Un deseo

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—¡Apaga el puto cigarrillo! —exigí gruñendo.

Torcí el cuello hacia la ventana abierta del coche para defenderme de las nubes de humo mal oliente.

Lakya descansaba su cabeza sobre el respaldo de la silla y había estirado las piernas hasta apoyar los talones en la luna delantera del coche. Me empujó juguetón en el muslo con la punta de una de sus zapatillas y dio otra calada, soplando después el humo hacia mi cara.

—Ay, Jaser. Siempre el Señor Serenidad. Tan sensible... ¿La señorita Delicadeza no piensa servirte nada antes de la boda y por eso estás de mala leche? —Estudió mi perfil manteniendo la sonrisa maliciosa.

Me pregunté qué veía. Qué veía en mí, qué veía de mí. ¿Su examen se detenía en los rasgos físicos, en lo que dejaba a la vista mi perfil o iba más lejos hasta averiguar alguno de mis pensamientos? Intenté no moverme, casi dejé de respirar. De ningún modo no pensaba levantar el guante metafórico y responder a su provocación. Cuando ella suspiró hondo, un suspiro de desilusión, me giré.

¿Por qué me obligas a dejar de ser un caballero y tratarte cómo te mereces?, le trasmití con la mirada.

No me entendió.

Se metió el pulgar en la boca y se mordió la uña.

—¿No tienes nada más interesante que hacer?

—No. —Ella inhaló y exhaló, creando círculos de humo sobre el techo del coche. Mi coche.

—¿No estabas jugando a billar?

Lakya encogió los hombros y el movimiento desplazó el tirante de su camiseta hacia abajo. No se molestó en levantarlo, tampoco ocultó la sonrisa presumida cuando mi mirada bajó siguiendo el tirante.

—He perdido. No me gusta perder.

Eché un vistazo hacia el bar situado en el lado opuesto de la calle. A través de la ventana acristalada vi a mis amigos. Como siempre, era el único sobrio. Cada sábado se repetía la misma historia; desde un tiempo no se molestaban a preguntarme si los llevaría, simplemente aparecían a mi puerta uno por uno y me forzaban a ir con la corriente.

Pero pronto todo iba a cambiar, recordé, ahorrándome el suspiro.

Estudié al espécimen que se empeñaba en ocupar el asiento del copiloto. Melena larga del color del amanecer, nariz fina, pómulos aristocráticos y una boquita deliciosa... o, al menos, eso me imaginaba. A pesar del nombre que le había dado su madre, la llamaban «Amor». Decían que debería ser su verdadero nombre, pues era un amor con todo el mundo. Con todo el mundo menos conmigo. Solo a mí me enseñaba su verdadera cara. De bruja. Una bruja que había hecho un pacto con todos los diablos de la galaxia para que se viera hermosa como un ángel. Una que disfrutaba con mi tormento. Se bañaba en mi tormento.

Presioné los dedos índices sobre los ojos, como si el gesto podría desvanecer la imagen de los labios de Lakya de mi mente. Labios carnosos del color de las cerezas maduras. Reinaban sobre su rostro como si fueran dibujados por el pincel de algún pintor excéntrico que buscaba la perfección.

Su apariencia estaba al polo opuesto de su carácter.

Lakya era... única. Bebía demasiado, fumaba en exceso, hablaba hasta que a uno le entraban ganas de apuñalarse los oídos, reía todo el tiempo y jugaba con los hombres como el gato con el ratón. Eso sí: siempre agarraba a la presa. Y después de dejarla sin bolas se despedía con una tierna patada en el trasero del pobre bastardo.

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