Ilo jamás supo nada sobre su pasado. Lo único que podía afirmar sin tapujos sobre la envergadura de su existencia, era que no tenía ni principio, ni fin.
Su primer recuerdo, era del cielo. No el cielo actual, sino uno sin nubes ni sol. Un paisaje transparente y vacío. En sus primeros años, se dedicó a caminar por la superficie del mundo, buscando algo, o a alguien. Cualquier cosa que hiciera desaparecer el sentimiento de inmensa soledad que se agolpaba en su pecho. No obstante, sus esfuerzos resultaron infructuosos, pues las tierras en las que posó sus pies se encontraban absolutamente yermas. No había en el mundo ni un solo ser, vivo o inerte que lo acompañara.
Los años se sucedieron con presteza y antes de que pudiera darse cuenta, Ilo era un anciano. Con su cabello escarchado, sus iris dorados y pliegues en el rostro, Ilo llegó al fin de la tierra, y observó con admiración el solitario océano por primera vez, que coexistía con la tierra sin llegar adentrarse por completo en ella. Llena el alma de melancolía, vio el mar adentrándose en la tierra y se preguntó, si tal vez podría emplear con alguna finalidad aquella novedosa materia prima, producto de la unión del suelo y el ponto. Cogió el barro entre sus arrugadas manos y lo moldeó semejante a sí mismo, en tres montones separados. Tomó asiento, y orgulloso, observó su obra incompleta, que se alzaba petrificada y silenciosa, sin un corazón que latiera en el seno de su pecho, mientras este ascendía y descendía.
Y de pronto, la melancolía lo inundó de nuevo. Derramó amargas lágrimas, que cayeron al pie de su creación y empaparon la superficie que se extendía a su alrededor. Recorrieron el suelo y treparon por el interior de cada una de las estatuas antropomorfas, hasta alcanzar la zona central de cada respectivo pecho, donde se asentaron. Entonces, una fuerte corriente de aire golpeó a Ilo en el rostro y lo derribó. Se apoyó sobre las manos con dificultad, luchando contra el poderoso viento, y con preocupación, alzó la vista hacia sus inertes retoños, que se sacudían con cada ráfaga.
Repentinamente, el plácido mar que un instante antes acariciaba suavemente la costa, comenzó a enturbiarse. El agua se alzaba en enormes olas, que rompían contra las estatuas y amenazaban con arrastrar al anciano mar adentro. Sin embargo, este logró ponerse en pie a tiempo, corrió y se asió a una enorme roca, desde la que podía observar claramente las esculturas, que sorprendentemente, aún no se habían venido abajo. Ilo trató de resguardarse en vano del temporal, pues no había manera posible de que una simple roca sirviera de protección contra el oleaje y el vendaval.
Finalmente, la tormenta amainó, e Ilo escudriñó a sus hijos en la lejanía. En el pecho de cada uno, allí donde se habían internado sus lágrimas, se arremolinaba una hermosa luz. El barro, que había de estar húmedo por el contacto con el agua, estaba en cambio desecado y agrietado. Al cabo de un rato, aquella hermosa luz, se extinguió. Ilo se acercó lentamente, y se detuvo frente a las estatuas. Se mantuvo, cara a cara con sus creaciones y rozó con los dedos el rostro de barro.
De pronto, un resplandor surgió de entre las grietas, y el lodo seco se desprendió poco a poco. Y cuando la superficie se deshizo por completo, reveló un pequeño bebé que, sentado en el suelo, observaba a su padre en silencio con mirada inteligente. Ilo contempló al pequeño niño, que alzó las manos en su dirección. El anciano se inclinó y tomó al bebé entre sus brazos. Se acercó a las otras dos estatuas, volvió a rozarlas con los dedos y tal como había ocurrido con la primera, estas se resquebrajaron y dejaron a la vista a dos bebés de tierno rostro.
Ilo colocó a cada pequeño en el mismo lugar donde solían alzarse las figuras que los habían albergado. Cada pequeño era distinto a su hermano y distintos todos ellos a su padre, con su pelo cano, sus ojos dorados y su rostro arrugado.
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Crónicas de Ërden
FantasyEn Ërden el misterio y la hechicería impregnan cada rincón. Los mitos han proliferado a lo largo de los años hasta tal nivel, que incluso sus propios habitantes desconocen dónde termina la ficción y dónde comienza la realidad. Estos cuentos y leyend...