Afuera todo era gris.
Llovía. No, no llovía. Bueno, no estoy seguro de si llovía o no, pero sí recuerdo perfectamente que el cielo tenía ese inconfundible color ceniza. Desde allí, parado en la vereda color pastel y con la pesada mochila verde sobre mis hombros, la casona parecía no tener fin. Estrujada entre dos casas modernas, sus paredes de madera parecían ajadas y resecas pero aún fuertes. La escalera que llevaba a la puerta, también de madera, estaba despintada y sus barandas eran de frío hierro negro. Cualquiera hubiera pensado que ingresar allí sería una locura. Las ventanas negras y sin cortinas, el tejado tapado de nubes y ni un solo sonido que indicara que aquella morada se encontraba habitada.
Pero tenía que entrar.
Para algo había hecho ese largo viaje hasta allí. ¿Para qué lo había hecho? ¿Qué era lo que buscaba? Fuera lo que fuese, estaba dentro de esa casona. Respiré hondo y subí los escalones. Me detuve en seco frente a la puerta, no sabiendo bien si debía llamar o simplemente invitarme a pasar. Me di media vuelta, pensando que si me marchaba ahora tal vez ni siquiera me mordería la intriga de buscar lo que sea que buscaba allí. Pero tenía que entrar... ya estaba ahí, ¿cierto? No quedaba más nada que hacer. Volví a dar media vuelta y en lugar de la puerta, descubrí que ya me encontraba en el recibidor de la casona.
Adentro no había ningún tipo de olor, aunque una esencia a fina humedad parecía flotar en el aire. Tal vez me lo imaginaba. Tal vez el lugar estaba tan seco como un desierto. Las sombras cubrían casi todos los rincones, pero no de un modo espeluznante. Era una sensación extraña la de encontrarse allí. La ligerísima luz que bañaba ciertos espacios reducidos parecía venir desde arriba, aunque no parecía haber ninguna vela, farol o lámpara en el artesonado. El techo, como el cielo afuera, también parecía estar cubierto de nubes grises. Uno de los pocos lugares iluminados era una escalera caracol, ancha y también de madera, que subía más allá del cielo de nubes. De alguna manera, sabía que aquella casona tenía tres pisos; mas no sé cómo lo sabía. Yo nunca había estado allí antes.
Subí la escalera, todavía con la mochila sobre los hombros, y me en el camino me crucé con un rostro familiar. Era una mujer adulta, aunque aún joven, pero su semblante estaba poblado de intensas arrugas. Por un momento me miró y sus ojos parecían llenos de dolor. Después de eso, siguió su camino. Una vez en el piso de arriba, me encontré en una inmensa habitación llena de cuchetas. Había gente, gente que yo no conocía, pero se encontraban muy lejos como para poder preguntarles cualquier cosa. Me senté en la cama de debajo de una de las cuchetas y dejé ahí mi mochila. Me levanté y cuando estaba por dirigirme al tercer piso, otro rostro apareció a mi costado izquierdo. La cara se encontraba tan cerca de mí que no podía ver el resto del cuerpo. Parecí encogerme con aquel rostro que miraba con el rabillo del ojo.
-No te olvides de traerme un poco. –Me dijo con una sonrisa amarillenta. –A mí no me dejan comerlo seguido, pero me encanta hacerlo cuando puedo.
No comprendía nada de que lo me decía. Hasta que mirando mis manos vi que sostenían un tupper de tapa azul. Adentro, flotando en aceite de oliva, habían varias fetas finas de morrón colorado. Aún sin mirar aquel rostro a los ojos, le dije que sí y se alejó con una sonrisa. Todo era tan confuso y a la vez tan familiar que ya ni siquiera me preguntaba cómo podía ser que el techo de aquel piso también fuera cielo gris. Dejé el tupper en la cama y cuando levanté la vista nuevamente la vi.
Tenía el pelo castaño recogido en una cola y sus ojos verdes brillaban con una intensidad asombrosa. El rojo intenso de sus labios contrastaba la palidez de su piel y sus pestañas largas y oscuras. La luz de su tez era tal que parecía rodearla de un aura única, como si ella en sí misma fuese más brillante que cualquier otra cosa de aquel lugar. Tenía que preguntarle dónde estaba lo que yo con tanto interés buscaba. ¿O era un QUIEN lo que buscaba? Pero el solo verla me hundió en el más profundo mar de angustia. Temblando y con mi voz imitándome, me le acerqué justo antes de que saliera por la puerta.
-Tenés que ayudarme. Por favor, solo es un minuto.
-No, no. –Su voz era dulce pero firme. Como si estuviera ella misma sumida en una búsqueda intensa. –Ahora no puedo. Ahora ya es tarde.
Se alejó por las escaleras que subían al otro piso, pero cuando intenté seguir el sonido de sus botas marrones lo único que encontré fue un cielo de plomo que no me dejaba avanzar. Me quedé ahí, mirando aquellas nubes impenetrables, con apenas un polvo de luz iluminándome a mí y a los escalones. Lo único que sentía mío propio, mío y de nadie más en aquel recóndito lugar, era el pozo negro de desasosiego que llenaba mi pecho por completo.