Dos tarrones de azúcar a la taza de café, un poco de miel al té de limón, cuatro hojitas de menta al agua de jamaica y muchos panes para acompañar.
A Doña Martina le gustaba la cocina, le gustaba tanto como la telenovela de las doce del día, a veces, en sus delirios matutinos, cocinaba sin cesar, eso la distraía. Susana, su vecina de a lado no hacía más que quejarse, que si ya podía dejar de cocinar tan temprano, que si el olor de la comida la mareaba, que tantos arrevatos nocturnos y vespertinos no la dejaban descansar, sólo se quejaba y se quejaba; pero a Doña Martina le daba igual, ella no iba dejar de hacer sus cosas preferidas por caprichitos de una niñita engreída que seguro, nunca en su vida había tocado el mango de una sartén.
Mientras tanto, en el segundo piso, justo en el departamento número siete b, Margarita, quién había enviudado a sus tan sólo treinta años y que desde entonces mantenía una relación única con su soledad se desplazaba de un lado a otro gritando como loca, porque su gato, Bodoque, traía en su hocico un ratón que a duras penas había conseguido atrapar, "¡Suelta ese ratón Bodoque!" Gritaba histérica, "¡Que lo sueltes te digo!" Pero el gato seguía ahí mordiendo al pobre ratón ya sin vida.
Y luego, hasta el último piso, en el departamento más pequeño de todos los veinte del lugar, estaba Clemencia, una joven de apenas dieciocho años que había dejado su casa en el pueblo de Santo Domingo para abordarse a las aventuras de la gran ciudad, que según ella, le traían un montón de buena suerte. Inspirada en historias de amor que su abuelo Francisco le contaba, hacia apenas una semana que había decidido dejar el pueblo, prometiendo a su madre comuncarse con ella en cuanto estuviera bien instalada en algún recinto.
Las tres mujeres, a pesar de vivir sólo separadas por unos pisos de diferencia, jamás en sus largas vidas habían tenido el gusto de chocar por coincidencia.