Capítulo 1

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Siempre me interesó saber qué ocurría en ese hueco lleno de colores y de estrellas fugaces que llamamos mente. Bueno, así es como yo me lo imaginaba: pensaba en la mente como el cielo. Tiene un sol que ilumina todo, planetas lejanos a los que podemos ir si nos atrevemos, y cuando llega el momento, anochece dejándonos una vista perfecta y clara de miles y miles de estrellas. Pero a veces, sin quererlo, una gran nube oscura cubre todo, y lo que antes parecía fácil de ver, ahora se torna un poco mas complicado.

A los 7 años todo era feliz para mi. Vivía en un pueblo, no con tan poca gente, pero mucha menos de la que hay en una ciudad. La gente nunca me llamó mucho la atención, pues prefería reflexionar en mi soledad. Era feliz jugando a las barbies sola, porque no necesitaba gritar ni hacer que los juguetes hablaran entre sí: ellos hablaban en mi mente. Mi cerebro imaginaba la situación, como un programa de la televisión o un guión de una película de cine, que ya estaba hecho, e iba desarrollando poco a poco la personalidad de cada uno de mis juguetes, barbies, animales, peluches, todo. Debo admitir que algunas historias tenían una pizca sexual, pues eso de alguna forma siempre me llamó la atención. Bueno ¿a quíen no? Somos seres humanos.

Sin embargo, a los 10 años, ya no podía seguir jugando en silencio. No porque necesitara gritar, pero me di cuenta, tristemente, que ya no me divertía imaginarme que mis juguetes tenían vida. ¿Sería, quizás, porque ya tenía edad como para saber que eso no era posible? ¿O quizás porque la tecnología avanzó, y los juegos de computadora me atraparon como a todo aquel que vivió en el comienzo de la era cibernética? No lo sabía. Pero en el año 2000, cuando yo tenía 10, me volvían loca los juegos en Internet. Y chatear con amigos, por supuesto.

Luego de 17 años y tras varias peleas internas, mi vida ya no se trataba de jugar. Tenía 27 años, y por fin había empezado en mi trabajo de psicóloga. Creo que mi elección valió la pena, me sentía bien ayudando a los demás y me hacía pensar y valorar mi propia vida. Excepto que esto no significaba que la valoraba del todo. A veces, cuando estaba exhausta de trabajo y sentía que mi cabeza iba a explotar, miraba al techo de mi habitación y cerraba los ojos, y sentía que quería volar el techo y contemplar el cielo con tranquilidad. Pero no podía. Los problemas iban y venían, y revolviendo mi mente hasta el punto de asustarme.

Sin embargo, y a pesar de no tener tanta experiencia en mi trabajo, era bastante profesional. Ante mis pacientes, nunca podía estar con cara de perro, como imaginarán. Por eso, aunque haya tenido la noche mas infernal de la historia de los tiempos, a las 7 am ya estaba con mi ropa impecable, mis anteojos puestos, mi máscara de pestañas aplicada y un café en mi mano listo para ser desayunado en 5 minutos, antes de recibir a mi primer paciente. Se llamaba Tom Walaks. Creo que venía de Inglaterra, pero se había mudado a mi país hacía muchos años. ¿O era de Irlanda? No podía recordarlo. Luego revisaría su archivo.

Llegué a la oficina y, para mi sorpresa, él estaba en la puerta. Seguramente el portero lo había dejado pasar.

- Hola... Tom ¿verdad?

- Si –dijo, con un ligero rubor en las mejillas – perdón, creo que llegué un poco temprano.

- No pasa nada –dije con tranquilidad, pero la verdad es que me hubiera gustado estar 5 o 10 minutos más sola. – Entremos.

Abrí la puerta y dejé mi café sin terminar en mi mesada. Luego lo invité a sentarse y agarré su archivo. Disimulando bastante como bien sé hacer, lo observé. Tenía 30 años, pero parecía más joven, vestía un traje radiante y, salvo por sus ojeras y alguna que otro pelín mal cortado, no podía encontrar gran defecto en su cara. Bueno, "defecto", como la sociedad lo llamaría. Pero realmente parecía un tipo impecable, y con un aire bastante atractivo.

- Bueno, Tom –dije sonriendo - ¿Qué lo trae para esta consulta?

Él me devolvió una sonrisa, que parecía bastante real. Pero entre nosotros: sé reconocer bastante las caretas, y estaba bastante segura de que ésta era una.

.- Si –dijo él, como queriendo iniciar brevemente – vengo por problemas de ansiedad. En realidad, me diagnosticaron el trastorno bipolar a los 12 años. Bueno, tengo muchos problemas, y no se por donde empezar.

- Oh, no hay problema, para eso está acá –le respondí con optimismo – cuénteme primero. ¿De qué trabaja o qué hace en este momento?

- Soy abogado –dijo – pero últimamente no siento ganas de trabajar. Ni de... 

esperé a que respondiera con paciencia, pero no quería hacerlo, entonces tuve que proseguir. 

- Ajá –dije mientras anotaba, pero instantáneamente mi mano empezó a temblar un poco.

Mi mirada se desvió un poco, y luego lo miré fijamente. Sus ojos. Había algo en ellos. Culpa.

- ¿Y le gusta su trabajo? – mis preguntas al principio solían ser banales, para romper el hielo. Pero en realidad estaba mas interesada en descubrir qué ocultaban sus ojos. Y la verdad es que me llamaban la atención, pues los de todos mis pacientes eran fáciles de descifrar. Pero había algo en estos que no podía entender, algo que no me cerraba en absoluto. 

Noté que ya no seguía respondiéndome, o no quería seguir. Miraba para todos lados, buscando algo en la oficina que lo consolara. Lo sorprendí mirandome los pechos, aunque no me ofendía para nada, estaba acostumbrada. A veces mis pacientes buscaban mirar a cualquier lado con tal de no mirarme directo a lo que, de alguna forma u otra, tarde o temprano, desencadenaría la verdad: mis ojos.  

- ¿Podemos ir directo al grano? –dijo, con un tono ansioso – tengo muchos problemas, pero mi mayor problema es algo que hice –dijo, y permaneció callado como esperando una respuesta de mi parte. 

- Okey, sí, hay que lidiar con el pasado. Pero para eso vamos a trabajarlo juntos, tranquilo. ¿Qué es exactamente lo que hiciste en el pasado?

No podía mirarme a los ojos, y no entendía por qué. Pero luego lo hice.

Y él liberó sus palabras como una brisa de verano que roza tus mejillas, muy suavemente. 

- Maté.

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