El sol se irgue en el horizonte, bañando la costa de oro puro. Y antes que él, se levanta Don Joaquín, alistándose para empezar la dura jornada de trabajo. Son las seis de la mañana y aquél hombre recién empieza su día. Su piel es morena, tostada por el sol, y es dueño de profundos ojos marrones que son ventanas a más de sesenta años de historia, experiencias, anécdotas, risas y lágrimas. Pura vida.
No se considera alto, dice que sus hermanos le sacan una cabeza, no obstante, su estatura está cerca del metro con ochenta, quizás un par de centímetros menos. Tiene dos hijas, ambas estudian en una secundaria técnica al sur de Veracruz, y habla acerca de Rosita, su esposa, con un brillo en los ojos que puede compararse con el resplandor de una estrella. Al tiempo que camina rumbo al edificio de Notiver, con el aire gélido de la mañana acariciándole las mejillas desnudas, va anunciando su llegada a las calles. Su empleo consiste en hacerse presente antes de continuar.Su rutina es siempre la misma, tan repetida como esa canción que tararea. Un viejo éxito de Rocío Dúrcal, "Amor Eterno". Cada nota entonada revolotea en el viento a finales de febrero.
La puerta principal está cerrada, sin embargo, entra por la puerta trasera para recibir una pila entera de periódicos. El aroma a papel y tinta fresca quema la nariz, pero Don Joaquín ya está acostumbrado, y carga en su diablito los periódicos que se maquilaron antes del amanecer para ser distribuidos entre los pasantes y residentes de la colonia Centro, y que ya se empiezan a hacer presentes entre las calles aledañas.
Don Joaquín empezó en el negocio cuando tenía quince años, por su padre que, ni tardo ni perezoso, decidió poner a trabajar a su hijo mayor para "No tenerlo de «huevón» en la escuela". Por su parte, el hombre con cabellos plateados y manos callosas que en algún momento fue ese muchacho, prefiere que sus hijas estudien.
―Si trabajan, ya no van a querer estudiar. Así son las chamacas de ahora ―Dice mientras camina empujando el diablito por la calle Francisco Canal, y entre paso y paso, vocifera un fuerte grito que reza "¡Notiver!" con ese tono cantadito que lo define. No es similar al de ningún otro voceador, es por eso que varias amas de casa y padres de familia salen de sus casas apenas escuchan su potente voz.
La gente le conoce, lo saluda y le "cotorrea". Sin duda, es el voceador «de cabecera» de la zona, y se maneja bien entre calles, callejones y zaguanes. Una señora sale corriendo a su encuentro, con la escoba en las manos y un delantal amarrado en la cintura; no se quiere perder de las últimas noticias que acontecen en la ciudad, y ya casi "se le iba" el "del Notiver".
Entre el momento en que Don Joaquín recogió sus doscientos cincuenta periódicos y decidió tomarse un pequeño descanso para desayunar, transcurrieron cinco horas; es casi la hora del almuerzo, pero Don Joaquín sonríe y pide seis picadas «para comenzar» en la cocina económica de siempre.
Una redonda mujer de piel apiñonada y cabello rizado sujeto en una coleta, le atiende con la familiaridad de quien le conoce desde hace mucho tiempo. Don Joaquín no deja de sonreír y, cuando sus picadas llegan, rebosantes de salsa picante, da gracias a Dios y aprovecha sus alimentos.
―Aunque yo no quise hacer esto al principio, pos ya me acostumbré. Quiera que no, esto me da para comer y con esto he sacado a mi familia, chueco o derecho. No puedo quejarme, yo que no terminé ni la secundaria... ―Su mirada se pierde en algún punto de la pared frente a él, después de tomar un bocado de su picada. Parece nostálgico, como si recordara viejos sueños y ayeres ―Por eso quiero que las chamacas estudien bien, y saquen al menos la prepa ―Añade con una sonrisa condescendiente.
No le toma a Don Joaquín más de treinta minutos el desayuno, y antes de que "le ganen el mercado", sale a seguir voceando. Para él, ahora es más complicado vender periódicos; la tecnología va ganando terreno. Algunas cosas se le escapan como granos de arena entre los dedos.
―Ya hay gente que ni compra el Notiver. Ya todo lo ven en esas cosas... la computadora y eso que traen en las manos los chamacos. Otros sí lo compran todavía, pero ya no como antes ―Don Joaquín ha vendido más de tres cuartos de la cantidad de periódicos con los que empezó. Ha sido un día bajo, a comparación del resto de la semana. A las cuatro de la tarde, ya hubiera vendido casi todos, pero hoy no es el caso.
El sol ha empezado a bajar su intensidad, y aunque hace un par de horas pareciera ser fuerte, en la sombra puede percibirse esa frialdad que ya había sido olvidada durante un tiempo, aun a pesar de seguir en épocas de invierno. Está claro que el calentamiento global ya está castigándonos por nuestro escaso cuidado de la naturaleza, y a Don Joaquín le pesa en los hombros.
Hace una parada en el mismo sitio donde desayunó, y se dispone a comer. La sopa de coditos humea delante de él, armando pequeños fantasmas que se dispersan rápidamente cuando el señor sopla sobre el plato para enfriarlo. Junto a éste, descansa un cesto con tortillas hechas a mano y un plato con carne empanizada, arroz colorado y ensalada de lechuga y tomate.Es su comida favorita.
Hay tres periódicos sobrantes en su carrito cuando dan las cinco en punto; Don Joaquín está por irse a casa, pero por un golpe de suerte, logra vender esos últimos ejemplares que de poco a poco fueron quedándose huérfanos entre idas y venidas.
―Pensé que iba a estar de la «chingada», pero ya saqué para mi vieja y las chamacas ―Dice con una sonrisa que lejos de brillar, se antoja agotada; y se marcha empujando su diablito a lo largo de toda la avenida Allende, con el chirrido de las ruedas contra el metal y sus pasos resonando contra el pavimento.La luna plateada se refleja en el cielo, y el sol esperará mañana a que Don Joaquín despierte para acompañarle en su jornada laboral, como todos los días, tan preciso y puntual como un relojito suizo.