Capítulo Único

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La lluvia no daba tregua en aquella fría noche londinense. John y Sherlock habían tenido una terrible pelea, y el moreno fue el elegido para dormir en el sofá. ¿Qué culpa tenía él si no podía controlar sus palabras? Sí, solía ser un poco exasperante, pero luego de 3 años de relación, esperaba que John se hubiese acostumbrado. Y más aún, que después de tanto tiempo de conocerse y acompañarse, esperaba que el rubio dejara de ser tan insistente en cuanto a sus hábitos alimenticios. Sí, Sherlock sólo comía para mantener su cuerpo en funcionamiento. Eso implicaba ingestas pequeñas, previamente estudiadas, con alimentos que pudieran proporcionarle las vitaminas y nutrientes fundamentales. John debía comprenderlo, él era un doctor experimentado. Pero no; cada vez que la hora de comer se aproximaba, los agudos comentarios del doctor se hacían oír.

Y ahora, una de esas peleas había explotado: hacía ya cuatro días desde la última vez que Sherlock había probado bocado y John simplemente no aguantó más. Hubo intercambio de gritos, quejas y algún que otro objeto volando hacia la cabeza del otro. El moreno tuvo que correr por su vida, y en la velocidad de la huida olvidó tomar un paraguas. Ahora estaba completamente empapado y no tenía donde ir.

Pensó en golpear la puerta de Molly, pero sabía que la idea no era buena. La forense había pasado por varias etapas desde que él y su blogger confirmaron la relación. Por supuesto, la primera fue la negación. Cuando la pareja reunió a sus más allegados para dar la feliz noticia en el 221b de la calle Baker, la muchacha simplemente pudo reír luego de que Sherlock lo confesara, pensando que se trataba de alguna clase de broma. Todos la miraron con cara de pocos amigos, pero ella parecía completamente ajena al hecho. Rió por lo que pareció una eternidad, y así continuó mientras tomaba su abrigo y se retiraba del lugar. John aún conserva la teoría de que la risa se extendió durante toda la noche. La segunda etapa trajo la ira. El menor de los Holmes fue víctima de diversas clases de golpes, propinados con las delicadas manos de la joven y algún que otro tubo de ensayo del laboratorio. Tuvo que mantenerse alejado del Hospital St. Barts por un par de semanas, hasta que la pobre muchacha con el corazón roto lograra calmar un poco los nervios. Cuando la etapa de depresión llegó, Hooper lloró día y noche. Todo el mundo sabía que ella estaba perdida por el detective consultor, pero nadie creyó que el sentimiento fuera tan profundo. La pareja se replanteó seriamente el hecho de continuar juntos, debido a la condición de la patóloga. Afortunadamente, la etapa de aceptación no se hizo esperar mucho. Molly por fin comprendió que la única persona que podía complementar a Sherlock era el doctor Watson, y se acercó a la casa de la dupla con una enorme bandeja de galletas y una disculpa en los labios.

De cualquier manera, la muchacha se había encargado de amenazarlos a ambos. Si alguno osaba poner al otro en una situación de miseria o desdicha, ella misma juró que tomaría cartas en el asunto. Por ende, ir a su casa a medianoche, completamente empapado y triste por una pelea con el rubio, no era la mejor de las elecciones. No lo era en absoluto.

La señora Hudson tampoco era una opción, puesto que desde un primer momento se unió al bando de John. Ella tampoco aceptaba que Sherlock comiera tan poco, por lo cual tendría que soportar su perorata si acudía a ella en busca de ayuda. Y por la mismísima Reina, no estaba de humor para aguantar otro discurso.

¿Lestrade? No, no era una buena idea. El pequeño departamento del detective inspector no era lo más agradable del mundo. Lo había conocido en una de las anteriores peleas con su pareja, en las cuales Irene Adler había sido el motivo. El hombre era increíblemente cordial y comprensivo, pero su sofá era completamente incómodo. Sin contar que roncaba como un oso, debido a su pasado de fumador. La noche que pasó allí fue una de las peores de su vida. Al parecer, el hombre era de costumbres arraigadas: tras llegar de la Yard, su ritual consistía en beber un par de cervezas tirado en el sofá frente al televisor, mirando las repeticiones de los partidos de fútbol que se habían jugado en la fecha. Y por más que Sherlock estuviera en su casa con el corazón destrozado, no dejaría de cumplir con su ritual diario. Mientras el moreno estaba absorto en sus pensamientos, meditando las posibles disculpas que le daría a Watson, Lestrade sólo gritaba a la pantalla insultos irreproducibles. Cuando el juego hubo terminado, el oficial de policía le ofreció a Sherlock ocupar su cama. El menor de los Holmes la rechazó inmediatamente, puesto que no quería abusar de la bondad de su amigo. Tras una breve despedida, casi silenciosa, Lestrade procedió a buscarle unas almohadas y mantas para que pase la noche en el sofá y luego se dirigió a su habitación. Sólo bastaron exactamente 8 minutos para que Lestrade cayera rendido a los brazos de Morfeo y el concierto de ronquidos comenzara. Sherlock intentó acallar los estruendos tapándose la cabeza con una de las almohadas, pero fue imposible. Resultado: Un Sherlock completamente desvelado, entristecido por la pelea y con un humor de perros a causa de los atroces sonidos que salían de la boca de Lestrade. Nunca más le pediría asilo, era un hecho.

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