras sombras que luego se arrastran y rasguñan entre si, que ya no emiten más que suspiros inarticulados, vestigios apenas de algún amor apasionado, idólatra, que nunca alcanzó a formar una historia. Susurran a mi oído y enmudecen mi mente, secuestran mi juicio ¡Juro por Dios mismo que no se decir con exactitud como comenzaron estas extrañas ausencias que habían de confundir a aquellos que estaban conmigo (porque estoy vivo y soy bastante audaz, creanme). Posiblemente hayan sido mis oscuras meditaciones lo que captó la atención de estos entes moradores que se adueñan de mis sentidos y algunas de mis acciones.
Acepto también que al haber confirmado su existencia quise que no se marcharan ~me sentía tan sólo~ y ellos me proporcionaron su ayuda ejerciendo sus muy singulares poderes sobre el tiempo y la materia, brindándome con ello ciertos beneficios.
Así pasó un tiempo; obtuve cosas buenas, mis talentos crecieron, las personas se maravillaban al ver mis pinturas y piezas de arte. Se me pagaba lo justo por mi trabajo (cosa bastante infrecuente entre los artistas) y no me faltaban las buenas ideas. Sin embargo, algo en mi semblante estaba cambiando, parecía ensombrecido, como lleno de angustias, lo que era raro en verdad ya que no tenía motivos para estar angustiado ("...Esa vaga melancolía que no por ser infundada deja de ser desgarradora..."). Cada día al mirarme al espejo, notaba más dolor en mi mirada, mis ojos parecían estar hundiéndose en sus cuencas. Mi rostro palidecía, mis manos temblaban, me estaba costando cada vez más trabajo levantarme de la cama y emprender el nuevo día. De igual modo decayeron mis comportamientos sociales. No tenía ya ganas de hablar ni salir con nadie, ignoraba a mis visitas, no abría la puerta cuando llamaban.
Supe entonces que estaba alejándome de aquello a lo que llaman "vida". Mi cuerpo se estaba convirtiendo en un instrumento que aquellos seres utilizaban para simular que aún se encontraban del todo en este mundo. Noté también como mi espíritu y energías se difuminaban lentamente, inclusive me fue imposible volver a mirar a alguien con ojos de amor. Todo lo que ocurría frente a mi era vago, carecía de significado.
Sólo quería estar con ellos, prefería dormir y sentir dolor al despertar que permanecer en vela con ese incesante nerviosismo.
Fue entonces cuando cambié de parecer y decidí rehusarme a seguir negociando de esa manera. Pensé que tenía que haber alguna forma para absolverme de culpas y echarlos de mi, de modo que mi primer intento fue abandonar mi obra, ausentarme de toda actividad que involucrara mi sentido de la creación, lo que no fue sino sólo un desperdicio de mis excepcionales dotes.
Busqué otras opciones y después de mucho meditar entendí que el único reemplazo comparable a una vida era, posiblemente, otra vida. Me pareció magnífica la idea de ofrecer el alma de alguien más a cambio de que dejaran de molestarme con su espantosa presencia y sus horribles mañas (sepan que nunca me he considerado una buena persona. Si me porto educadamente es porque considero deplorables los malos modales y la poca creatividad que tienen algunos para expresar sus sentimientos, desde luego nada parecido al esplendor que posee un verdadero e ingenioso acto de violencia).
Escogí para ese intercambio a un individuo cuya presencia en este mundo, pensaba yo, estaba de sobra puesto que no era solamente un simplón sin ningún talento sino que, por cuestiones que no quisiera relatar, era objeto de mi odio y ya en otras ocasiones había deseado asesinarle ¿Qué mejor manera de castigarle que aquella en la que yo pudiera obtener algún beneficio además del de librarme de su existencia?
Lo que prosiguió no fue nada complejo. Entré esa misma noche después de dejar todo bien planificado y tomando en cuenta los detalles, abrí silenciosamente la puerta de su habitación y le retorcí el cuello hasta que dejó de respirar. Para destruir toda evidencia me lo comí entero, llamé a los espíritus moradores de almas para que fueran testigos de ese sacrificio y todo ocurrió justo como estaba pensado.
No volví a verlos durante un tiempo hasta que en cierta ocasión desperté escandalizado cuando los escuché nuevamente pero ahora con gritos desgarradores y sintiendo un dolor tan agudo que escapa a toda explicación que pueda brindar ¡Qué desgracia y qué tortura! Pero si no existe vida alguna que pueda reemplazar a otra, sino tan sólo que sirven como bálsamo, una cruel distracción ante el vacío imposible de llenar, con probabilidades de ser encubierto temporalmente dependiendo de cuanto nos esforcemos buscando los pretextos indicados.
Al entender de lleno todo esto me lancé en la búsqueda de personas cuyas vidas no serían extrañadas, ya fuera por su maldad ingenua (¡Ah, carente del sentido de la perversidad, del odio por aquellos que son injustos y plagan el mundo con más hombres injustos, infames y con poca o nula capacidad de reflexión) o por su inmunda habilidad para causar problemas (¿Qué quién soy para decidir esto? Lo diré sin ningún apuro. Si tengo la capacidad o la fuerza física para estrangular, degollar o perforar el cuerpo de alguien con una bala, en pocas palabras, de escoger si vive o muere, entonces yo soy Dios) y los sacrifiqué secamente para saciar la sed de los pobres entes desgraciados.
Hasta el día de hoy soy todavía mensajero de la muerte y sé bien que si la noche me recibe con lamentos frenéticos, debo entonces encontrar una víctima y hacerme de su vida para complacencia de los muertos con los que he pactado. Creo que le he hallado el gusto a todo esto y cabe decir que he llegado a considerarle un arte.